lunes, febrero 25, 2013

Italia, la tormenta perfecta


El resultado de las elecciones italianas ha sido sorprendente, y pone a Europa en serios problemas. El mandato de los electores ha sido, paradójicamente, la ingobernabilidad en ese país. El mensaje generalizado es decirle no a los planes de estabilización europea comandados desde Berlín. En el camino quedan los restos del naufragio de la segunda república italiana.

El primer dato a tomar en cuenta es la clamorosa derrota de los grupos políticos que apoyaban al ex jefe de gobierno Mario Monti, el tecnócrata al que se tuvo que recurrir para evitar que Italia cayera en el default. Monti era el candidato de Merkel y del stablishment europeo, que esperaban que –al menos- fuera un aliado necesario a la coalición de centro-izquierda destinada a ganar las elecciones. No logró convertirse en político.

Monti había restaurado un principio de credibilidad internacional que Italia había perdido, tras la frívola acumulación de errores del gobierno derechista de Silvio Berlusconi. Pero lo había hecho a costa del bienestar de muchos italianos, con recortes impopulares y aumentos en los impuestos, igualmente impopulares. Ajustes sin protección social. La coalición de Monti apenas sumó 10.5 por ciento de los votos y alcanzó el cuarto lugar. Italia le dijo que no a Merkel y a la estabilización de Berlín.

El segundo es el impresionante triunfo de un partido que no es un partido. La lista más votada resultó ser el Movimiento 5 Estrellas, encabezado por el cómico Beppe Grillo (sí, se llama Pepe Grillo), fuertemente contrario a los partidos y a los políticos. Un movimiento realizado a caballo entre las plazas y las redes sociales del internet. Una expresión de hartazgo hacia una clase política alejada de la sociedad y llena de lujos y prebendas.

El problema es que este movimiento, al presentarse como voz de quienes quieren mandar al carajo la política, crea un enorme vacío de poder con su propia victoria. Nadie puede esperar un acuerdo de coalición. Grillo lo llamaría un inciucio, una transa en lo oscurito. Su movimiento no está de acuerdo en participar en ningún gobierno, pero por el tamaño de su grupo parlamentario impide la formación del mismo. Eso algunos lo llamaríamos “evadir la responsabilidad”; otros lo llaman “congruencia”.

A toro pasado, el éxito del Movimiento 5 Estrellas estaba a la vista, para quien quisiera abrir los ojos. El índice de aceptación de los partidos políticos en Italia anda por el 5 por ciento; el del parlamento, apenas supera el 8 por ciento. La democracia italiana es percibida como cara, improductiva, corrupta e ineficiente. Algo similar a lo que sucede en México, pero aún más agudizado.

Adicionalmente, Grillo es claramente un euroescéptico, algo a lo que muy pocos se atreven, a pesar de que la mayor parte de los asalariados italianos culpan al euro de su empobrecimiento reciente (Italia es el 5º país del mundo en peor desempeño económico en el siglo XXI). Y eso da votos.

Hay preguntas a hacerse respecto a este fenómeno: ¿Qué distancia hay del hastalamadrismo al valemadrismo?  ¿Qué no el valemadrismo sirve para consolidar el status quo? ¿Por qué sería más democrática una relación directa con el líder, sin el tamiz y la intermediación del partido? ¿Qué no es esa es una característica de los regímenes del populismo autoritario? Porque encima de esto, hay una suerte de adoración de sus fans al cómico de la TV convertido en figura política de los nuevos medios de comunicación.

La coalición de centro-izquierda es la ganadora apenas formal de la elección. Superó apenas a la de centro-derecha, y quedó debajo de las expectativas. Pretendió nadar de muertito entre el desprestigio de Berlusconi y la gris promesa de más recortes de parte de Monti. En el pecado lleva la penitencia, y las primeras reacciones han sido las de proponer un cambio en la ley electoral y llamar a nuevas elecciones de inmediato. Es probable que reciba el mandato de formar nuevo gobierno, y que no pueda hacerlo.

Berlusconi volvió a demostrar que, a pesar de ser un pésimo gobernante, es un gran candidato (¿de quién más se ha dicho esto?). Con promesas populistas imposibles de cumplir sin quebrar al Estado y jugando con la carta del nacionalismo antieuropeo y con el eterno miedo de una parte del electorado a “los comunistas”,  este personaje impresentable en el mundo sigue teniendo fieles seguidores en su país. Obtuvo un segundo lugar no lejano para su coalición, y fuerza suficiente en el Senado como para bloquear cualquier iniciativa de las otras fuerzas políticas.

¿Qué se puede sacar en conclusión de este extrañísimo resultado? Primero, que la indisciplina fiscal de Europa del sur está en el ánimo de la gente. No hay voluntad para los ajustes tradicionales, que son a costa exclusiva de las clases más desprotegidas. Tampoco hay entusiasmo para ajustes que sí cuiden de no hacer crecer la desigualdad (la propuesta de centro-izquierda). Y que la aversión a la clase política tradicional puede generar movimientos sociales masivos e impredecibles, pero difícilmente absorbibles por la democracia representativa.

Segundo, que hoy menos que nunca hay interés por la unidad europea entre la población de los países europeos en crisis. Importa poco la respuesta de los mercados (al cabo “son malos”) y menos aún si hay estabilidad política o no. Importa mucho decir “basta”, aunque ello acabe por tener costos insospechados. Hay una lógica de indignación, y no de largo plazo. Ni siquiera de mediano plazo. Pronto veremos los efectos: caída en los mercados y una crisis ulterior de la eurozona, en la que Italia se convierte en el principal problema.

Tercero, que las instituciones en Italia -y en otros muchos lados, porque no se trata de un fenómeno de un solo país o una sola región- requieren urgentemente de modificaciones. Hay que buscar elementos de representatividad novedosos. Ni los partidos políticos pueden tener la exclusividad para siempre, ni puede pensarse en una relación directa colectividad-líder o en el plebiscito para todo.  Pero los nuevos problemas exigen soluciones diferentes.

En fin, que los electores italianos parecen haberse puesto de acuerdo en generar la “tormenta perfecta”, en lo político y lo económico, que muchos estaban temiendo, y algunos pronosticando.

miércoles, febrero 20, 2013

Maquiladoras e integración subordinada

En Noviembre de 1983 se publicó este artículo mío en Economía Informa. En mi opinión, es uno de los pocos de esa época que ha pasado la prueba del añejo, salvo -por supuesto- por su lenguaje envejecido y por su optimismo acerca de la respuesta de las clases subalternas. El lector decidirá si es cierto.




En México, al parecer, hay un consenso en lo referente a la incapacidad estructural de la economía nacional, tal y como está integrada hoy día, para hacer frente en el largo plazo a los complejos problemas que presenta la resolución de las necesidades (crecientes) de un número también creciente de mexicanos. Nuestra economía, y en particular su planta industrial, se ha mostrado incapaz de dar pie a un desarrollo equitativo y autosostenido.
Sobre lo que no hay consenso es respecto a qué tipo de insuficiencias estructurales padece la economía nacional, y por tanto, tampoco hay consenso sobre cómo resolverlas. Mientras que la izquierda y las fuerzas progresistas del país señalan como elementos centrales la excesiva dependencia de nuestra planta productiva respecto a insumos (materias primas, maquinaria, bienes intermedios) importados y las deformaciones en los patrones de producción, que perpetúan y retroalimentan la mala distribución del ingreso, la visión que prevalece en los grupos dominantes considera como esencial la falta de competitividad de los productos mexicanos frente al extranjero. Mientras que para los primeros se impone una racionalización de la economía que atienda a las prioridades nacionales, para los segundos la racionalización se logra atendiendo de manera más cabal a las fuerzas del mercado.
De esa manera, al darse en el presente régimen una notoria hegemonía de los grupos más conservadores, se instrumentan políticas económicas que tienden a privilegiar el mercado. Esto es particularmente grave en el caso de las relaciones económicas de México con el exterior, crítico punto débil de nuestra economía, ya que con ello se apunta, más allá de discutibles "buenas intenciones", a una nueva integración de México a la división internacional del trabajo, en función de las necesidades de recomposición económica del imperialismo.

De la crisis a la maquilización 
El capitalismo, según la teoría marxista, avanza de manera cíclica, con periodos de auge, de altas tasas de crecimiento e inversión, en los que se van desarrollando diversas contradicciones, expresadas principalmente en el conflicto entre seguir expandiendo la producción y las crecientes dificultades para obtener ganancias adecuadas de la misma. De ahí se generan las crisis que, según Marx, "son siempre soluciones violentas, puramente momentáneas, de las contradicciones existentes, erupciones violentas que restablecen pasajeramente el equilibrio roto" (subrayado mío).  Las crisis en el capitalisnmo son fundamentalmente restructuraciones, metamorfosis que sientan las bases para nuevos periodos de auge. Son cambios de fondo que atraviesan también las relaciones económicas entre los distintos países.
Vivimos una etapa de crisis económica internacional; tenemos entonces que entender, cuando analizamos las relaciones de nuestro país con el exterior, qué nuevo tipo de división internacional del trabajo es la que el capital trata de imponer. Para ello es útil analizar brevemente cuáles fueron las bases (hoy en crisis) del auge internacional que vivió el capitalismo de la segunda posguerra hasta finales de los años sesenta. Veamos:
En ese periodo se dieron cambios importantes respecto al pasado en la forma de producir: Estados Unidos logró exportar al resto del mundo sus condiciones de producción: fábricas más grandes, en promedio, que las que prevalecían, producción en serie de artículos para consumo masivo, introducción del neofordismo, cambios en la cualificación de los trabajadores. También hubo cambios importantes en el tipo de productos: la producción se centró en los sectores fabricantes de bienes de consumo duradero, capitaneados por la industria del automóvil. Hubo cambios en la reorganización global del sistema económico: las empresas transnacionales, prevalentemente norteamericanas, sirvieron como articuladores del sistema, como homogeneizadoras de la producción. Hubo fuertes inversiones de capital excedente, que se dirigieron a potenciar mercados internos de países con posibilidad de desarrollarlos (o rehacerlos) y crear un sistema cristalizado de relaciones económicas internacionales.
Este auge tuvo como premisa y consecuencia una importante derrota histórica del movimiento obrero, especialmente en Europa Occidental. Premisa, porque era indispensable quebrar antes la resistencia de los trabajadores, sobre todo respecto a la organización de la producción. Consecuencia, porque la burguesía fue capaz, a fin de cuentas, de dar una respuesta de producción y crecimiento, de consolidar -gracias a esa respuesta- bloques de orden conservador en la mayor parte de los países del mundo capitalista.
Parece evidente que el tipo de desarrollo de México respondió a las necesidades requeridas por la reorganización del capitalismo internacional. Otro tanto puede decirse, aunque con ello no queremos indicar una relación causa-efecto, respecto a la política interna, especialmente la laboral.
En la actualidad el esquema que dio vida al auge ya no está en funciones. La hegemonía incontestada de Estados Unidos ahora ya no lo es tanto. Los mecanismos financieros y las políticas "keynesianas" están en crisis. La amenaza de sobreproducción que pendía sobre la economía mundial ya se concretó. Y ahora se presentan nuevos cambios, se prevé un reacomodo de la escena internacional: la crisis como restructuración.
Los elementos centrales de esta nueva restructuración se pueden rastrear principalmente en el desarrollo desigual de las ramas productivas y en la tendencia a dividir internacionalmente las fases de la producción.
Así, mientras las industrias "viejas" (siderurgia, carbón, textiles tradicionales, automóviles, electrodomésticos) sufren un estancamiento en productividad y producción, industrias nuevas (química, fíbras sintéticas, electrónica, informática) registran tasas aceleradas de crecimiento y diversificación: son las industrias llamadas a ser las líderes en el auge que se prepara.
Paralelamente está cambiando la organización internacional de la producción: si en el periodo anterior el capital de los países desarrollados se enviaba al extranjero fundamentalmente para producir mercancías que servían a la demanda final de los países que recibían ese capital, actualmente la tendencia es a exportar fases de la producción (en muchos casos, fases intermedias intensivas en mano de obra) de mercancías destinadas prevalentemente al mercado de los países que exportan ese capital. Se desarrolla, pues, un proceso general de maquilización de la planta productiva de los países subdesarrollados.

Economía disgregada, trabajadores desarticulados
Así las cosas, la maquila debe entenderse como una fase de un proceso productivo internacional, realizado principalmente (y controlado) en el extranjero. Y en la medida en que se privilegia, como una supuesta forma de industrialización, se privilegiará una creciente integración subordinada a la economía (y a las decisiones de política económica) del extranjero.
La disgregación de distintas fases productivas en diferentes países implica un ataque patronal contra los trabajadores: los desarticula, los desorganiza. Y esto se vuelve más importante en la medida en que el problema del control obrero adquiere un carácter central en la lucha de clases. La desarticulación del proceso productivo desarticula también al obrero colectivo, único capaz de presentarse como alternativa de dirección a la patronal.
Hay otros elementos políticos, de clase, en las transformaciones de la estructura económica mundial. Por una parte, se da un recambio en la propia clase obrera realmente existente. Estos cambios tienden a ser de signo diverso: mientras que nuevas generaciones de técnicos especializados y trabajadores intelectuales ingresan al mercado de trabajo en los países desarrollados, en los que se integran de manera subordinada se da un proceso de descalificación de la fuerza de trabajo, con su consiguiente abaratamiento relativo. En el caso de la relación México-Estados Unidos, junto con la exportación de las fases de producción, se exportan también las relaciones laborales "norteamericanas" para la parte más desprotegida del proletariado estadunidense.
La actual política del gobierno mexicano, sobrestimando tal vez el problema de la escasez de divisas y el papel aportador de divisas de la industria maquiladora, lleva a profundizar en intensidad y en extensión la penetración internacional en este rubro. Al apostar por la maquila, está apostando a que una parte de creciente importancia dentro de la industria del país depende de los vaivenes de la economía norteamericana; está apostando a una aportación de divisas que se revierte negativamente en los referente al uso de las mismas (fuera de los magros salarios, bien poco de lo invertido se queda en el país); está apostando a una mayor inseguridad en la inversión (en tanto las plantas maquiladoras son fácilmente desmantelables), que quedaría sujeta a chantajes políticos; está apostando contra los niveles de vida y contra la organización de la clase obrera mexicana; está apostando a favor de una nueva cristalización, claramente desfavorable a México, de las relaciones con Estados Unidos. Está apostando, en fin, en contra de la nación.
Queda además una duda: si se finca -así sea parcialmente- el desarrollo industrial en las maquiladoras, ¿cómo se podrá, en el futuro, hacer frente a los procesos productivos que se desarrollarán luego de la previsible recuperación en los países desarrollados? ¿Qué sucede si la maquila se revela como una organización del capital del periodo de transición? Con la lógica que hasta la fecha se ha seguido en política económica, la única respuesta para evitar un colapso sería una ulterior reducción de los salarios, a través de medidas cambiarias y del deterioro del nivel de vida de los trabajadores. Si así fuera, se demostraría que, a diferencia de lo ocurrido en la posguerra, la burguesía no puede dar respuestas reales de producción a esta crisis particular, en nuestro país.
Podemos señalar algunas conclusiones: la primera, evidente, es que si bien la maquila no se puede eliminar de la estructura económica de México, de ninguna manera se debe alentar la constitución de México como país maquilador, si se desea que prevalezcan la soberanía nacional y la independencia económica. Ante esto es necesaria una alternativa general y estructurada.
La segunda se refiere al imperativo, para un mejor éxito, de una mayor coordinación de las luchas entre los trabajadores de uno y otro lado de la frontera. La creciente internacionalización del capital llama a una coordinación internacional de varios aspectos de la lucha de clases. Para ello es necesario que los trabajadores de las maquilas puedan darse las organizaciones sociales necesarias para enfrentar al patrón transnacional y que se realice una labor de educación sobre todo lo que significa vivir en un mundo internacionalizado. Creo que más temprano que tarde los trabajadores mexicanos tomarán el ejemplo internacionalista del SUTIN y sus relaciones con sindicatos hermanos de Estados Unidos.






miércoles, febrero 13, 2013

Biopics: En el diván I



La muerte

En octubre de 1983 terminé en el diván del psicoanalista. El suceso que dio pie a ello fue una desventura ocurrida la madrugada del 19 de septiembre de ese año, en Mazatlán, adonde había ido a dar un curso de dos semanas. Tal vez los detalles vayan saliendo después, el caso es esa noche que vi a la muerte de frente -tenía el rostro de una enfermera gringa desquiciada-, pero desoí advertencias en mi consciente, en mi subconsciente y hasta en mi pensamiento mágico y –diría mi analista- fui “al cadalso como un corderito”, pero reaccioné a tiempo y me salvé.
Mi analista se llamaba Juan Diego Castillo (“la mocha es mi madre”, decía, cuando yo me burlaba de su nombre) y duré con él poco más de dos años, antes de que se fuera a vivir a Guadalajara. Era de la escuela freudiana clásica, lo que significa que nos echábamos tres sesiones a la semana, yo hablaba un chingo y él nada más tomaba apuntes, hacía una que otra acotación y lanzaba una que otra provocación para que yo “hiciera el trabajo”. De su estudio recuerdo que tenía un tejido huichol en la pared, que olía a tabaco, porque él fumaba mucho y que era acogedor. Lo bueno es que cobraba según ingresos, y los míos no eran altos.
El primer tema que tratamos –no es que él eligiera el orden o que lo hubiera; resultó que yo fui muy ordenado a la hora del análisis- fue el de la muerte.
(Caminaba yo con la gringa loca en el malecón mazatleco, se nos cruzó un lumpen travestí, con enormes ojeras negras. Tarareé para mis adentros una canción folklórica inglesa: “My name is Death, cannot you see? All life must come to me”).
Sobre la muerte hubo un intercambio intelectual interesante. Mi visión estaba teñida de Hegel, con su concepto del amo –que elige la vida, y por lo tanto, la muerte- y el esclavo –que elige no morir y, por lo tanto, no vivir-; la de él iba por el lado de la pulsión de las masas y la compulsión de la repetición (y también, un poco, por el lado del Gran Falo como expresión de lo vital).
De alguna forma, aquello devino en una defensa de mi parte. Quería verme como un tipo muy vital, muy revolucionario, muy liberado de la mediocridad del esclavo, pero a cada rato mi visión chocaba con mis ceremonias, mis deseos de aceptación, mi obediencia a las reglas, mi vida cada vez más rutinaria.
Por lo tanto, también había una tensión constante –algo que yo buscaba- entre quienes me empujaban hacia la norma y mis deseos de romperla. La norma era la obediencia, la muerte-en-vida, la aceptación del estado de las cosas. Y era algo que yo buscaba… para rebelarme o también para ser absorbido, engullido, desarmado… aceptado.
Juan Diego hizo varias veces referencia a “la frontera”, el estar entre el ser y el no-ser, entre estar vivo y estar muerto, entre el yin y el yang, entre la agresión y la huida. Me hizo cuestionarme, lo digo en palabras mías, si era yo un esclavo rebelde (que quería ser esclavo para poder ser rebelde) o un amo reticente (que habiendo logrado su independencia y libertad, no se decidía a vivirla), o si mi vida era oscilar precisamente en esa frontera.

Supongo que fue en esos días que compré un libro que me impactó mucho: Eros y Tanatos, de Norman O. Brown, que tiene un título mucho más claro en inglés, Life Against Death. Me pareció doblemente interesante porque, además de tocar el tema que más me interesaba por esos días, tenía varios capítulos sobre religión, economía y política, por lo que me permitió entender, con un ángulo diferente al del economista tradicional, algunos aspectos fundamentales de la formación ideológica del capitalismo y algunas diferencias básicas entre las naciones católicas y las protestantes. Fue el primero de varios libros de psicología que compré, para desesperación de Patricia, supongo que rápidamente arrepentida por haberme sugerido ir al analista.
Comparto la conclusión principal del libro de Brown. Eros y Tanatos se enfrentan, pero se necesitan, son parte de la armonía de la existencia. Negar la muerte nos esclaviza y nos vuelve agresivos, pero nos enseñan a luchar contra ella, a decirle que no. Aceptarla –que no es abrazarla- nos libera.  
Y por esos meses fue la primera vez que vi Blade Runner, una de las películas que más me han marcado. Fui solo, a la Cineteca, una vez que Patricia andaba con el niño por Sonora. Mi amigo Rafael Rangel me dijo que la robota estaba muy guapa. Pero por supuesto, Blade Runner es mucho mucho más que eso. En las semanas siguientes a la película escribí el grupo de poemas de ¿Sueñan en el Amor Eléctrico los Androides?, que quizá revele mucho acerca de mis sensaciones en ese año. Cuando por fin terminé de escribirlos, vomité copiosamente.
El drama ontológico de Blade Runner se puede resumir en la frase que escogió la revista Quindi, donde colaboraba mi amigo Claudio Francia, en un artículo sobre el filme: "Somos estúpidos: moriremos". 

martes, febrero 12, 2013

Un Papa en el desierto




El mundo ha tomado con sorpresa el anuncio de la renuncia al papado de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. No podía ser de otra manera: es algo que no sucedía desde hace seis siglos. Más allá de las causas más profundas de su decisión, es momento de hacer un breve análisis de este pontificado, que el mismo Ratzinger calificó, desde el inicio, como de transición.

Ratzinger fue escogido como sucesor de San Pedro como parte del impulso conservador en la Iglesia Católica, que tuvo como figura principal a Karol Woytila y que había frenado los procesos modernizadores de cambio de los tres anteriores papas: Roncalli, Montini y Luciani, conocidos como Juan XXIII, Paulo VI y Juan Pablo I.

Benedicto XVI, aunque compartía el carácter antiprogresista, siempre ha sido una figura muy diferente a la de su antecesor. Juan Pablo II. El papado de Woytila se nutrió de una esencia directamente política –en contra del comunismo y de todo lo que se pareciera vagamente a él- de la proliferación de movimientos carismáticos dentro de la Iglesia y del propio carisma personal de Juan Pablo II. El de Ratzinger, ha sido fundamentalmente de reevaluación del papel de la iglesia en la sociedad moderna, de búsqueda de la estabilidad y de obligada limpia de muchas de las cosas sucias que proliferaron en el Vaticano en años anteriores.

Woytila hacía espectáculo y política de masas; Ratzinger escribió reflexiones. Juan Pablo dejó hacer (tal vez siguiendo la máxima de “todo modo para buscar la voluntad divina”) y estuvo rodeado de un halo popular que permitía la opacidad; Benedicto tuvo que realizar el control de daños.

¿Qué trascenderá de este papado? Tal vez al Papa saliente le gustaría que fueran sus encíclicas sobre el amor como creación divina o sobre la esperanza de un tiempo sin tiempo o sus críticas a los valores materialistas y sus efectos nocivos en la sociedad, como lo sucedido tras la crisis derivada de la especulación financiera. O cuando menos que se le recordara por sus dogmas de la inexistencia del limbo (que dio pasaporte al cielo a los justos que no conocieron la religión católica), la existencia física del infierno o las precisiones sobre la infancia de Jesús (borriquitos del nacimiento excluidos).  Es difícil que así sea.

Lo que ha marcado el pontificado de Ratzinger han sido los escándalos, principalmente el de la proliferación de denuncias de pederastia contra centenares de sacerdotes y no pocos miembros de la jerarquía. Los abusos no son nuevos –de hecho, el primero que está registrado fue en el siglo IV, y las denuncias actuales cubren más de la mitad del siglo XX-; lo novedoso fue que lograran salir a la luz, que destruyeran reputaciones cuidadosamente construidas (como la de Marcial Maciel y sus Legionarios de Cristo), que en algunos casos hubiera castigo y que la Iglesia hiciera acto de contrición respecto al comportamiento de muchos de sus pastores.

El control de daños fue insuficiente. En parte, porque fue precedido de una malhadada campaña en la que el Vaticano se decía víctima, cuando de la Iglesia provenían los victimarios. En parte, porque la opinión pública se fijó más en la suciedad que había salido a la luz que en el acto mínimo de limpieza que permitía verla. Con Woytila, las denuncias pudieron esconderse debajo de la alfombra. Con Ratzinger, tuvieron que ser abordadas con otra actitud.

Otro problema que tuvo que enfrentar Benedicto XVI fue la corrupción dentro del Vaticano, que derivó en el cese del director del Banco Vaticano por “irregularidades en su gestión”, incluidas denuncias de lavado de dinero y violación de normas financieras. Lo mismo que criticaba Ratzinger en su encíclica Caritas et Veritate, lo realizaba la banca vaticana, interesada exclusivamente en el bienestar material de una Iglesia de por sí riquísima.

Al escándalo de la banca vaticana siguió, de inmediato, el de la revelación de los “secretos del Papa” a través de una filtración a los medios realizada ni más ni menos que por el mayordomo de Ratzinger. Más allá de los efectos reales de las filtraciones, que no fueron muchos, quedó claro que los peores vicios del mundo laico se repetían, a menudo agigantados, en el de la jerarquía católica.

Esta percepción le costó a Ratzinger no cumplir con su propósito de evitar la reducción relativa de fieles en la Iglesia católica. La Ciudad del Vaticano, convertida en tiempos de Woytila en centro turístico religioso, sigue funcionando muy bien en ese sentido. La burocracia sigue fuerte. Los fieles se cuentan en cientos de millones. Pero la crisis de vocación sacerdotal se acentúa y la influencia política y social de la Iglesia va a la baja. Las homilías del Papa sonaban cada vez más a gritos en el desierto.

No sabemos qué papel jugaron estos elementos –u otros que desconocemos- junto con el deterioro en la salud, en la valiente decisión del Pontífice. El hecho es que nublarán su legado de estabilidad, de punto final al “dejar hacer” y de vuelta a las ideas dentro de la Iglesia.

En marzo habrá una sucesión interesante. Sería ingenuo suponer que Ratzinger no tendrá influencia en la elección del próximo Papa (así como ingenuo, y muy mexicano, suponer un mero dedazo). Lo cierto es que será un cónclave conservador, con un cardenalato hecho a imagen y semejanza de los dos últimos papas. Y a pesar de que los momios hablan ahora de un pontífice africano, lo probable es que, también a la hora de definir el humo blanco, el resultado sea tradicional, y regrese un papa italiano, de esos que hacen política, mucha política. A ver si es política moderna.