Los bohemios, los cínicos, el patán, el osado y los hermanos en guerra
Publicado el 23 de junio
La jornada de ayer fue la más intensa que ha vivido, hasta ahora, el Mundial alemán. Las de los dos días anteriores fueron en grupos en donde todo estaba prácticamente definido (porque Trinidad y Angola necesitaban golear para calificar). Tres de los cuatro partidos de ayer eran decisivos y en el otro jugaba la verde-amarelha. Ningún juego defraudó.
El primero fue un drama, bien trabajado por sus participantes. Por un lado, la elegante Italia, instalada en su cinismo (Totti dixit), pero también en su eficacia. Por el otro, la bohemia del grupo que comanda Nedved, capaz de dar un partidazo durante 20 minutos para luego hundirse en su inseguridad existencial. De nada valió que el Virtuoso (tal vez el hombre de mejor desempeño individual en la primera ronda) sudara, peleara balones, corriera, driblara, disparara. A sus compañeros les entró el spleen, ese estado de tristeza melancólica que se puso de moda a principios de siglo pasado y sus riflazos se encontraron con una muralla llamada Buffon.
Italia jugó traicionando un poco al llamado “estilo Lippi” y obedeciendo a su historia futbolística, a la genética del catenaccio. Ni siquiera necesitó que sus goleadores estuvieran inspirados. Desperdiciaron varios contragolpes, pero el último -mortal de necesidad- acabó con las aspiraciones de un equipo que parecía llamado a mucho más y terminó muriéndose de nada en la primera ronda.
Ghana había merecido mejor suerte en su debut ante Italia, pero tenían problemas muy serios con la puntería. Los siguen teniendo, pero dominaron a Estados Unidos de tal manera que no había forma de que perdieran. Los gringos fueron superados en fuerza, en velocidad, en técnica, en táctica. Sucumbieron ante un rival superior que, cuando se pone fino, juega como quisiéramos que Brasil jugara.
El equipo de las barras y las estrellas tiró a puerta un gran total de cuatro veces en los tres partidos que disputó. Tras de que EU fue sometido por rivales superiores y por la distancia entre sus expectativas y su realidad, Bruce Arena manoteó y decidió culpar al árbitro de la derrota. Ni siquiera tuvo la decencia de felicitar al entrenador de Ghana.
El mismo patán Arena había dicho que Australia sería el hazmerreír en la Copa del Mundo, y que no merecía estar ahí. Los Socceroos, en uno de los juegos más emocionantes que se han disputado, demostraron que también allí se había equivocado.
Extrañamente, el duelo Croacia-Australia era de hermanos. Tres de los titulares croatas pasaron su niñez en Australia; siete de los australianos son de ascendencia croata. Y ya se sabe que las guerras más duras son las fratricidas. El juego fue intensísimo, bastante sucio y muy mal arbitrado por un señor inglés que debe poner su flema en otro oficio.
Croacia abrió el marcador con un gol bellísimo de Srna, pero —a diferencia de lo que le sucedió a los checos más temprano— eso no arredró a los australianos. En cambio, fue un acicate. Empataron con un penal justo. El árbitro se comió otros dos penales a favor de Australia, el portero australiano Kalac, a su vez, se comió un tiro suave de Kovac para regresar la clasificación a los balcánicos. Los Socceroos se volcaron al ataque y tuvieron su premio en el gol de Kewell.
A partir de ahí, Croacia se convirtió en una furia a cuadros rojiblancos, tanto por los ataques constantes al área australiana como por las faltas arteras. Hasta el árbitro perdió la cuenta de las tarjetas (yo digo que a Simunic lo expulsó hasta la tercera amarilla). Pero Australia prevaleció. El futbol era el deporte que les faltaba para demostrar que son, en términos generales, la mejor nación deportista del mundo.
Paso brevemente a Brasil- Japón. Un japonés apellidado Tamada cometió la osadía de poner adelante a su país, frente a un scratch du oro que parecía conformarse con poner a prueba los reflejos del portero Kawaguchi. Japón pagó caro la afrenta del joven delantero, porque Brasil de repente volvió a ser Brasil, Ronaldo —con toda la presión de los reflectores encima— volvió a ser Ronaldo y el segundo tiempo fue una fiesta futbolística, pero de un solo lado.
Jornadas como ésta son las que hacen amar el Mundial.
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