martes, septiembre 18, 2012

Biopics: Un asalto frustrado (pero traumático)



La noche del domingo 19 de septiembre de 1982 estàbamos en la recámara, viendo Teatro Fantástico en la tele, cuando Patricia salió del cuarto un segundo. Me gritó:
-¡Pancho, hay un hombre en la casa!
Quién sabe por qué –tal vez porque estaba clavado viendo a Cachirulo- pensé que ese hombre era Felipe, su hermano. Salí a ver qué onda, pensando en reclamarle haber entrado sin tocar. Pero qué va, no había un hombre en la casa, sino dos extraños, dos nerviosos asaltantes. Apenas los ví –y esto tampoco puedo explicarlo- noté que mi lenguaje corporal se hizo desafiante.
-¡Trae pistola! –gritó uno de los asaltantes. Pensé que me estaba advirtiendo que su cómplice estaba armado, pero era al revés: el hombre que gritó salió huyendo a toda velocidad, porque creía que yo traía un arma.
Su compañero intentó hacer lo propio, pero cuando me rebasó, casi por instinto lo pepené del cuello y me puse a golpearlo. Aquello derivó en una madriza: yo me interponía entre el ladrón y la salida; el me golpeaba para esquivarme, yo lo golpeaba para mantenerlo dentro, al cabo que ya lo había capturado.
La pelea duró unos minutos, que me parecieron como 20, pero han de haber sido mucho menos, pero muy feroces, porque los dos acabamos ensangrentados, y se decidió un momento en el que lo doblé y le dije a Patricia que le rompiera una silla en la cabeza. La silla se partió en pedazos y agarré una pata para golpearlo, sobre todo en los brazos. Me le subí encima, lo tenía agarrado del cuello con una mano y blandía el madero con la otra, mientras Patricia llamaba a la policía, salía al balcón a pedir auxilio (un matrimonio que vivía del otro lado de la calle veía impávido, como quien ve la televisión, lo que sucedía en nuestro departamento) y planteaba cosas desesperadas, como azotarle al asaltante un enorme cenicero de piedra en la cabeza.
-¿Cómo crees? Lo vas a matar.
Pasaban los minutos y nadie acudía. El tipo me pidió que lo dejara ir, que tenía hijos. Cuando se me iba a ablandar el corazón, escucho al pobre Rayito, a quien su mamá había puesto en la cuna, llorar con pánico verdadero.
-¿Y ése que está llorando qué es? ¿Es un cerdo? ¡Es mi hijo! –grité, y le acomodé dos buenos madrazos.
Finalmente llegaron unos vecinos –no los del departamento de enfrente, por supuesto- y me ayudaron a amarrar al tipo de pies y manos. La cosa se calmó por unos minutos, mientras platicaba yo cómo habían ocurrido las cosas. En eso, pasó Raymundo con un chipote. Resulta que el cómplice de tipo detenido, en su huída, se había topado con el bebé y, al hacerlo a un lado, en el empujón su cabecita golpeó con la pared (supongo que eso fue lo que me hizo reaccionar y capturar al otro). Los vecinos, que habían estado muy tranquilos, se enfurecieron:
-¡Qué poca madre tienen, pegarle a un bebé! –y la emprendieron brevemente a patadas contra el asaltante tirado y amarrado, hasta que yo los calmé.  
Minutos después, llegó mi hermano –quien para entonces trabajaba para la PGR- y, a prudente distancia de él, mi mamá. Tenían poco de haber entrado cuando se apareció un desconocido blandiendo un arma.
-Aquí es –les dice a otros que van subiendo, es un “madrina”.
Suben otros dos hombres. Se presentan como agentes de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia.
En ese momento, al escuchar que los policías eran de la DIPD, el asaltante amarrado empezó a temblar de manera incontrolable y a gritar como condenado. Esa corporación era famosa por sus métodos poco ortodoxos y nada respetuosos de los derechos humanos. Quién sabe quién los llamó o cómo se enteraron, porque la policía normal nunca llegó.
Platicamos a los agentes lo que había sucedido. Ellos notaron dos cosas: que los asaltantes habían forzado la puerta con una barreta y que habían intentado hacer lo mismo en el departamento de arriba, del que –nos enteramos luego- había salido a dar un paseo la familia brasileña que lo habitaba precisamente minutos antes de la irrupción de los intrusos. Los departamentos de ese edificio tenían dos puertas: los ladrones, al no poder abrir una, intentaron abrir otra, pero en vez de bajar al entrepiso y volver a subir, bajaron y bajaron, para meterse en el departamento equivocado, porque no esperaban encontrar gente.
-Ahorita nos vas a decir quién es tu cómplice –le dijo el teniente al asaltante sometido, quien a modo de respuesta se puso de nuevo a temblar y a berrear.
Nos dijeron que se iban a llevar al ladrón, y que nos avisarían. Pidieron servilletas de cocina, “porque no nos podemos llevar así sangrando”. Entonces Patricia tomó unas servilletas y empezó a limpiarle la cara al asaltante.
-¡No señora! Dénos unas servilletas para que este desgraciado no manche las vestiduras del coche con su sangre.
Y se fueron.
Fue entonces que fui al baño y ví en el espejo que tenía la cara llena de cortadas y moretes, la camisa (de cuadros rojos y blancos, recuerdo) desgarrada y manchada de sangre. También en ese momento me percaté de que me dolía todo el cuerpo, y también el alma. Mi mamá estaba haciendo unos tés de tila.

Al día siguiente, trajimos un cerrajero para que nos hiciera una cerradura múltiple tipo Nueva York. Le pagamos con la chamarra de cuero verdadero –manchada de sangre- que había dejado el asaltante… junto con un diente. A mí me quedó una cicatriz sobre el labio, que se ha hecho pequeña con los años.
No nos hablaron hasta el viernes siguiente. El MP preguntaba dos cosas. Si iba yo a hacer cargos y quién había golpeado al asaltante. Le contesté que no iba a hacer cargos, que estaba yo muy golpeado, que nos dimos una tranquiza que duró 20 minutos. Me advirtió que entonces soltaría al detenido.
Quedé intranquilo y la siguiente semana fui a Tlaxcoaque, donde se encontraba el edificio de Policía y Tránsito del Departamento del Distrito Federal, un lugar tenebroso. Allí me entrevisté con un comandante de la DIPD, que resultó ser sinaloense de Guamúchil. Entendí que el asaltante estuvo cinco días en los separos, suficientes para que encontraran a su cómplice, que había huido al Estado de México, y luego presentaron a los dos al MP para que éste, previsiblemente, los dejara ir.
-¿Y no buscarán venganza? –pregunté.
-Al revés. Ellos ya saben que en esa casa los consignan a la autoridad. Y si se dieron cuenta de que usted no estaba armado, ahora pensarán que sí lo está. Ellos corren la voz entre el hampa. Su casa está más segura que nunca.
Terminó citando la biblia. El cuento del ángel que marcó las casas de los judíos en Egipto para salvarlos de la décima plaga.

jueves, septiembre 13, 2012

Los 90 días que conmovieron al peso

La que sigue es una reseña mío a un libro de Clemente Ruiz sobre la política monetaria en el breve lapso en el que estuvo Carlos Tello al frente del Banco de Mëxico (septiembre-noviembre 1982). Fue publicada en la revista Nexos, en su número de diciembre de 1984.


Clemente Ruiz Durán: 90 días de política monetaria crediticia independiente. Universidad Autónoma de Puebla / División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Economía de la UNAM. México 1984 158 pp.

El último trimestre de sexenio lopez-portillista fue un periodo particularmente denso de la historia reciente de México. La nacionalización de la banca y la adopción del control generalizado de cambios provocaron una sacudida muy fuerte en inercias políticas y de conducción de la economía nacional. Desde aquellos momentos, era evidente, que el manejo de la política monetaria y crediticia durante los tres meses que siguieron a la nacionalización, jugaría un papel importante para determinar la profundidad real de los cambios por venir. Si el cambio de manos era para que hubiera un cambio de usos, entonces el Banco de México, la autoridad monetaria, era un lugar privilegiado para iniciar transformaciones y terminar con el supuesto monopolio de eficiencia que ostentaban los banqueros tradicionales. La política monetaria y crediticia jugaba un papel estratégico dentro de la disputa ideológica y política que se desarrolló durante ese período.

Clemente Ruiz Durán estuvo entonces, como secretario técnico del Banco de México, en un lugar privilegiado para entender lo estratégico. Ahora en 90 días de política monetaria y crediticia independiente, en el que sin falsas imparcialidades explica las razones del fracaso de la política monetaria y crediticia anterior a la nacionalización, señala las motivaciones de la administración nacionalizadora -defendiéndolas de las acusaciones de populismo que posteriormente se le imputaron- y esboza elementos de políticas alternativas para el momento actual.

Ruiz Durán parte del supuesto de que la principal tarea de la política monetaria y crediticia es la aportación de recursos financieros para una expansión sostenida de la producción y el empleo. Así, de inicio define su posición y toma distancia crítica de las políticas seguidas antes de la nacionalización, no sólo como formas instrumentales, sino a partir de las metas mismas que éstas se fijaron. A diferencia del autor, la visión tradicional enfatiza el papel estabilizador de la política monetaria y crediticia.

El libro abre con un señalamiento (muy apretado en cuanto a espacio y, por tanto, con algunas ausencias y puntos a demostrar) de las principales limitaciones de la política monetaria y crediticia del período 1970-81. Entre éstas destacan el que la base monetaria se haya expandido sin programación, la inadecuada expansión y canalización del crédito, el excesivo costo del financiamiento y las ganancias enormes de los bancos como producto, más que de la eficiencia empresarial, del traslado de costos a los clientes. Ruiz Durán también analiza la captación de ahorro interno y señala, junto con los conocidos problemas de dolarización y desintermediación financiera, a la excesiva liquidez del sistema como uno de los principales causantes de inestabilidad.

El énfasis en la liquidez es importante, porque implica una crítica a las versiones que sostienen que solamente premiando a la liquidez, una economía como la mexicana puede mantener un nivel adecuado de captación. En otras palabras, mientras los tradicionalistas afirman que hay que mantener el ahorro a toda costa (y para ello mantienen tasas elevadas) Ruiz Durán distingue entre ahorro a distintos plazos y concluye que, en el caso mexicano, la diferencia de rendimientos entre el corto y largo plazo era muy reducida y que por eso el ahorro se mantuvo inestable. Baste, por el momento, señalar que para Ruiz Durán esto implica considerar que una diferencia grande entre tasas de corto y largo plazo puede en verdad hacer menos líquida la capacitación, y que el problema de la liquidez no es estructural, sino de política económica.

La segunda parte del trabajo es una reseña analítica de los meses de enero a agosto de 1982, en los que las condiciones económicas hicieron crisis. Se trata de una buena, emocionada reseña de una lucha entre distintos proyectos de país, que Ruiz Durán acota en tres grandes campos: el social, donde las distintas clases en pugna -y sectores diversos dentro de cada clase- expresaron su posición ante fenómenos como la devaluación, la fuga de capitales, la inflación y los salarios; el de definiciones de política económica, donde se enfrentaron concepciones radicalmente distintas: una que buscaba el apoyo al capital productivo y otra que -bajo la excusa de la inexorabilidad del mercado- llevaba a la economía hacia infernales circuitos especulativos; finalmente, en el campo de la soberanía nacional se oponían una política entreguista y una política de defensa de la nación.

El lenguaje utilizado en buena parte de este capitulo suena a trinchera: es el de quién está adentro de la lucha. Por ejemplo, para comentar la medida del 12 de agosto (establecimiento de la paridad dual), Ruiz Durán dice: "El Estado reaccionaba, hacia uso de su poder y mostraba que se podía avanzar... En esos momentos críticos se requería de firmeza. Cualquier titubeo era aprovechado por los desnacionalizados" (p. 75). Es una lástima que en esta parte -en la que el político que hay en todo economista goza sus mejores momentos- deje ver cierta falta de rigor en el manejo de las categorías políticas. A veces parece que Ruiz Durán maneja como sinónimo a régimen, gobierno, Estado y Sector Público Federal. Así, se afirma que es el "régimen" el que no concede espacios de discusión por razones coyunturales y el que no se atreve a defender un determinado decreto presidencial, y que el Banco de México, S. A., al defender la libertad cambiaria se colocaba "como un elemento ajeno al Estado mexicano." Por eso mismo, no quedan claras implicaciones interesantes, como la que afirma que, en junio de 1982, el FMI "requería someter al Estado a una depuración para resolver el momento de inestabilidad."

El capítulo que da título al libro intenta aclarar cuál fue verdaderamente el tipo de política monetaria y crediticia que se siguió en los famosos noventa días. Los ejes de ésta -señala Ruiz Durán- fueron la consolidación del ahorro interno en el sistema nacionalizado y la estabilización de la economía. Para el primero, la medida fundamental fue el cambio en la estructura de tasas de interés, para volverlas claramente escalonadas por plazos. Se deja ver que esta política funcionó en lo que se refiere a captación de ahorro en términos absolutos. Sin embargo, no se resolvió el problema de la liquidez de los depósitos, debido a que el tiempo fue insuficiente para "moldear la actitud del ahorrador medio".

Este es el primero de una serie de temas sobre la política monetaria y crediticia del período que el libro, más allá de la voluntad de su autor, deja a debate: ¿Cuáles, de entre las medidas innovadoras de la administración que encabezó Carlos Tello, tendrían resultados efectivos de mediano plazo? ¿Cuáles estaban destinadas a toparse con limites estructurales que harían necesarios cambios de otro orden? Con el regreso de la ortodoxia, el proyecto nacionalizador en política monetaria y crediticia quedó trunco, e imposibilitó una comprobación de las bondades y límites de la nueva política.

Al referirse a las políticas de estabilización que desarrolló el Banco de México de la nacionalización, Ruiz Durán las justifica argumentando la situación particular que vivía la economía en esos momentos, y por otra parte señala su diferente lógica respecto a las políticas tradicionales de estabilización. Así, explica a grandes rasgos la política de control de circulante, la de diferenciales entre tasas activas y pasivas de interés, la racionalización en el uso de las divisas (el control de cambios) y las negaciones que, con un equipo mexicano dividido, se llevaron a cabo con el FMI.

Hubiera sido interesante que se abordara con mayor profundidad el tema de la frontera norte, ya que fue por ahí por donde el control generalizado de cambios empezó a hacer agua a partir de los mercados de dinero manejados allende la frontera. También debe señalarse que la interpretación de los términos del convenio de México con el Fondo Monetario Internacional es mucho más optimista que lo que su ambigua presentación, y sobre todo su instrumentación por parte de los ortodoxos, nos hacen ver hoy día.

Tal vez el punto elaborado con mayor detalle en 90 días sea el análisis de las utilidades bancarias en el periodo. Evidentemente esto se debe a la acusación de "populismo financiero" que cayó sobre la administración nacionalizadora de la banca central a partir de un supuesto subsidio a las empresas endeudadas en dólares, que repercutiría en la eficiencia de los bancos. Ruiz Durán hace un resumen contable de los efectos de las medidas cambiarias y de tasa de interés sobre la rentabilidad bancaria. El resultado es una reducción del margen de rentabilidad, pero no aparecen pérdidas.

Se trata de un libro serio, emocionado y entretenido (el autor tiene un estilo de constante climax que según algunos es excesivo), que responde muchas preguntas y abre otras más (Ruiz Durán dice que 90 días debe entenderse como un primer acercamiento). Es por tanto un libro que la sociedad debe discutir, recordando que más allá de su aparente aridez, la política económica tiene efectos enormes en nuestra vida cotidiana.

jueves, septiembre 06, 2012

Biopics: La nacionalización de la banca



En su VI Informe de Gobierno, el presidente López Portillo nacionalizó la banca. Tras criticar una economía “dominada por la especulación y el rentismo”, anunció que había expedido dos decretos. Uno para nacionalizar los bancos privados; otro, para establecer el control generalizado de cambios. Culminó esa parte del discurso con una frase que perduró con los años: “Ya nos saquearon. México no se ha acabado. No nos volverán a saquear”.

Cuando escuché la noticia, en la recámara de la casa, dí un grito y un brinco de alegría. Han de haber sido muy fuertes porque Raymundo, que estaba en el cuarto, se puso a llorar, asustado. Así que no pude oir la parte en la que el Banco de México se convertía en organismo público descentralizado del gobierno federal.
La reacción fue dividida. Grandes aplausos de las bancadas del PRI y de izquierda, cara de palo de Miguel de la Madrid, Presidente Electo, indignación de parte de los banqueros expropiados. Afuera, percibí una aprobación claramente mayoritaria al gesto del Presidente. También descubrí, días después, que el Washington Post coincidía con mi posición: “la nacionalización del sistema bancario era necesaria para asegurarse que el control de cambios sería realmente puesto en vigor”. Asimismo, me gustaba la idea de que pudiera ser posible, con la banca pública, redirigir el crédito hacia los sectores prioritarios de la economía.

Quienes veían las cosas desde un punto de vista más polítizado estaban también contentos porque consideraban que los banqueros habían dejado de ser un molesto intermediario político entre el gobierno y los empresarios productivos.

El 3 de septiembre hubo un típico acto masivo de apoyo a la decisión del Señor Presidente, en el Zócalo capitalino. Los sindicatos en pleno y con todo. Quienes asistieron esa mañana hablan de apretujones indecibles y matracas felices. Yo decidí ir en la tarde, a un acto similar, pero organizado por la izquierda.
Patricia y yo dejamos al bebé Raymundo en casa de mis papás y, en la calle, me puse a platicar con cuates de la infancia. Uno de ellos, José Luis Gutiérrez, era empleado bancario y se burló de la decisión, a la que aderezó con un par de frases anticomunistas. La discusión se caldeó y pasamos a los golpes. Le estaba poniendo yo una madriza a José Luis cuando por fin el Flais y mi hermano lograron detenerme. Respiré hondo, les dije que me había calmado, me soltaron, y que vuelvo a la carga contra José Luis, con puñetazos y patadas voladoras. Al final, el otro nomás se sobaba los moretes y se limpiaba el mole que le chorreaba de la nariz.

Cuando de verdad me calmé, tuve que cavilar, preocupado: “si con una medida como la nacionalización me madreo con un cuate de la infancia, ¿qué pasaría en una revolución?

El evento de la izquierda no fue tan masivo como lo imaginaba. Calculo que éramos unos 5 mil, “un puñado”. Por supuesto que la prensa, que tardaría décadas en calcular correctamente el Zócalo, supuso el cuádruple.

La prensa, por cierto, tardaría muy poco en voltearse al presidente López Portillo y escuchar mejor al entorno del Presidente Electo. De ahí surgieron dos conceptos: uno, la supuesta existencia del “PRISUM”, que sería la alianza entre el PSUM y diputados priistas progresistas –entre quienes destacaba José Carreño Carlón, quien luego sería influencia importanteen mi vida-; otro, con más mala leche, la idea de que el verdadero cerebro detrás de la nacionalización de la banca no era nuestro amigo Carlos Tello, sino nuestro compañero Rolando Cordera, coordinador de la bancada pesumista en San Lázaro, coautor con Tello de México: La Disputa por la Nación. Llegué a ver un titular de vespertino: “Soy amigo de Tello, no su cerebro: Cordera”.

Dentro de nuestro grupo de amigos –que ya en realidad no funcionaba como corriente política- hubo sólo una voz disidente, que vale la pena rescatar. La de Carlos Pereyra, el Tuti, el lúcido filósofo. Pereyra insistía que la nacionalización había sido un acto autoritario, no democrático.

-La democracia está en el programa, Tuti –respondíamos.

-Son decretos de la presidencia autoritaria –rebatía-, y otro presidente autoritario los va a echar atrás con la misma facilidad.

Por supuesto, Pereyra tenía razón y nosotros éramos unos necios.



De la nacionalización de la banca, además de un montón de artículos y ensayitos, salieron una invitación para comer en el Banco de México, con Carlos Tello, director general de Banxico durante 90 días (Clemente Díaz Durán era su secretario particular; en la comida hablaron con deleite de que ese día le habían negado dólares preferentes –de a $70- al Episcopado, que quería mandar el diezmo al Vaticano: “el envío de utilidades a las empresas multinacionales no está entre las prioridades nacionales, señor arzobispo”, habría dicho Tello) y sendos viajes a Oaxaca y Sonora, invitado por el Sutin, para hablar sobre los alcances del decreto nacionalizador.

El viaje a Oaxaca lo hice solo, con pláticas en la capital y en Tlaxiaco, adonde acudió una multitud de más de mil personas a mi conferencia, que fue además radiada y traducida al por La Voz de la Mixteca. Tlaxiaco era una zona en la que los compañeros nucleares habían encontrado uranio y se habían integrado a la comunidad. En los portales de Oaxaca de Juárez me encontré con mis amigos de la Comisión de Análisis del partido, Carlos Márquez y María Amparo Casar, quienes habían decidido hacer un viaje por el sureste, tras haber tirado la toalla en su intención de tener hijos. Por supuesto, en ese viaje María Amparo se embarazó.

El viaje a Sonora fue con otro economista, Pancho Gómez, hicimos bastante radio (de hecho las preguntas fueron tantas que grabamos programas como para una semana), además de las pláticas. Pero lo que más recuerdo era el calor sofocante. Lo ideal era estar con medio cuerpo en la alberca y una chela bien heladita en la mano. De la alberca a la conferencia a la alberca al radio a la alberca a otra plática a la alberca y a cenar. 

miércoles, septiembre 05, 2012

Impugnar para controlar la izquierda



Creo que nadie se llamó a sorpresa con la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que desechó la impugnación de AMLO y su Movimiento Progresista y validó las elecciones del pasado 1º de julio.

Lo que de alguna manera resultó sorpresivo fue la facilidad con la que los magistrados deshicieron los argumentos legales de la coalición impugnadora y la unanimidad no sólo en el voto –que era de esperarse- sino en el hecho de que ninguno de los dardos lanzados por el Movimiento Progresista haya causado la más mínima mella en el argumento de uno solo de los juristas.

Esto, más que hablarnos de la limpieza de la elección, nos da cuenta de la monumental incompetencia jurídica del equipo que asesoró a Andrés Manuel López Obrador. La pregunta a hacerse es si esa ineptitud es mero producto de la torpeza o si resulta de un acomodo de prioridades distinto al que uno se imagina siguiendo simplemente la hoja de ruta del proceso electoral.

Dada la legislación vigente, y también teniendo un mínimo de sentido común, la única posibilidad de que la impugnación del equipo de AMLO tuviera algún eco entre los magistrados del Tribunal estaba, si acaso, en brindar pruebas de irregularidades en el tema del supuesto rebase de topes de gasto en campaña y en el del enredo con las cuentas de Monex. 

No fue así. Y no lo fue, en primer lugar porque en vez de centrarse en donde -tal vez- podría haber carnita, la gente de AMLO dispersó temas para hacer más alharaca. Los monederos de Soriana, el ataque a las encuestas y los medios, por no hablar de las gallinitas y del notario impreciso pero ubicuo, lindaban entre lo engañoso y lo absurdo. Eran rolitas sencillas, en las que los miembros del Trife se lucieron sacando el out con filigrana.

Queda claro, por lo menos para mí, que lo de ellos no era el alegato legal, sino la propaganda para el enfado, el encono y la movilización social. La cuestión no era construir un caso legal bien armado, sino acumular pruebas falsas, hechizas o endebles con motivos de propaganda.

Esto significa, también, que el destinatario real de los argumentos y los sofismas del Movimiento Ciudadano no era, obviamente, el TEPJF, pero tampoco la opinión pública en general, sino los votantes de López Obrador frustrados con el resultado de los comicios. Y el objetivo final no era, como se decía, la anulación de las elecciones, sino el control de las izquierdas de aquí a los próximos seis años.

Abundemos. En la tradición política mexicana –me refiero a la que primaba antes de las reformas democráticas- era común decir que “lo importante no son los votos, sino la fuerza política”. Se entendía por esta última la capacidad de movilización de masas, el control corporativo y la posibilidad de influir en la agenda nacional. De esa lógica abrevó, en su formación, Andrés Manuel López Obrador y a ella sigue apelando.

Por consecuencia, en este caso lo importante no era el argumento jurídico, sino su capacidad para movilizar, controlar e influir en la agenda de las izquierdas.

"Aunque me llamen loco", dice Andrés Manuel, y lanza un venenoso slider a sus críticos, que se pueden ir con la finta y abanicar. López Obrador no está loco. Lo que pasa es que actúa con una lógica diferente a la de la normalidad democrática. O para decirlo de otra forma: simplemente, AMLO no es un demócrata.

En ese sentido, el dilema en el que todavía, presa de su peculiar Síndrome de Estocolmo, se debaten las izquierdas mexicanas, no está solamente entre aceptar ser guiadas por un caudillo o intentar su independencia (el hegeliano dilema del amo y el esclavo). Está, fundamentalmente, entre ceñirse a las reglas de la democracia o hacer menos de ellas.

El problema, si la izquierda tiene una mínima vocación de poder, es asumir que si opta por la vía del esclavo (la vida-no vida atada a los vaivenes del caudillo), también estará optando por no llegar jamás al poder por la vía institucional. Es decir, que estaría jugando eternamente, con un pie en la legalidad y otro en la “resistencia”, en crear condiciones pre-revolucionarias para un estallido liberador, que muy probablemente nunca llegue.

Para López Obrador la cosa está clara. En la medida en que pueda mantener movilizadas y enojadas a sus bases, podrá seguir vivo políticamente. Lo que menos le conviene es aceptar la institucionalidad. No lo hizo hace seis años y regresó para casi replicar su votación. Puede intentar seguir en esa misma ruta, no para alcanzar el poder en las próximas elecciones, pero sí para seguir imponiendo su agenda, su estilo y su gente dentro de unas izquierdas incapaces de sacudirse de su tutela.

Para los demócratas de izquierda, que los hay, la cosa debería estar igual de clara: dejar que cada corriente tome su rumbo, como precondición para armar una opción moderna, que ayude a transformar el país, con posibilidades reales de triunfo en el mediano plazo. Pero el miedo a las furias ayatolescas de AMLO y de sus seguidores quizá pueda más que la claridad.

lunes, septiembre 03, 2012

De titanes rebeldes y patones enojados












Mexicanos en GL. Julio-Agosto 2012
 
Hace un año, los Medias Rojas de Boston lideraban la división más fuerte de las Grandes Ligas y los Dodgers de Los Ángeles estaban en crisis tras de que el dueño Mr. O’Malley tuvo que vender la franquicia para no darle la mitad del equipo a su ex esposa. Luego vino la implosión de los patirrojos, la compra del equipo angelino por un grupo en el que está Magic Jordan, la salida de manager y gerente de Boston, el repunte de los Dodgers… y la crisis del pasado bimestre, que resultó en una transacción millonaria.

Con los Red Sox en el tobogán deportivo, surgió una rebelión de peloteros contra el nuevo manager, Bobby Valentine. La rebelión empezó en el celular del mexicano Adrián González, pasó por una reunión de los jugadores con el dueño y culminó con un traspaso espectacular: salieron de Boston hacia los Dodgers tres estrellas millonarias, el Titán González, Josh Beckett y el lesionado Carl Crawford, así como Nick Punto, a cambio de cuatro novatos y el mediocre James Loney (y de que en L.A se comieran los salarios estelares).

Al día siguiente, Valentine tuvo un diferendo con su cerrador, otro mexicano, el Patón Aceves, quien –a cambio de azotarle la puerta al manager en las narices- fue suspendido tres días, tuvo que viajar a California en vuelo comercial que pagó él y perdió su puesto de taponero final. En fin, unos días muy movidos.

Por otra parte, en estos meses hemos tenido el regreso a GL de Luis Cochito Cruz, a quien por fin le dieron una oportunidad en serio, del lanzador regiomontano Édgar González y de un hombre al que ya se daba por perdido: Óliver Pérez. También, por fin, otro mexicano debutó en grandes ligas: el derecho jalisciense Miguel González.

Aquí, el desempeño del contingente nacional, de acuerdo con lo realizado en la temporada (como siempre, se incluyen los mexico-americanos que estuvieron en el equipo de México en el Clásico Mundial).

Adrián González mejoró bastante sus numeritos después del Juego de Estrellas y terminó su temporada con Boston con .300, 15 cuadrangulares y 86 producidas. En su primer turno al bat con Dodgers pegó jonrón de pura felicidad, pero no ha rendido mucho con su nuevo equipo: .211 con un jonrón y 8 impulsadas en 9 partidos. En el año lleva .293, con 16 vuelacercas y 94 producidas, además de un robo de base y un fildeo casi perfecto. Muy buenos números, pero por debajo de lo que nos tiene acostumbrados Adrián, sobre todo en lo referente al poder con el bat.

Yovani Gallardo está cerrando la campaña en plan grande. De sus 12 salidas desde julio, 9 han sido de calidad (3 o menos carreras limpias en 6 o más entradas lanzadas), y esto incluye una seguidilla de seis, que concluyeron en victoria. Lleva 28 aperturas este año, de las cuales 22 han sido de calidad (la mejor marca en su carrera). Su récord es de 14-8, con 3.79 de efectividad y 176 ponches, lo que lo coloca claramente en la ruta de repetir la marca de 200 chocolates suministrados por cuarto año consecutivo.

Alfredo Aceves parecía consolidado como cerrador de los Patirrojos, pero empezó a flaquear, botó dos oportunidades de rescate, vino la pelea con el manager y otra aparición mala. Ahora se ha asentado en su posición original: relevo largo, en la que el sonorense es mejor, pero que no da tanto lustre. Su marca en el año, 2-9, con 4.73 de PCL, 25 salvamentos y 8 rescates desperdiciados.

Miguel González tuvo un par de apariciones antes de julio, cuando pasó a formar parte de la rotación de Baltimore y no lo ha hecho nada mal, con 6 salidas de calidad entre sus 11 aperturas. Su marca es de 6-3, con 3.31 de limpias y 58 ponches. Será útil en la lucha de los Orioles por un lugar en la postemporada.

Scott Hairston tuvo muy buenos meses de julio y agosto. Batea para .269 con 15 cuadrangulares, 46 impulsadas y 7 bases robadas. Ha mejorado en algo su bateo ante pitchers derechos (.224, frente a .313 contra los zurdos) y ha podido jugar un poco más.

Luis Ayala. El confiable relevista mochiteco sigue siendo una útil adición para los Orioles de Baltimore Su marca en el año, de 4-4, 1 salvamento, 10 ventajas sostenidas (holds) y 2.67 carreras limpias admitidas por cada 9 entradas lanzadas.

Marco Estrada, a como lanzó en julio y agosto, podría apodarse “Marco Malasuerte”. Muy buenas aperturas en las que no tuvo apoyo ofensivo casi nunca. De 6 salidas de calidad, sólo pudo ganar una. El quinto abridor de los Cerveceros tiene marca de 2-5, 3.85 de limpias y 114 ponches. Los ganados y perdidos son un espejismo. Buena temporada.

Luis Cruz por fin ha tenido la oportunidad por la que había peleado en años y es titular en el infield de los Dodgers. Batea para .294, con 4 jonrones (los primeros en su carrera de GL), 29 impulsadas y dos robos. Su fildeo ha sido de excelencia. Perfecto como intermediarista y en tercera base, de .981 como parador en corto.

Óliver Pérez. Como salido de las catacumbas, el de Culiacán regresó a Grandes Ligas, ahora como relevista de los Marineros de Seattle. Más modesto y, sobre todo, más controlado, ha hecho una labor decente. Su marca 1-2, con un hold y un rescate desperdiciado, un muy buen PCL de 1.71 y, para destacar, sólo 7 pasaportes frente a 24 ponches.

Luis Mendoza. El veracruzano está por terminar su primera temporada completa en Grandes Ligas, con un desempeño aceptable –y más para los Reales, que andan bajos en pitcheo-. Tiene récord de 7-9, 4.48 de PCL y 80 ponches recetados, 9 de sus 20 salidas han sido de calidad.

Fernando Salas. El de Huatabampo ha mejorado tras un rato trastabillante, que lo tenía en el filo del róster de los Cardenales de San Luis. El relevista tiene marca de 1-4, con efectividad de 3.75, 6 ventajas sostenidas (holds) y dos rescates desperdiciados.

Jaime García regresó de la lista de lesionados en agosto, para lanzar una joya de pitcheo, en la que se fue sin decisión y dos malas aperturas, que perdió. Veremos si recupera su forma y ayuda a San Luis a llegar a postemporada: Lleva marca de 3-6, con 4.52 de limpias y 68 ponches.

Jerry Hairston Jr. El veterano utility de los Dodgers cayó a la lista de lesionados con una inflamación en la cadera y se perderá el resto de la temporada (de hecho, la llegada de Nick Punto desde Boston fue para sustituirlo). Terminó la temporada con 273, con 4 vuelacercas, 23 remolcadas y un solitario robo de base.  

Rod Barajas llegó a .200 de porcentaje de bateo el 1º de septiembre. El veterano receptor de los Piratas aún mantiene la titularidad, gracias a su brazo y experiencia. Tiene 9 jonrones y 25 producidas.

Édgar González es otro pelotero mexicano que está de regreso. El regiomontano abrió con Houston (equipo desesperado que hasta coqueteó con la idea de traer de regreso a Roger Clemens) y ganó en su debut con los Astros. 1-0, con 1.29 de limpias.

Rodrigo López. Continúa en AAA. Su marca: 0-1, 5.68 de PCL.

Ramiro Peña. Se tomó un buchito de café, que ni a tacita llegó, con los Yanquis neoyorquinos. En ese juego bateó de 4-1.