viernes, noviembre 20, 2015

Biopics: Del Vaticano a Mali Losinj: dos viajes



Hacia el fin de aquel año sabático en Italia, hicimos dos viajes. El primero tenía la intención de llegar hasta el golfo de Sorrento. Fuimos a Florencia, después a Roma, donde tuvimos una cena opípara en Trastevere, bañada con los sabios comentarios sobre la situación mundial de  mi maestro Parboni (yo no sabía que sería la última: él enfermó del corazón un año después, y moriría el 1º de junio de 1988, a la edad de 43 años). También fue la única ocasión en que he visitado los Museos Vaticanos (yo, cargando la carreola de Camilo, con todo y niño, por los innumerables escalones; Raymundo, interesándose particularmente en los diferentes globos terráqueos, que daban cuenta de una visión incompleta del mundo; los turistas cubano-americanos echando flashazos en la Capilla Sixtina).
No llegamos a Nápoles. Patricia adujo que estaba cansada y que los niños habían visto “demasiadas estatuas”. Regresamos con una parada en Orvieto, su vino y su catedral (espectacular por fuera, sencilla y elegante por dentro).
Esa noche, en el hotel, escucho que Raymundo se está peleando en sueños con unas estatuas. Efectivamente, le dio un precoz Síndrome de Stenhdal.

También decidimos pasar una semana en la playa. Por razones de calidad-precio, escogimos una de fines de primavera en un hotel en Mali Losinj, al sur de la isla de Losinj, en Yugoslavia.
El viaje estuvo interesante. Por una parte significó atravesar pequeñas ciudades de lo que entonces era el norte de Yugoslavia (y hoy son parte de Croacia y Eslovenia): Rijeka, Opatija, Pula. Cruzamos por un micropuente a la isla de Cres y de ahí tomamos un ferry para Losinj. A lo largo de la costa se veían pequeñas localidades con una arquitectura muy semejante a la de Venecia.
La carretera en Losinj merece párrafo aparte. Era de dos carriles muy estrechos, sin cunetas, llena de curvas y pasabas de ver el precipicio a tu derecha a ver otro precipicio a tu izquierda (allá abajo, alguna diminuta Venecia). En esas que viene un camión y pasamos muy despacito, casi rozándonos.
El hotel resultó muy bueno y barato. Con unas magníficas comidas corridas: El lugar tenía tres playas de escaso oleaje: dos de guijarros y una de piedra (que era la mejor). Una de las de guijarros era nudista, y estaba llena de ancianos. De ahí salió la mujer más blanca que he visto en mi vida: una auténtica Blanca Nieves.
En Mali Losinj Rayo y yo logramos algo extraordinario: que él se acercara a un carrito de helados, pidiera en serbo-croata uno de fresa, pagara y le dieran el cambio, mientras yo veía la escena a unos metros.
También solíamos caminar por un sendero entre las montañas junto a la costa. El sendero llegaba hasta donde había un pequeño busto de Tito, colcado en un nicho cavado en la roca. Cada día había flores nuevas en ese nicho. Claveles rojos. Quién iba a pensar que apenas cuatro años más tarde Yugoslavia, la república que fundó Tito, iba a desaparecer. Ni Parboni.

jueves, noviembre 19, 2015

La hibris y París




Hace unos días acabé de leer En el poder y en la enfermedad, un libro escrito por David Owen, médico neurólogo y psiquiatra, fundador del Partido Socialdemócrata británico y ex ministro de Salud y de Relaciones Exteriores del Reino Unido. El libro terminó por estar muy ligado, por un extraño camino, a los recientes ataques terroristas en París.

Owen analiza los efectos que tienen diversas enfermedades y su tratamiento en la toma de decisiones de parte de los líderes políticos. Su conclusión central, sobre la que da interesantes ejemplos, es que un político enfermo –de ciertos males- suele tomar peores decisiones que uno sano, con consecuencias enormes.

Hay un tipo de enfermedad, un síndrome, que resulta particularmente dañino para los políticos, según el autor. Es la hibris. Sus características principales son el orgullo exagerado y la soberbia, que llevan a una desmesura en las acciones. La persona pierde la perspectiva de la realidad, ve sólo lo que desea ver y, en consecuencia, toma decisiones equivocadas, que lo llevan al desastre (y también, sí es un líder, a sus seguidores).

Quien actúa bajo este síndrome no presta atención a la información, no mantiene la mente y el juicio abiertos, suele persistir en políticas inviables o contraproducentes y se niega a sacar provecho de la experiencia (porque significaría admitir un error).

¿Cómo se identifica la hibris? Owen señala algunos síntomas: inclinación a ver el mundo como escenario; preocupación desproporcionada por la imagen; una forma mesiánica al hablar; identificación de sí mismos con el Estado, la nación o el pueblo; tendencia a usar el plural mayestático (“nosotros”, en vez de “yo”); excesiva confianza en su propio juicio; exagerada creencia en lo que pueden conseguir personalmente; la creencia de ser responsables no ante el tribunal terrenal, sino ante Dios o la Historia; tendencia a permitir que su “visión amplia” haga innecesario considerar los detalles prácticos, los costos y el resultado final; inquietud, temeridad, impulsividad; una obstinada negativa a cambiar de rumbo… 

En otras palabras, tiene síndrome de Hibris el político que pierde el piso. Lo grave es que termina generando incompetencia y problemas posteriores, a menudo más graves que los originales.

Antes de que, a partir de los síntomas evidentes, nos pongamos a calificar a todo tipo de personajes políticos, debo señalar que los dos ejemplos más notables que señala Owen son George W. Bush y Tony Blair, en relación con la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam Husein.

Los problemas empezaron antes. Owen comenta que, “aun cuando la invasión de Afganistán estaba justificada”, los problemas de largo plazo del control del país “fueron burdamente menospreciados”.  Bush, al centrarse en la guerra y no ver las consecuencias de sus acciones, evidenció que padecía la hibris.

En el caso iraquí, la cosa fue todavía peor. Se aceleró la invasión en medio de una incapacidad total para planificar la posguerra. A todas las advertencias de que la ocupación de Irak conduciría necesariamente a un ejercicio de construcción nacional prolongado, costoso y con presencia de tropas, se les ninguneó totalmente.

Owen cita a un ex agente de la CIA: “Estaba fuera de duda que llegaríamos a Bagdad en un abrir y cerrar de ojos. Más nos hubiera valido tener un plan para cuando llegáramos. Pero no teníamos nada excepto cuatro páginas de Power Point. Fue una arrogancia…”.

En otras palabras, el vago plan que tenían tras el derrocamiento de Husein chocó, de manera dramática, con la realidad. Dejaron que empezaran los saqueos y la anarquía. Y, en contra de la opinión de los expertos, ejecutaron una disolución sin orden de las fuerzas armadas iraquíes y del partido Baaz (“al anochecer habrá empujado usted a la clandestinidad de 30,000 a 50,000 baazistas”, advirtieron). Finalmente, tanto Bush como Blair desoyeron las advertencias que decían que era necesario mantener una fuerza de ocupación numerosa por cierto tiempo: esa era una recomendación que ningún político que lucha por votos quiere escuchar.

Ninguno de los gobiernos post-Husein ha podido controlar todo el territorio de Irak. Y, después de la invasión, ha muerto casi un millón de civiles en ese país.

Para agosto de 2007, se reveló que el Pentágono no podía rendir cuentas de 11 mil fusiles de asalto AK-47 y 80 mil pistolas, supuestamente suministrados a las fuerzas de seguridad iraquíes. “Pocos dudaron” –escribe Owen- “que las armas suministradas por Estados Unidos estaban nutriendo a la insurgencia, abrumadoramente compuesta por suníes iraquíes. Los combatientes extranjeros integrados en ella procedían sobre todo de Arabia Saudí…”.

Ese es, precisamente, el caldo de cultivo en el que se gestó el Estado Islámico.

Ahora que esta excrecencia de las malas decisiones ha crecido, y amenaza con convertirse en metástasis mundial, es necesario extirparla. Es necesario destruir esa organización. Los hechos de París no hacen sino reiterarlo.

Pero lo peor que podrían hacer los líderes del mundo democrático es contagiarse de la hibris y apostar, como en su momento lo hicieron Bush y Blair, por un arrasamiento militar sin tener claro qué es lo que sigue. Si se confían en su fuerza superior y menosprecian tanto los costos como el significado del “después” en una zona del mundo tan compleja, nos hundiremos en una espiral infernal.

La diferencia entre el Estado Islámico y el mundo que lo combate debe ser, en primer lugar, que haya un poco de cordura de este lado. La cordura no se riñe con la fuerza ni con la decisión.

Que la hibris sea de ellos, y sólo de ellos. Porque entonces, dirán los griegos antiguos, significa que ellos serán los castigados por los Dioses.


martes, noviembre 10, 2015

Biopics: Acreedores y deudores, un ensayo



No se crea, no, que aquella estancia en Italia fue de vacaciones disfrazadas de otra cosa. En realidad trabajé, y mucho. El resultado sería el ensayo económico más serio que he escrito en mi vida.

Trabajar en la Facoltà me resultó de lo más agradable. En un cubículo que compartía con Andrea Ginzburg, trabajaba un promedio de ocho horas al día. Podía hacerlo, entre otras cosas, porque no dedicaba ni un minuto a la grilla.

Una gran ventaja que tuve fue la famosa y nutrida biblioteca, que tenía una innovación genial: podía buscar un libro en específico, o varios libros y artículos sobre un tema, con una computadora. Imagínense ustedes: en vez de utilizar las citas y pies de página de un texto como hilo de madeja para encontrar otros, en vez de clavarse por horas en los tarjeteros, uno podía poner una palabra clave, “inflazione”, y encontrar a los pocos segundos, la lista de todos los títulos disponibles, con su ubicación exacta. Casi casi Google avant la lettre. La biblioteca, además, era amigable para el usuario: estaba físicamente tan bien organizada que, en vez de pedir el texto a un encargado, podías dirigirte, sin tacha, a donde debía estar el libro. Y lo mejor: ahí estaba.

Con esas armas, más la lectura diaria del Financial Times, más los comentarios de la plática que tuve con el maestro Parboni, más los que tuve con Anna Maria Simonazzi, una joven profesora que estudiaba temas parecidos, no resultó tan difícil pergeñar el ensayo entre el fin del otoño y el principio de la primavera.

“Acreedores y deudores: los juegos internacionales del poder”, fue el título que le puse. Se publicó en la revista Investigación Económica, número 182, correspondiente a octubre-diciembre 1987. El ensayo trataba, esencialmente, de abordar el problema de la deuda externa mexicana como resultado de relaciones económicas internacionales que también son políticas. Hice algo extraordinario: pasé mis apuntes manuscritos al novísimo programa xwrite en una de las computadoras reservadas a los profesores.

Iniciaba con un análisis histórico del sistema de Bretton Woods –con su significación en términos de hegemonía de EU-, y señalaba que los países menos desarrollados jugaban en el esquema financiero un papel importante: debía funcionar en la medida en que el saldo de cuenta corriente del mundo no industrializado fuera negativo, la evolución natural de la estructura de las balanzas de pagos del sistema de Bretton Woods llevaba al crecimiento de los déficit autónomos en cuenta corriente de los países subdesarrollados. Por el lado de Esstados Unidos, llegaba el momento de cobrar por las viejas inversiones; por el lado de los subdesarrollados, la demanda de financiamiento empieza a cobrar independencia de los ritmos de crecimiento de las economías nacionales.

Esto implicaba una transformación peligrosa para la estabilidad financiera internacional: los países del Tercer Mundo pasaron a ser unidades financieras “especulativas”: la demanda de financiamiento es cada vez más para cubrir el déficit de servicios en la cuenta corriente de sus balanzas de pagos.

El bajo crecimiento internacional de principios de los años setenta significó la existencia de capitales que no encuentran ocupación productiva rentable, y sirve para explicar el auge de los créditos privados al Tercer Mundo en el periodo. ¿Pero por qué siguió creciendo a finales de esa década, cuando había recuperación? Mi hipótesis, es que hubo una decisión política de consentir el contínuo crecimiento del mercado internacional de créditos, con la intención de incidir en la formación de una nueva división internacional del trabajo.

La necesidad bancaria de colocar rentablemente la liquidez internacional excesiva –escribí- no obedece solamente a las reglas contables, sino que está asociada a un proceso generalizado de transición del capitalismo.

Paso después a un análisis del comportamiento de las tasas de interés y de los programas de estabilización, en el que concluyo que los programas del fondo han distado de ser estabilizadores: no sólo en lo que toca a su combate aparente a la inflación (que no es un elemento indispensbale para conseguir una cuenta corriente favorable, según los intereses de los acreedores y del FMI), sino sobre todo en el terreno político. Sucede que la instrumentación de los programas requiere de acciones estatales, pero el Estado no es un actor neutro, exógeno a la sociedad, y la aplicación de las recetas altera el comportamiento de los sujetos económicos, generando tensiones.

De ahí analizo las balanzas de pagos y la deuda externa de un grupo de naciones, doy una vuelta por el Plan Baker y señalo la existencia de una “Trampa 22”. A saber: por una parte, los bancos y a la Fed buscan financiar poco y monitoriear mucho a los países endeudados; por la otra, a un país no le conviene repudiar una deuda cuando está en una posición de escasez aguda de liquidez y sólo puede hacerlo cuando espera un flujo líquido de capital positivo neto. Concluyo: “El financiamiento es necesario para mantener en funciones todo el sistema; la condicionalidad es, en última instancia, un velo”. Esto significaba que era necesario un consenso activo de parte de los sectores más importantes de la población para no plegarse a las condiciones leoninas: había espacio real para la negociación.

Eso se demostraría tres años después, con las quitas que logró México, en tiempos de Salinas, al servicio de la deuda externa.


Cuando terminé el ensayo, me puse a trabajar sobre otro tema, la inflación. Ese ensayo no lo acabé. Los maestros me invitaron amablemente a dar una conferencia sobre la economía mexicana, que me pagaron. Debí de haberla dado sobre el tema del ensayo, porque lo otro resultó en una discusión sobre el papel del petróleo en la economía mexicana –que ellos creían todavía superior al que en realidad es. 

jueves, noviembre 05, 2015

Pasolini y su muerte profética



El Día de Muertos de 1975 –es decir, hace 40 años- en una playa de Ostia, cerca de Roma, un joven marginal de 17 años, llamado Pino Pelosi, asesinó al poeta y cineasta Pier Paolo Pasolini, golpeándolo primero con un palo y luego haciendo pasar el automóvil del artista sobre su cuerpo, estallándole el corazón. Se truncó así la carrera de un creador excepcional.
 La efeméride sirve para recordar muchas cosas, aparte de la obra del polígrafo fallecido. Algunas de ellas tienen que ver con la capacidad de Pasolini para ver más allá, y de cierto modo adelantar el futuro que venía (cuando menos, las peores partes de ese futuro).

En octubre de ese año había ocurrido en Italia una tragedia que los diarios de la época narraron con fascinación y horror y que fue conocida como “El Crimen del Circeo”: dos jóvenes de barriada romana fueron violadas y torturadas por tres jóvenes fascistas de clase alta. El asunto se supo porque una de las chicas, que los niños ricos habían creído muerta, pudo gemir para pedir ayuda desde la cajuela en la que estaba encerrada, junto al cuerpo inerte de su compañera. La policía rescató a la muchacha y capturó a los asesinos, que regresaban despreocupadamente hacia el auto, después de cenar unas pizzas.

La importancia del suceso reclamaba grandes plumas, como la de Italo Calvino, que hablaba de la facilidad con la que los jóvenes ricos de derecha podían pasar, con la certeza de su impunidad, de las bravatas de café a las golpizas a la salida de la escuela, a las carnicerías en las casas de fin de semana. Pier Paolo Pasolini respondió a Calvino, criticándolo por facilón, diciendo que pretendía fijar la inferioridad humana del “enemigo”, que el fascismo antiguo que Calvino anatemizaba era menos peligroso que el fascismo “de genocidio cultural” de la TV y que la violencia no era exclusiva de los frutos podridos de la burguesía, porque esa misma violencia la podían ejercer –y de hecho la ejercían cotidianamente- los pobres de barriada.

Dos días después de publicado el artículo-respuesta de Pasolini, moriría precisamente a manos de un pobre de barriada. De una manera sorprendente, con su propia muerte, ganaba el debate. La violencia no es exclusiva de una ideología o de un grupo social: es una enfermedad social generalizada que hay que combatir.

Pasolini veía en el proceso de “genocidio cultural” ligado al consumismo una reserva de violencia ciega, no solamente asocial y ni siquiera política, sino una vía de destrucción de todo lo que no es superfluo. 
Para él, la sociedad de consumo que se desarrollaba era un nuevo totalitarismo, que hacía a todos renegar de sus modelos culturales, de su diversidad, para homogeneizarse en un “hedonismo neo-laico” ajeno a los valores humanos. Preveía una sociedad en la que las diferentes maneras de ser persona eran paulatinamente desprovistas de realidad. Preveía el dominio de la sociedad de la imagen, que llevaría a la mercantilización de todos o casi todos los aspectos de la vida cotidiana. Mercantilización en el sentido de convertirnos nosotros mismos en mercancía.

A esta sociedad de consumo corresponde una democracia “descaradamente formal”. El formalismo democrático se presenta sin pudor alguno, ni siquiera esconde la esencia de convertir también a los electores en mercancía.

Contra esta visión, Pasolini oponía –algunos dicen que de manera bucólica- el mejoramiento de los derechos reales y concretos de las personas en su diversidad, el combate a la desigualdad, la salvaguardia de la salud, del trabajo, de los bienes artísticos y urbanos de todos.

Si vemos el mundo de hoy, encontraremos esa violencia difusa, ciega –al menos en apariencia-, que suele no tener siquiera asidero en ideologías (o sólo en el “neutro” dinero). Encontramos también que, al culto superficial a la diversidad corresponde un culto todavía mayor a las fuerzas que nos homogeneízan, y eso deriva en crecientes dificultades para la organización social.

En las naciones más desarrolladas aparece con cada vez mayor claridad la existencia de múltiples soledades adyacentes, cada una conectada a la red, pero con escasa capacidad para armar redes verdaderas, capaces de cambio. Lo mismo sucede, en la réplica, el eco tercermundista de las naciones emergentes. El reino de la videoesfera, mucho más allá de la TV que Pasolini temía.

También la política ha caído víctima del marketing. En la agenda ya no está el convencer, sino el seducir. Las ideas se reducen a spots de pocos segundos. Y la ideología –a la que tampoco quería mucho Pasolini- ha sido desplazada por la creatividad de los publicistas. La retórica y su hermano el conformismo guían ese camino.

¿El resultado? Una sociedad débil, con dificultades para cambiar en serio: para (re)organizarse de manera integral, que es la única manera de salvarse. Y en esa reorganización el centro está, según el poeta y cineasta, en entender los derechos del otro.

Y para los que dudan de que Pasolini haya sido un profeta, el siguiente poema, que tituló, precisamente,

“Profecía”:

“Alí de los Ojos Azules
uno de los tantos hijos de hijos

Descenderá de Argel, en veleros
y barcos de remos. Con él
estarán miles de hombres

Con los cuerpecitos y los ojos
de perro pobre de sus padres
en barcos encallados en los Reinos del Hambre, traerán consigo a los niños y el pan y el queso, en los papeles amarillos del Lunes de Pascua. Traerán las abuelas y los burros en trirremes robados en los puertos coloniales.

 Desembarcarán en Crotone o en Palmi,
por millones, vestidos de harapos,
asiáticos, y de camisas americanas…”


(Ahí lo dejo, mejor, porque en el poema profético “destruirán Roma”).


Hace 40 años mataron a Pasolini, con martirio y todo. Como a todo buen aspirante a Mesías.