viernes, noviembre 18, 2016

El fín de la democracia liberal




La elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos marca el fin de una era, porque pone en crisis severa a las democracias liberales. Hay muchos indicios de que estamos ante el advenimiento de una nueva ola de nacionalismo antidemócratico, a nivel mundial.

Desmenuzando algunos de los datos de las elecciones del martes, hay varias cosas que quedan claras. Una es que el perfil sociodemográfico de los votantes de Trump es muy parecido al de los del Brexit, con el agregado de que atraviesa transversalmente las clases sociales. Otra, que entre los votantes del magnate republicano, fueron más los que lo hicieron en contra de Hillary Clinton que a favor de Trump, porque ella representaba el stablishment. La tercera, que el principal ingrediente entre las razones que dan esos votantes, es que Trump representaba  el “cambio”.

Se entiende mejor ahora el por qué, durante el tercer debate de los candidatos, Trump haya insistido tantas veces en la larga experiencia de gobierno de la secretaria Clinton. Al grupo de la población más informado y menos inclinado al populismo, el ataque nos parecía tonto y la respuesta orgullosa de Hillary nos parecía lógica. A muchos electores en EU, la insistencia de Trump se traducía en algo más simple: “Ella es la representante de la clase política”. Y sabemos que es mayoritaria la percepción de que la clase política se aprovecha de la gente común.

Visto eso, ya no extraña tanto que los medios tradicionales hayan sido otros grandes derrotados en la jornada electoral del martes negro. Clinton contaba con el apoyo de más de 150 periódicos de su país, frente a sólo tres de Trump. Diarios que toda la vida habían llamado a votar por los republicanos, ahora no lo hicieron. Articulistas de toda la gama ideológica, salvo la ultraderecha, dieron sesudas y ponderadas razones por las que Trump era inelegible. No convencieron a suficientes personas. No tienen la influencia que presumen. Son otra parte del stablishment puesto en jaque.

La elección de Donald Trump no es, desgraciadamente, un rayo en cielo sereno. Desde hace algunos años el ambiente político de las naciones ricas está encapotado, con el ascenso de personalidades y de formaciones políticas de corte populista. Algunas son de izquierda; la mayoría, de derecha. En otros países menos desarrollados tienen lugar fenómenos semejantes.

Sería, por lo tanto, ingenuo imaginar que se trata de una suerte de excepcionalidad estadunidense. Es muy sencillo descartar a los votantes de Trump como estúpidos, ignorantes y racistas, lo cual puede ser cierto para la mayoría de ellos, pero no sirve de nada. Se trata de un fenómeno mundial en marcha.

En el mundo se ha hablado a menudo de la crisis de los partidos socialdemócratas tradicionales: del laborista británico al PSOE español o el Pasok griego, pasando por el más importante de todos ellos: el SPD alemán. Su pecado, no haber podido dar una respuesta satisfactoria a los problemas actuales del lento crecimiento económico y la creciente desigualdad y exclusión social.

Ahora parece que es tiempo de hablar de la crisis de los partidos liberales. Los conservadores británicos, desafiados por el Brexit, son un ejemplo reciente, pero no el único. La candidatura de Hillary Clinton tuvo el apoyo de prácticamente todos los liberales del mundo. Y ahora el Partido Demócrata está a la vera de una discusión de fondo, que puede convertirse en una división, por el empuje del ala progresista que apoyó a Bernie Sanders en las elecciones primarias rumbo a la Casa Blanca.      

El caso es que ni socialdemócratas ni liberales han sido capaces de acotar el efecto disruptivo de los mercados del siglo XXI sobre el tejido social. Ni la “tercera vía”, que pareció funcionar un rato, ni el manejo ortodoxo de los mercados han servido para mitigarlo. En el camino, se ha generado una decepción muy amplia hacia la democracia, que ha perdido la eficacia social que una vez tenía.

Es momento de revisitar a Piketty. La tesis fundamental del libro es ya bastante conocida: la época de crecimiento económico socialmente incluyente, que caracterizó al mundo durante buena parte del siglo XX, es la excepción y no la regla. En el siglo XXI, y particularmente en las naciones ricas, estamos en una situación en la que el crecimiento del producto es y será inferior a la tasa de retorno del capital (ganancias, rentas, intereses, etcétera), lo que se traducirá en un incremento de la parte que le toca al capital en el pastel distributivo: en más desigualdad, que a su vez traerá severos desequilibrios sociales y crisis económicas recurrentes, cuyas salidas pueden ser falsas. En otras palabras, que la desigualdad amenaza la democracia y que, por lo tanto, es necesaria la intervención pública –sobre todo fiscal- para disminuir esta desigualdad y preservar las democracias.

Lo peor es que el asunto no es nuevo: la historia se repite. En términos de crecimiento y distribución del ingreso, vivimos una etapa más parecida a lo que pasaba hace cien años, que a lo que sucedía hace 50. Somos sociedades muy desiguales y con poca movilidad social. El proceso secular en el que se crearon poderosas clases medias en distintas naciones está siendo paulatinamente revertido. No es cosa menor.
Quienes más se han movido hacia las opciones populistas son quienes han perdido su antiguo estatus y nivel de vida. No son los más pobres, son los que se perciben como “nuevos pobres”. Reaccionan favorablemente cuando un demagogo los hace sentirse “el verdadero pueblo” (a diferencia de los otros, que igual pueden ser los migrantes, los de otra raza o religión, o los representantes de la clase política tradicional). Ya pasó, con un costo humano terrible, en el periodo de entreguerras.

Hay que tomarse este proceso en serio, y no pensar en que hay una oveja con piel de lobo. El que crea que las recetas de siempre –en lo económico, pero también en lo político- son suficientes para exorcizar los demonios, estará empedrando el camino del infierno y del fin de las democracias liberales.

sábado, noviembre 12, 2016

Joe Steele y los mundos paralelos



Así como me preparé para los Juegos Olímpicos viendo las películas oficiales de varias ediciones anteriores, hice lo propio para las elecciones presidenciales de Estados Unidos leyendo algunas novelas distópicas. Entre ellas, tras los resultados, destaca Joe Steele, del maestro de la historia alternativa, Harry Turtledove.

La línea de esta ucronía parte de que la familia de Stalin emigró a Estados Unidos antes de su nacimiento. El californiano de origen georgiano es un político del Partido Demócrata. La novela empieza durante la convención que nombrará al candidato que seguramente derrotará a Herbert Hoover en las elecciones de 1932; entre los aspirantes está Steele. Un incendio devastará la casa del gobernador Franklin D. Roosevelt, y acabará con su vida. Se abre una brecha para que Steele sea candidato, y presidente. Durante toda la novela quedará la sospecha de que Steele ordenó el incendio a través de sus adláteres (y sucede que también los estalinistas Mikoyan, Schiabin y Kaganovich son americanos).

¿Quiénes son los votantes de Joe Steele? Esencialmente la clase obrera blanca golpeada por el desempleo de la Gran Depresión. El demagogo les ofrece empleo y acabar con los privilegios de Washington y Wall Street. La coalición entre los partidos Demócrata y Granjero-Laborista gana aplastantemente -a lo largo del libro, los republicanos son pintados como unos completos ineptos. Steele gobernará Estados Unidos con un puño de hierro cada vez más duro, hasta su muerte, el 6 de marzo de 1953.

La historia está contada a partir de la experiencia de dos hermanos periodistas, Charlie y Mike Sullivan, quienes vivirán destinos contrastantes. Mientras el primero se acomodará a las necesidades del poder y acabará siendo un personaje importante en la Casa Blanca, el segundo mostrará una creciente temeridad en sus notas y artículos críticos y pasará varios años en el equivalente de un Gulag en Wyoming.

¿Qué hace Joe Steele para consolidar su poder? Ya que los republicanos son unos idiotas, tiene que deshacerse de las otras facciones de su partido: a unos los coopta -es el caso del texano vicepresidente Garner-; a otros, los manda matar (como a Huey Long, el populista de Louisiana, asesinado en la vida real el mismo día que en la ucronía). Como tiene en sus manos la mayoría del Congreso, el principal obstáculo es el Poder Judicial. Con éste arma juicios muy similares a los de las purgas de Stalin: tras de que los acusados se declaran culpables y traidores, son sumariamente ejecutados. Poco a poco aparece un personaje clave en toda la trama de terror, el director del General Bureau of Intelligence, un joven llamado Edgar J. Hoover. El GBI ayudará también a hacer una limpia en las Fuerzas Armadas para que queden en ellas hombres totalmente leales a Steele.

En la economía, en vez de New Deal, hay grandes proyectos estatales de infraestructura y algo de colectivización agrícola. En ellos participan los presos, que cada vez son más por motivos políticos, son los wreckers, enemigos del Estado. Los guardias en esas estaciones de trabajo son los gebbies, es decir, los agentes del GBI. Estados Unidos vive una suerte de democracia antiliberal, porque, con el despegue económico, Joe Steele es querido por las mayorías y gana las elecciones (en las que también hay fraude para que la victoria sea más amplia).

Como la novela, más que dedicarse a la historia política, narra la vida de los periodistas -con el sabroso agregado de que hablan con la jerga de los años 30, o al menos de las películas de los años 30-, vamos viendo cómo la prudencia popular ante el puño que se cierra suele convertirse en la mejor arma de la dictadura en ciernes. Las voces críticas se van apagando paulatinamente, hasta que tienes miedo de contarle al limpiabotas un chiste sobre Steele.

En la línea de tiempo, se da la II Guerra Mundial, Estados Unidos forma parte de los aliados, pero no desarrolla la bomba atómica antes que los soviéticos -liderados por Trotsky-. Esto se debe en parte a que los científicos refugiados en EU tienen miedo de lo que pudiera hacer Joe Steele con esa arma. La guerra dura más, y Japón es conquistado conjuntamente por soviéticos y gringos: hay Japón del Norte y del Sur. Cada uno recibe su bombazo atómico, porque hay cosas que no cambian.

A la muerte de Steele, el vicepresidente Garner se quiere deshacer de la camarilla steelinista, quedándose sólo con Sullivan, pero Scriabin maniobra en el Congreso, que destituye a Garner. Quienes se aprovechan del vacío de poder son Edgar J. Hoover y su segundo de abordo (un abogado californiano de pelo ensortijado y nariz de bola, curiosamente igualito a Richard Nixon). Al final de la novela, se perfila un Estado policial que ya no tiene el disfraz de una democracia representativa.  

Además de entretenida y juguetona, la obra de Turtledove hace reflexionar que, en la coyuntura de entreguerras, y particularmente tras la Gran Depresión, nada podía garantizar que en Estados Unidos sobreviviera una democracia liberal, dada la desesperación de los trabajadores. En las elecciones del 32 tienen que elegir entre Steele y la continuidad de las políticas liberales republicanas de Hoover, que no habían logrado ser socialmente satisfactorias. Las libertades importan menos que una maldita plaza de trabajo.

Comparado con el histórico Josif Stalin, Joe Steele es ligerito. El narrador resuelve el asunto sin que se desarrolle una dictadura totalitaria, al estilo nazifascista o bolchevique, pero sí una pseudodemocracia autoritaria guiada por un hombre fuerte que apela al nacionalismo, oscila, en lo económico, entre políticas de izquierda y de derecha, deshace los contrapesos tradicionales del sistema político americano y termina por instalar un régimen policíaco. Estas son precondiciones para una dictadura en todos sentidos, como la que se vislumbra con Hoover, en el oscuro final.

Porque ¿quién nos puede asegurar que Estados Unidos está vacunado en contra de una dictadura disfrazada? ¿O en contra de una dictadura tout court?

Y quién sabe. A lo mejor éste en el que vivimos, y en el que ganó Donald Trump, es un mundo paralelo, inventado por un Turtledove del mundo real.