Llegar a tiempo a la cita
Publicado el 12 de junio
Faltan pocos minutos para el inicio del juego entre México e Irán. Los jugadores de ambos equipos están formados para encaminarse al campo. Gonzalo Pineda lanza a su derecha una mirada que quiere ser desafiante, pero que es incapaz de ocultar su nerviosismo. Rafael Márquez tiene la vista al frente: a las escaleras que hay que bajar, y luego subir para llegar a la cita esperada. Se adivina que repasa la estrategia.
En la ceremonia, los mexicanos hacen notar que son diferentes. El saludo colectivo a la bandera cuando se entona el himno nacional es un signo distintivo que va más allá de los epidérmicos como los sombrerotes, los jorongos y, ahora, las máscaras de luchador. Es un signo de comportamiento: de un respeto a los símbolos patrios que raya en la veneración.
Antes de que el árbitro pite, Oswaldo eleva la vista a los cielos y levanta los brazos. Platica unos segundos con su padre. Empieza un juego trabado, en el que se nota un equipo mexicano demasiado excitado, alterado por el torrente de emociones que lo han recorrido en las últimas semanas. Los iraníes parecen asentados, la “conexión alemana” de Karimi y Majdavikia pone rápido en aprietos a la defensa. Poco después un venenoso cabezazo es desviado de manera extraordinaria por Oswaldo. El portero está en el campo.
La atajada es como un parteaguas y, efectivamente, la marea va cambiando y se pinta de verde. Los persas (pero también azeríes, que hay bastantes en Irán) paran constantemente el juego con faltas. Tras una de ellas, Pavel cobra en jugada ensayada, Franco la coloca cerca del segundo palo y ¿quién llega a la cita con el balón? ¡Omar Bravo, el delantero de quien menos se ha hablado a últimas fechas!
Tras un tiro de esquina y un rechace de Sánchez, Golmohammadi se encuentra de repente con el balón en los pies. Lo pone en un lugar inalcanzable, hace honor a las tres primeras letras de su apellido.
Para el segundo tiempo, salen Torrado, exhausto, y Franco –grande en el pase de gol, ausente el resto del partido-; entran Sinha y Luis Pérez, y la escuadra tricolor empieza a parecerse a sí misma. Los de rojo resienten la condición física superior del equipo mexicano, que está picando, haciendo coberturas, asfixiando. Tras la salida obligada de Jared Borgetti y su cambio por Kikín Fonseca, hay todavía más presión sobre Irán, que parece conformarse con el empate.
México no. Hace mucho rato que dejamos el conformismo de las viejas generaciones. Pineda es otro, más incisivo. Márquez –cuya clase brilla por encima de los otros 21- trata de echarse el equipo al hombro. Es una tarea titánica, pero está acompañado. Es cosa de paciencia.
Y es el voluntarismo del Kikín, las ganas perennes de quien juega siempre a todo pulmón, el que inicia el segundo gol mexicano. Fonseca estorba al guardameta iraní, quien hace un despeje descompuesto que su defensa no puede conservar: es de Zinha, y en el hueco, otra vez, al momento exacto de los goleadores Omar Bravo llega puntual con su destino: acompañar al Cabo Valdivia, a Luis García y a Luis Hernández como anotadores de un doblete mundialista.
Falta la cereza en el pastel. El gol más bonito del juego. Zinha inicia una jugada, Méndez la lee a la perfección y el segundo jugador más bajito de todos los que acudieron a Alemania la culmina con un cabezazo certero. Los iraníes se sienten abandonados por Alá, poco a poco van bajando los brazos. La victoria es nuestra.
Al final del partido, las cámaras enfocan, entre la tribuna mexicana, una urna cubierta de un paño con mensajes familiares positivos. Don Felipe Sánchez ha asistido, en sus cenizas y en espíritu, al debut mundialista de su hijo. Él también llegó a su cita en Nuremberg. No sólo en las ceremonias los mexicanos demuestran ser especiales.
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