miércoles, enero 14, 2015

Charlie Hebdo y los relativistas




El abominable ataque terrorista contra la revista satírica Charlie Hebdo ha traído, además de una ola mundial de solidaridad, la presencia de los campeones del relativismo, quienes, luego de condenar de dientes para afuera el atentado, se ponen a pontificar acerca del colonialismo y las maldades del Occidente explotador. Otros hacen hincapié en el mal gusto de las caricaturas, a las que califican de islamófobas y racistas.

Es particularmente interesante que estos relativistas se hayan tapado convenientemente los ojos ante dos evidencias. Una tiene que ver con la tradición de la caricatura francesa y de la sociedad que inventó el Estado laico. La otra, con los móviles de los criminales.

Para lo primero, hay que empezar diciendo que Charlie Hebdo es una revista de la izquierda radical post-68. Se lanza con igual fiereza contra todas las religiones, porque es militantemente atea. Burlarse de una religión no equivale, en el mundo laico, a burlarse de una raza. Otro de sus blancos principales ha sido el partido de la ultraderecha, el Frente Nacional (cuya dirigencia fue vetada en la marcha del domingo). Ha hecho campaña a favor de los inmigrantes, en contra del bombardeo israelí en Gaza, en contra de la corrupción de políticos. También, en sus inicios, fue pionera de la liberación sexual (y ahora resulta que Wolinski, uno de los caricaturistas asesinados, autor de la famosa saga de Paulette, era “misógino” según los campeones de la corrección política).

En México y en otros lados, el estilo del humor de muchos de los trabajos de Charlie Hebdo nos resulta chocante. Pero no lo es en la tradición francesa de caricatura dura, un poco gore, directa y al plexo solar. Y tampoco, en una tradición centenaria de separación neta entre Iglesia y Estado. En el entorno de su sociedad, plural, multicultural y laica, el semanario satírico no se pasaba de la raya.

Los terroristas escogieron como blanco una publicación que lo satirizaba todo, pero que defendía los derechos de las comunidades marginalizadas por el desarrollo excluyente y de las minorías de todo tipo. Prefirieron ese objetivo que, por ejemplo, la sede del Frente Nacional o las de alguna de las múltiples organizaciones racistas, contrarias a la inmigración y de plano islamófobas que existen en Francia. Los campeones del relativismo deberían preguntarse por qué.

La respuesta es que para estos fanáticos el pleito no es entre colonizadores y colonizados, entre explotadores y explotados o, ni siquiera, entre Occidente y Medio Oriente. Es un asunto entre creyentes e infieles. Es una guerra santa.

En ese sentido, nada más lejano para estos locos que los movimientos de liberación anticoloniales en los países árabes. Estos movimientos eran seculares y buscaban crear Estados modernos, independientes, con valores propios, pero de ninguna manera se planteaban un retorno a la teocracia y al fanatismo.

Hay que recordar, asimismo, que el blanco principal de los terroristas islámicos no ha sido Occidente, sino la población musulmana moderna. En Pakistán, Afganistán, Nigeria, Siria e Irak la masacre ha sido y es muy superior.

Igualmente, la población musulmana pacífica y relativamente integrada en Europa es vista por los yihadistas que predican el salafismo radical más como un enemigo que como una comunidad a radicalizar. Es gente que lleva tres generaciones en Occidente y que, si bien mantiene su religión, ha vivido un proceso de secularización, apenas detenido en los últimos años. La búsqueda de secuaces no es generalizada, sino que apunta sólo a los más frustrados, a los huérfanos de ideas.

Por eso mismo, la ultraderecha racista y xenófoba es útil para los extremistas: es la única capaz de aventar, a través de la discriminación y la marginalización, nuevas hornadas de voluntarios a las aventuras teocráticas milenaristas.

Hemos señalado anteriormente que el principal choque de civilizaciones es “entre civilizaciones islámicas: entre quienes se plantean la creación de Estados modernos y funcionales que conviven con naciones que no son islamistas y quienes piensan en regresos milenarios, en el califato, en la imposición de sus normas por la fuerza y el terror, y juegan a ser los bárbaros en el asedio de Roma”.

En ese sentido no debe cabernos duda alguna: los terroristas que atacaron Charlie Hebdo obedecen a las fuerzas del retroceso. Su dicotomía verdadera es entre democracia y teocracia. Su intención, ir aplastando poco a poco los valores democráticos, sembrar el miedo para dirigir al mundo entero a una guerra santa. Es una agenda político-religiosa. Nada qué ver con liberaciones tercermundistas, como imaginan algunos idiotas.

Por ello, hay tres malas reacciones posibles ante los atentados. La peor es la reducción de libertades, con el pretexto de la seguridad. Junto con ella, la islamofobia, que implica poner a todos los musulmanes en la misma canasta y, con ello, darle armas ideológicas a los extremistas. La tercera, jugar a las culpas de Occidente –o de Charlie Hebdo, en este caso particular-, para intentar apaciguar a los fanáticos (que de todos modos calificarán de hipócritas a los apaciguadores).

La respuesta correcta, a mi entender, es mantener sin reservas los valores de libertad, igualdad y fraternidad, y poner más énfasis en los dos últimos, porque son las mejores armas para poner coto a la furia fundamentalista. Y recordarles que están destinados a perder su guerra particular.

miércoles, enero 07, 2015

El Capital en el Siglo XXI: algunas reflexiones




 
El fenómeno Piketty
En días recientes, hemos asistido a un fenómeno inédito en México: la presentación de un economista como si fuera una estrella de rock. Así sucedió con Thomas Piketty, el autor de El Capital en el Siglo XXI, libro cuya versión en español acaba de editar el Fondo de Cultura Económica.

¿A qué se debe el inusitado éxito de Piketty, que pasaba de la firma de libros a la televisión, a una gira relámpago por universidades, al Senado? A que trae, en la que Mencken describió como “la ciencia lúgubre” (la economía), el equivalente a nuevas de gran gozo (como dirían los bíblicos).

Me remito a un artículo mío de hace dos años y medio, agosto de 2012, en ocasión del centenario del notable economista Milton Friedman:

 “…Al cabo de pocos años, las políticas inspiradas en Friedman se fueron generalizando (él mismo fue importante asesor de Reagan), y dieron como resultado una época de crecimiento económico relativo y una brecha creciente entre los más ricos y el resto de la sociedad. También significaron un alto a la movilidad social que había caracterizado a decenas de países desde la posguerra: se ha hecho más difícil destacar viniendo desde abajo.”

“La crisis de 2008, proveniente precisamente de mercados financieros que envían señales falsas y se llevan entre las patas a la economía real, ha sido una fuerte llamada de atención al monetarismo. La demanda de activos financieros está dominada por la especulación, no por el intercambio. Las recetas de política monetaria y astringencia fiscal están dificultando la recuperación y exasperan a la población, poco dispuesta a sacrificar su nivel de vida. El paradigma friedmaniano –o, más exactamente, el de quienes aplicaron selectivamente algunos de sus puntos de vista- se encuentra, francamente, en crisis.”

“Lo que no está a la vista –o, cuando menos, yo lo desconozco- es un economista, o una escuela de pensamiento, capaz de pensar por fuera del círculo y hacer una crítica propositiva a las ideas hegemónicas, tal y como Friedman –de manera audaz- lo hizo al pseudokeynesianismo en boga, hace ya medio siglo.”
Thomas Piketty aspira a ser ese economista y a crear esa escuela. Todos quienes, por una razón u otra, hemos sido críticos de la nueva ortodoxia económica, vemos en su trabajo un camino analítico con posibilidades de enfrentar las falsas certidumbres con las que se ha alimentado el debate en la materia en las últimas décadas.

Creo, sin embargo, que es un camino que apenas empieza y que el debate será complicado; en primer lugar, porque a estas alturas las escuelas económicas suelen hablar en lenguajes distintos y en segundo, pero tal vez más importante, porque el debate estará inevitablemente preñado de cuestiones políticas.

A diferencia de los nuevos ortodoxos, Piketty abreva de las raíces de la economía política y se hace las preguntas relevantes que se hicieron Malthus, Ricardo y Marx: las que tienen que ver con la producción y la distribución, mucho más de las que tienen que ver con el funcionamiento, presuntamente automático, de los mercados (por no hablar de la teoría de juegos).

También a diferencia de ellos, Piketty no se engaña sobre el carácter de la economía como una ciencia social. Está mucho más emparentada con la historia y la sociología que con la ingeniería o la física. Sus “leyes de hierro” son, si acaso, tautologías. Tiene muchas variables medibles, pero aún su medición es una construcción social, influenciada por el momento histórico (como lo muestra cuando explica que hasta el siglo XIX la obsesión era medir la riqueza acumulada, el acervo, y desde el siglo XX ha sido medir los ingresos anuales, el flujo).

Finalmente, el autor francés muy a propósito no descarga en el libro una tonelada de complejas fórmulas matemáticas, sino unas cuantas igualdades bastante comprensibles para los legos. Trabaja con un cúmulo impresionante de datos, procesados exhaustivamente, pero prefiere manejarse en cantidades aproximadas, en grandes números. Todo esto sirve para deshacerse del fetiche matemático que ha dominado, de unas décadas a la fecha, la ciencia económica y que ha servido, en primer lugar, para crear un lenguaje que separe a los sacerdotes de la economía de su feligresía. Igualito que el latín.

En otras palabras, Piketty se sale del círculo y se pone a pensar y a elaborar afuera de él.

La tesis fundamental del libro es ya bastante conocida: la época de crecimiento económico socialmente incluyente, que caracterizó al mundo durante buena parte del siglo XX, es la excepción y no la regla. En el siglo XXI, y particularmente en las naciones ricas, estamos en una situación en la que el crecimiento del producto es y será inferior a la tasa de retorno del capital (ganancias, rentas, intereses, etcétera), lo que se traducirá en un incremento de la parte que le toca al capital en el pastel distributivo: en más desigualdad, que a su vez traerá severos desequilibrios sociales y crisis económicas recurrentes, cuyas salidas pueden ser falsas. En otras palabras, que la desigualdad amenaza la democracia y que, por lo tanto, es necesaria la intervención pública –sobre todo fiscal- para disminuir esta desigualdad y preservar las democracias.

Más adelante regresaremos sobre distintos aspectos e implicaciones del libro de Piketty. Baste por ahora señalar  que el fenómeno de su popularidad no es casual. Keynes se puso de moda cuando la Gran Depresión demostró que los mercados podían llegar a un equilibrio con elevado desempleo y producción a la baja; Friedman se puso de moda cuando la crisis fiscal de los Estados y la inflación creciente pusieron en la picota los conceptos keynesianos aplicados por los gobiernos. Ahora la gran preocupación mundial es el bajo crecimiento con desempleo y la creciente brecha entre ricos y pobres, que ha generado todo tipo de populismos y nacionalismos peligrosos. Falta por ver si Piketty es capaz de llenar esos zapatos. Sobre eso también comentaremos.


El triste regreso a la Belle Epoque

Piketty dice que la época de crecimiento económico socialmente incluyente, que caracterizó al mundo durante buena parte del siglo XX, es la excepción y no la regla. De los albores del capitalismo hasta 1910, así como desde 1980 a la fecha, la tendencia ha sido la de una desigualdad creciente. El  Siglo XX –y más particularmente el “siglo corto” de Hobsbawn-  marcó una serie de cambios que no provienen de la lógica de mercado y que permitieron que las economías crecieran, al tiempo que la distribución del ingreso mejorara.

Esos cambios son descritos por Piketty como shocks externos. Los más evidentes, entre ellos, son precisamente las dos guerras mundiales, que implicaron una severa destrucción del capital existente, particularmente en las naciones más desarrolladas. Otro, ligado al primer gran conflicto bélico, fue la instauración de impuestos progresivos sobre el ingreso. Un tercero, que se llevó a cabo con más fuerza en algunos países que en otros, fue la inflación elevada, que tuvo efectos disruptivos en la acumulación de capital y –sobre todo- en la disminución de la deuda pública. Un cuarto, de no menor importancia, fue la necesidad política de contrarrestar la influencia y la propaganda socialista con respuestas redistributivas.

En la actualidad, ninguno de esos shocks, o algo parecido, están a la vuelta de la esquina.

En ese periodo anómalo del Siglo XX, y más notablemente en la inmediata segunda posguerra, la proporción de la riqueza acumulada respecto al ingreso fue mucho menor que en otros tiempos. También fue notablemente menor el peso relativo del capital privado respecto al producto total, y el del capital respecto al trabajo. Fueron años en los que el crecimiento del producto fue superior a la tasa de retorno del capital (ganancias, rentas, intereses, etcétera), impulsado por la necesidad de reponer el capital destruido, por la competencia con el área socialista y por el intervencionismo de Estado.

Esta situación ha sido recompuesta en la actualidad. Piketty señala, con datos, que, en contra de la percepción común, el capital público es casi igual a cero, o incluso negativo (la deuda pública es casi tan grande o superior a los activos en poder del Estado). Esto significa que prácticamente todo el capital es privado. Y la proporción entre capital total e ingresos crece cada año: en otras palabras, al ritmo que vamos, estaremos de nuevo en la belle epoque anterior a la I Guerra Mundial (y a la Revolución Mexicana), al menos en lo referente a la distribución del ingreso entre capital y trabajo. Habrán cambiado las tecnologías, habrá disminuido sensiblemente el efecto colonial (los datos sobre transferencia neta de recursos nos dicen que los conceptos tradicionales del imperialismo corresponden a lo que existía hace un siglo), pero se habrán recompuesto otras relaciones sociales.

En términos sociológicos, eso quiere decir que el proceso secular en el que se crearon poderosas clases medias en distintas naciones está siendo paulatinamente revertido. No es cosa menor.

En el caso mexicano, que el autor francés no aborda (entre otras cosas, por falta de información completa y sustentada), podemos señalar, con claridad, que los procesos paralelos de cambio de la distribución capital-trabajo y cambio en la composición entre capital privado y capital público, tuvieron dos momentos distintos.

Durante el gobierno de Miguel de la Madrid se dio el primer proceso. Las políticas de ajuste propiciaron una compresión notable de los salarios, que no fue determinada por los mercados laborales, sino directamente, por una decisión política. El elemento que permitió este severo cambio distributivo fue la inflación, que alcanzó cotas altísimas en aquel sexenio.

Adicionalmente, en tiempos de MMH, el servicio de la deuda externa implicó una constante transferencia al exterior, de aproximadamente 5 puntos porcentuales del PIB, del ingreso nacional.  Fueron años en los que, por la sujeción financiera, México se vio obligado a servir como colonia, en términos de transferencia de riqueza acumulable.

En la administración de Carlos Salinas de Gortari se dio la parte fuerte del otro proceso: el cambio en la composición entre capital privado y capital público. No podía haber sido de otra manera, porque el valor total del capital público ya había sido pulverizado, a través de la deuda externa, en el sexenio anterior.  De hecho en el sexenio de Salinas se da una recuperación, muy parcial, del salario promedio. 

El caso es que las condiciones, que empeoraron en las décadas siguientes, quedaron de tal forma que tenemos un mercado formal que produce pobres extremos (el salario mínimo no es suficiente como para comprar la canasta básica alimentaria). Por cierto, Piketty deja muy claro el papel del salario mínimo real en la distribución general del ingreso: no es determinante, pero para nada es menor. 

En su estudio, Piketty hace referencia a los notables cambios en la composición del capital a lo largo de los años. La preeminencia de la tierra arable a principios del Siglo XIX dio lugar a la importancia mayor del capital productivo en el XX y, cada vez más, de la propiedad urbana en el XXI.

A esto habría que agregar –y creo que es algo sobre lo que el economista francés debió bordar mucho más- el papel creciente del sector financiero, no tanto y no sólo en cantidad (hace siglos que la deuda pública soberana es un factor económico importante), sino sobre todo en calidad: sobre cómo los flujos financieros distorsionan la realidad de un capital sobrante o excesivo, respecto a sus posibilidades de realización.

Como ven, el tema sigue dando para más.  



La opacidad mexicana
Cuando uno se pone a leer El Capital en el Siglo XXI,  por muy universal que se sienta, no puede sustraerse a la tentación de analizar qué tanto se aplican los postulados, el análisis y las conclusiones del autor al país de uno. En este caso, México.

Resulta un ejercicio interesante, más que por lo que pueda decir Piketty —que sobre las naciones emergentes es muy poco—, por lo que vemos que no pueden decir las estadísticas mexicanas.

En México, la distribución del ingreso se mide a través de la Encuesta Nacional de Ingreso-Gasto de los Hogares (ENIGH), que realiza el INEGI, al dar seguimiento aproximadamente a 9 mil familias. Según los datos de la misma, México lleva dos décadas en las que la desigualdad ha disminuido, pero aun así el 10 por ciento de los hogares más ricos obtiene el 35 por ciento de los ingresos totales, mientras que el 50 por ciento más pobre obtiene, en conjunto, apenas el 17 por ciento.

Pero viendo los datos más de cerca y conociendo un poco la realidad del país, aparece una obviedad: hay una subdeclaración generalizada, que se hace más evidente en el 10 por ciento más rico (que no gana, en promedio, 44 mil pesos al mes, sino mucho más: los 44 mil son, probablemente, el límite inferior del decil).

De hecho, desde los lejanos años sesenta ha habido estudios para intentar corregir esta situación de subregistro (la pionera fue la maestra Ifigenia Martínez), pero en ninguno se explican con claridad los métodos y en todos ellos se asume que los cinco o seis deciles más pobres no mienten sobre su ingreso. Mi experiencia como encuestador es que en todos los niveles de ingreso hay subdeclaración, y esa es una de las razones por las que la mayor parte de los encuestadores hace rato dejaron de utilizar indicadores económicos de ingreso y se van, si acaso, hacia otros factores (zona, posesión o no de automóvil, aparatos electrodomésticos, número de focos en el hogar, etc).

En otras palabras, la ENIGH tiene datos que tal vez puedan servir —si no hay cambios fuertes en la metodología— para un análisis dinámico de la distribución del ingreso, pero no para explicarla en un determinado momento. No es un problema particular de México, sino mundial. Por eso Piketty prefiere trabajar con los datos de las declaraciones de impuestos.

Si comparáramos los datos de la ENIGH con los que Piketty maneja para las naciones más ricas, encontraríamos que la distribución del ingreso en México es similar a la de Europa en 2010 (con la salvedad de que aquí el 50 por ciento más pobre está en México peor no sólo en términos absolutos, sino relativos). La evidencia empírica nos dice que no es así, que nuestra distribución del ingreso se parece mucho más a la de Estados Unidos, donde el 10 por ciento más rico tiene el 50 por ciento de los ingresos (y donde los resultados de las encuestas ingreso-gasto son más parecidos a los nuestros).

Pero, ¿podría un investigador mexicano trabajar exhaustivamente con los datos de las declaraciones de impuestos en México (aun a sabiendas de los niveles de evasión y elusión)? La respuesta es negativa, no hay acceso a ellas. Podemos saber, sí, que el decil más rico contribuye con 48.5 por ciento del total a la recaudación del ISR y de la seguridad social, al 32 por ciento del IVA y al 28 por ciento del IEPS, pero poco más.

Uno de los asuntos que con más insistencia toca Thomas Piketty en su libro es la necesidad de transparencia en la información financiera y fiscal, a nivel global, lo que nos permitiera tener una idea más clara de las desigualdades y, por lo tanto, elaborar políticas más efectivas para disminuirlas. En ese sentido, en México estamos aún más atrasados que en otros lados.

Otro de los temas que aborda el autor francés y que atañen muy directamente a México es el del papel de la educación pública, sobre todo universitaria, como balanza contra el proceso de desigualdad en acto. Aquí subraya que niveles impositivos en América Latina, siempre habrá insuficiencias para que el Estado cumpla con sus propósitos sociales: o paga de manera insuficiente a policías, MPs, maestros y enfermeras, o deja de ocupar vastas zonas, que se privatizan o quedan a la deriva. Como la educación es el principal fuerza de convergencia (es decir, el principal valladar en contra de la desigualdad) y es, además, la principal fuerza para el desarrollo, lo conducente sería propiciar su crecimiento incluyente, sobre todo en los niveles superiores —que son los que permiten mayor movilidad social—.
La creciente desigualdad en México en años recientes también se explica por la insuficiencia de inversión en educación superior acorde con la demanda: el boom de las universidades privadas, buenas y patito, ha contribuido a ello.

En otras palabras, el papel de redistribución de la educación superior no se mide con el índice de Gini, que es como suelen querer hacerlo los opositores a las universidades públicas.

Finalmente, en el libro a cada rato se subraya que es posible para las naciones que están un escalón abajo en la escala tecnológica, alcanzar a las otras en un proceso que les permite crecer por encima de la media. Para ello, es fundamental hacer inversiones en educación, ciencia y tecnología. Piketty cree que estas economías pueden crecer a una tasa superior a la de retorno del capital y, por lo tanto, volverse menos desiguales en el camino. Hice un cálculo para México: tendríamos que crecer a una tasa de 3.7 por ciento anual (poco más 2.5 por ciento per cápita). No suena descabellado.
 
 


Los límites de Piketty
Terminamos nuestro análisis de El Capital en el Siglo XXI con algunas dudas y comentarios críticos. Se trata, como hemos reiterado, de un libro que reanima la discusión económica sobre temas fundamentales, dejando atrás el onanismo matemático que había caracterizado a la disciplina en los últimos años.

Antes de leerla, pensaba que lo más debatible de la obra de Piketty iban a ser sus propuestas de política económica. Ya leídas, me parecen difíciles de realizar en la práctica, cercanas –en el corto plazo- a un sueño guajiro, pero para nada son descabelladas. Los problemas más fuertes son de otra índole.

El primero es la falta de distinción entre capital y riqueza. Hay una diferencia cualitativa: la riqueza se acumula; el capital se usa para hacer más capital. Hay un grupo de propiedades que son muy fácilmente identificables como capital: bodegas, maquinaria, vehículos para el transporte de mercancías, bonos, acciones derivados…; otras que pueden o no serlo: ahorros, bienes raíces, vehículos para transporte personal, etcétera.

Piketty se quita de líos y evade la distinción. Pero eso genera una serie de problemas. Por ejemplo, si vemos la evolución de la riqueza a lo largo de los últimos 150 años (la “metamorfosis” le llama el autor), encontramos un aumento del capital entendido en su sentido tradicional pero, más que eso, una caída notable en el valor de la propiedad agrícola y un aumento sustancial en el valor de las viviendas urbanas, que es más notable a partir del final de la II Guerra Mundial.

Al mismo tiempo, Piketty señala que durante el periodo se generó una amplia clase media propietaria –que, fundamentalmente es dueña de su casa, un auto, unos ahorritos- y que este es el elemento clave para entender por qué el Siglo XX no fue tan desigual en la distribución de ingreso y riqueza como en los siglos anteriores. Es el gran cambio social.

A mi entender, precisamente la metamorfosis es parte de la explicación: la tierra cultivable entonces estaba mucho peor distribuida que las casas y departamentos hoy; pero sobre todo la mayor parte de la tierra se usaba para producir otros ingresos, por vía de rentas o de producción y comercialización agropecuaria, y la mayor parte de las casas se usa para vivir en ellas (y Piketty se va por peteneras con la afirmación de que quien vive en casa propia se ahorra pagarle al casero, y que eso es como si tuviera una renta).

Además, meter todo el “capital” en la misma bolsa, impide hacer un análisis más a fondo sobre la relación entre capital productivo y capital financiero. Lo que estamos viviendo en estos días ha sido una plétora de capital financiero global que no encuentra acomodo en los sectores productivos y que va en pos del mayor rendimiento posible, con dificultades crecientes (lo que, a final de cuentas, podría reducir la tasa de retorno global del capital). No es asunto menor.

Mi impresión es que a Piketty con la concentración del capital le sucede algo parecido que a Keynes con la demanda de dinero. Al no poder describir con claridad la diferencia entre demanda de moneda por motivos transaccionales, precaucionales o especulativos, Keynes abrió un hueco por donde entraron los neoclásicos a reinterpretar su teoría (desnaturalizándola, dirán los keynesianos más ortodoxos). Algo similar le puede pasar a Piketty si no incorpora a su análisis una distinción que nos permita distribuir la riqueza según las motivaciones para detentarla: uso, precaución u obtención de ganancias (por renta, producción, especulación).

Un segundo problema es que el libro, que recoge la herencia de la economía clásica al abordar el tema toral del crecimiento y la distribución, dedica muy poco análisis al primer tema. Eso es particularmente grave si entendemos que una de las variables de la ecuación en la que se basa la obra es precisamente el crecimiento del PIB.

Piketty echa luz sobre el hecho de que las altas tasas de crecimiento económico del Siglo XX son atípicas y resultan, al menos parcialmente, de shocks relacionados con las guerras mundiales. Concluye que para el Siglo XXI la mayor parte de los países crecerán a tasas apenas superiores al 1 por ciento anual, resultado de la combinación de un cierto avance tecnológico y baja tasa de aumento de la población.

Parece una hipótesis razonable, pero parte simplemente de proyectar la situación actual en el tiempo. ¿De verdad los avances de la tecnología en el futuro no podrán hacer que la productividad crezca más rápido que a esa tasa? ¿De verdad cree que la época 1950-1970, en términos de difusión tecnológica es irrepetible? ¿O por qué no regresamos a las tasas ínfimas de crecimiento anteriores al XIX? Tenemos que quedarnos con un acto de fe. 

Aún más. Piketty explica que el alto crecimiento en la Europa de la segunda posguerra fue por “alcanzar” (catching up, en la traducción al inglés) los niveles de tecnología y productividad de Estados Unidos. Bien. ¿Entonces qué explica el alto crecimiento de EU en esos años, que estaba a la vanguardia?

Creo que la respuesta está en un ordenamiento mundial, el orden de Bretton Woods, que ayudaba a todos a generar un entorno de alto crecimiento tendiente al pleno empleo de los factores de la producción. Si eso es así, entonces la clave para un nuevo proceso de reactivación global está, entre otros, en rehacer el orden económico mundial, con instituciones ad hoc. Y eso es algo a lo que podrían contribuir algunas de las propuestas de política económica de Piketty, pero sin duda serían insuficientes.  

Hay otros problemitas en el trabajo del economista francés, pero no del tamaño de los que he señalado. Por ejemplo, no sabemos cuánto del aumento de la desigualdad por salarios, medida a partir de las declaraciones fiscales, deriva de una menor elusión, tras la baja de los tasas impositivas a los supersalarios a partir de los años ochenta. Así hay unos cuantos.

En resumen, la obra monumental de Piketty toca un asunto toral para la comprensión de la economía, y más en nuestros días. Cambia, para bien, el enfoque. Pero hay que entenderla como piedra de toque sobre la cual elaborar y construir, no como algo perfecto y acabado. El Capital en el Siglo XXI es un gran libro que genera paradigmas pero, respondiendo a la pregunta que hice en la primera entrega de esta serie, no pone –todavía- a Thomas Piketty en los zapatos de los más grandes.