De regreso a México me embarqué en otro proyecto protoperiodístico con Raúl y Hermann. Un “periódico”, impreso en mimeógrafo, con pretensiones múltiples. Análisis de la guerrilla en México, de las costumbres de la clase media, de la situación internacional (un larguísimo ensayo de Tina, titulado “El sionismo y los árabes”), crítica de cine, poesía, una suerte de columna crítica y varias cosillas de humor. Como pretendíamos haber superado nuestra etapa más lírica, el periodiquito se llamó “Análisis”.
Lo vendíamos –a un precio absurdo: 40 centavos, y nos costaba 30 el ejemplar- en escuelas y universidades privadas, en la UNAM, en la Zona Rosa y Coyoacán. Años después, en su libro “La Prensa Marginal”, Raúl describiría ese esfuerzo adolescente como un acto de catarsis. En efecto, así era. Pero catarsis individual o no, un policía me correteó en la Zona Rosa: intuyó que estaba distribuyendo material peligroso. Tiramos tres números de 300 ejemplares (de los cuales hemos de haber vendido menos de cien, en promedio).
En esas fechas, la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales anunció sus Cursos de Invierno que consistían, esencialmente, en una serie de conferencias de connotados pensadores de izquierda. Raúl y yo, muy puestos, fuimos a todas y a algo más. Los ponentes eran Ernest Mandel, economista belga, el más importante pensador trosquista del momento; Robin Blackburn un profesor inglés, radical, proveniente de la London School of Economics y la norteamericana Susan Sontag, escritora, crítica y filósofa feminista.
Las conferencias fueron en un repleto auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, ya entonces conocido como el Ché Guevara. Era muy agradable sentirse parte de esa masa de jóvenes inconformes y presumiblemente inteligentes que escuchábamos, entre densas nubes de humo, a las vacas sagradas del pensamiento progresista. También lo era sentirnos parte de la Universidad a la que accederíamos pronto. Y, finalmente, lo era ver a los distintos personajes juveniles que poblaban la UNAM de entonces. Trejo no me perdonaría si aquí omitiera a “la Chava de Negro”, una muchacha de cabellos castaños lacios y largos, de enormes ojos muy maquillados –tremenda cantidad de delineador-, labios carnosos y, por supuesto, indumentaria negra. Esta darketa avant la lettre era un imán distractor para nuestros ojos. Supimos luego que estudiaba en Políticas.
Para nuestra sorpresa, entendíamos casi todo lo que se discutió en esos cursos. La inteligencia de Mandel me sedujo, el activismo radicaloso de Blackburn me chocó y la Sontag era simplemente diferente: era quien tocaba las cosas más profundas, aunque al hacerlo denotaba su desconocimiento de la realidad mexicana (o, para ser más precisos, la gran diferencia cultural de entonces entre la izquierda gringa y la mexicana; una que buscaba, primero, una victoria cultural; la otra que pensaba en la revolución política y económica).
Un momento significativo fue al final del curso, cuando estaban los tres en la mesa. Se generó una discusión sobre crecimiento y ecología. Sontag estaba a favor de lo que hoy llamamos “crecimiento sustentable”, Blackburn, a favor de la industrialización y la modernización, Mandel tenía una posición intermedia, que a mí me parecía entonces la más lógica. El público aplaudió frenéticamente a Blackburn y abucheó a Sontag.
La norteamericana trató de congraciarse con el público –o más exactamente, de encontrar un nicho- invitándonos a una plática filosófica en las “islas” de CU al día siguiente. Asistimos apenas un puñado. Muchas mujeres. De lo que recuerdo, se platicaron generalidades, pero Sontag se sintió aliviada: “he encontrado con ustedes oídos atentos, una comunicación que no pude tener en el auditorio”.
No sé si ella lo sabía, pero la historia –al menos la historia cultural- estaba de su lado.
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