viernes, mayo 29, 2020

9 reflexiones sobre el futuro que viene


A continuación, algunas reflexiones, más o menos sueltas, respecto a los efectos que tiene y tendrá la pandemia del coronavirus.

1.Todos queremos que se acabe, pero tenemos un problema: una cosa es que lo haga en términos sanitarios -es decir, que se desplomen contagios y muertes- y otra, distinta, que lo haga en términos sociales -es decir, que podamos hacer con normalidad las cosas que antes hacíamos. Tengo la impresión de que el segundo deseo es todavía más fuerte que el primero. El asunto es que, en realidad, no se podrá cumplir hasta que la pandemia se apague en términos sanitarios.

En otras palabras, la nueva normalidad será más nueva que normalidad. Y esa no es una perspectiva agradable.

2. Hay quienes creen que, salvo por las nuevas precauciones y el retraso en los actos masivos, de verdad vamos a poder regresar al pasado. Esta crisis lo movió todo. Sus efectos económicos serán tan devastadores que obligarán a repensar el funcionamiento de las sociedades en más de un sentido, generarán desplazamientos políticos a nivel mundial y terminarán resolviéndose en un nuevo orden que todavía no alcanzamos bien a vislumbrar.

Es el derrumbe de un montón de pequeñas certezas en un mundo que tenía cada vez más incertidumbre.

3. De las pocas cosas ciertas que traerá esta crisis es un aumento de la pobreza a nivel mundial. Sólo en México se calcula que el incremento será de entre 6 y 10 millones de personas. En muchas partes esa mayor pobreza se reflejará en hambre.

También es previsible una mayor diferencia de ingresos entre las naciones. Y será mayor en la medida en que algunas de las que no son ricas cometan el error de no intentar una recuperación inmediata, como México comprenderá.

En resumen, la tendencia al aumento de la pobreza y a la mayor desigualdad entre las naciones tendrá efectos nocivos en las relaciones internacionales.

4. El comportamiento de las diversas naciones ante el fenómeno del COVID, deja en claro que hay una región que está haciendo bien las cosas y otras que no. Los resultados en el Extremo Oriente y en Oceanía son incomparablemente superiores a los obtenidos en Europa y América, independientemente de si se trata de regímenes democráticos o no. La diferencia, me parece, estriba en dos factores: el estado de la salud pública en cada región y el nivel de disciplina de la población.

Tengo la impresión de que el individualismo, llevado al extremo en Estados Unidos, y que se puede expresar en la frase “Tu salud vale menos que mis libertades”, escrita en el medallón de un auto trumpista, está pagando una factura muy cara y no sólo en la Unión Americana. La falta de solidaridad también mata.

5. Ya había evidencias de ello antes de la pandemia, pero ésta desnudó la falta de liderazgo mundial de Estados Unidos. Son cosas que pasan por poner a un narcisista al poder.

Uno se podía imaginar que en Estados Unidos había el suficiente rigor y la suficiente capacidad técnica para mitigar con cierta seriedad el problema. Pero la política pudo más y, sobre todo, la situación desastrosa, en términos sociales, de su sistema de salud.

Trump parece tener la intención de querer efectuar una fuga hacia adelante, apostando a una nueva Guerra Fría, esta vez con China. Eso no puede sino llevar a prolongar la disrupción de las cadenas de valor en el mundo e incluso puede desembocar en una nueva crisis financiera. Lo malo para México es que está muy ligado a EU y no tiene manera de zafarse en el mediano plazo. La única esperanza es que Trump no se reelija.

6. Que la política pueda más que el rigor y la capacidad técnica no es un asunto exclusivo de Estados Unidos. Si hacemos un recorrido por los países que han sufrido la pandemia, encontraremos que, como regla general, las sociedades que están unidas han tenido mejores resultados que las que están polarizadas. El conflicto, a veces propiciado por los propios gobernantes y a veces por los intereses partidistas, ha contribuido a generar respuestas débiles, indisciplina de la población y movimientos contradictorios en la forma como enfrentar las crisis combinadas de la economía y la sanidad.

7. México claramente está dentro de las naciones en donde han predominado la política y la polarización, con los respectivos y esperables efectos negativos. La única cosa verdaderamente buena, sea por visión, por idealismo o por casualidad, ha sido su propuesta en Naciones Unidas para evitar la especulación con material sanitario. Y más allá de la poca capacidad ejecutiva de la ONU, es un oportuno llamado de atención sobre la necesidad de cooperación internacional ante un problema global. Esta cooperación tiene que ser superior a los intereses económicos de laboratorios y fabricantes, y resultará crucial a la hora de que haya vacunas o antivirales probados.

Resulta paradójico que un gobierno encabezado por un nacionalista que sueña a veces con la autarquía haya hecho esta propuesta de globalización positiva.

8. En los próximos meses se desatará en serio algo que empieza a darse: la discusión sobre las bondades del crecimiento económico per se. La humanidad estará, entre contradicciones, a la búsqueda de un nuevo modelo de sociedad, abrumada por los efectos de un pequeño y letal virus. En ese camino, serán arrolladas otras viejas certidumbres, como las de los economistas muertos a los que el mundo obedeció durante las últimas décadas. Lo que no tenemos claro es qué otras certidumbres, igualmente perecederas, las sustituirán.

De entrada, puede suponerse que crecerá la disputa entre quienes abogan por el desarrollo sustentable y los que lo hacen por el crecimiento acelerado; la habrá también sobre el regreso al Estado de Bienestar, sus alcances y sus formas de financiarse; finalmente, también la discusión acerca de las libertades individuales y la solidaridad social pasará a cobrar mayor importancia.,     

9. Será necesario, igualmente, replantearse la organización de las ciudades, que hoy en día suele ser bastante irracional. No es una cuestión de densidad (Seúl, que es más densa, libró mucho mejor la pandemia que Nueva York), sino de cómo se construye en la ciudad, cómo y cuánto se viaja en ella, cómo se distribuyen los espacios públicos y de qué tipo son.

Lo que no habrá, lo siento por los filósofos bucólicos o neohippies, es un retorno al campo.      

domingo, mayo 24, 2020

Masas y pandemia: actualidad de Manzoni



La clásica novela italiana Los Novios (I promessi sposi), de Alessandro Manzoni, se presta para un buen análisis en estos tiempos de pandemia, que son excepcionales en nuestras vidas, pero no tanto en la historia de la humanidad. De resaltarse en particular, es la gran habilidad de Manzoni para describir el comportamiento colectivo, ya sea de turbas o de masas, entendidas las primeras como tumulto de personas y las segundas, como expresión colectiva más generalizada. De la lectura de la novela, ambientada en el Siglo XVII, en un periodo que incluye una epidemia terrible de peste negra, se desprende que ese comportamiento no ha cambiado mucho.

Pasemos primero por los tumultos, con la advertencia de que vienen unos cuantos spoilers (la novela es tan entretenida que, aun con spoilers, se deja leer muy bien).

El primer tumulto sucede en lo que se da en llamar “la noche de los embrollos”. Los jóvenes quieren forzar a un cura timorato a que los case y, simultáneamente, un grupo de bandidos quiere raptar a la novia, suponiendo que está en su casa. Cuando el cura toca la señal de alarma, el pueblo se lanza contra un mal impreciso, que va cambiando de rostro. Al final ese mal son los bandidos, que huyen y son perseguidos. Pero cuando los malos se internan en el bosque, aparece el rumor -falso- de que la novia se encuentra a buen resguardo en una casa del pueblo. Y ese rumor basta para apagar el furor popular. En realidad, lo que apaga el furor es el temor a que, en el bosque, los bandidos sean más peligrosos que en el terreno conocido de la aldea. El rumor era la excusa que necesitaban los pueblerinos para retroceder. La valentía sólo se da cuando la ventaja de la turba es amplia y el terreno, conocido.

Algo muy similar sucede hacia el final de la novela, cuando una pequeña turba se lanza contra Renzo, el protagonista, confundiéndolo con un untor (es decir, con alguien que propaga a propósito la peste) y, al momento en que Renzo se sube a una carreta con cadáveres, puede más el miedo y lo dejan libre.

El otro tumulto relevante es el de los motines por el pan en Milán, que no sólo es descrito por Manzoni, sino también analizado. En primer lugar, está el asunto de origen. Las protestas por el aumento al precio del pan, si bien nacen de la pobreza y de la necesidad, también lo hacen por una falsa convicción masiva: piensan en realidad no es que haya habido una cosecha pobre de trigo, y esté baja la oferta, sino que un grupo de ricos están acaparando grandes cantidades con el fin de enriquecerse todavía más a costa de la gente sencilla. Es una constante que veremos después: existe en todo momento la necesidad de echarle a alguien la culpa de las desgracias, tiene que haber un objetivo visible y, si se puede, personificado, sobre el cual descargar la ira y la impotencia. La idea de que el mal proviene de un sistema, de una circunstancia climática o de una casualidad impredecible choca con la necesidad de encontrar alguien que pague por el sufrimiento.

Para alimentar la seguridad de que se trata de una maldad hecha a propósito no faltan los decires. En el caso del pan, entre otras cosas, “se hablaba con certeza de la inmensa cantidad de grano que había sido expedida secretamente a otro país…” y se podía terminar con la consigna de “¡Viva la Abundancia!”. En el contexto, de seguro había hambreadores, pero la abundancia era pura fake news o posverdad, como decimos ahora.

Por una parte, está el componente irracional de la turbamulta: si me quejo del precio del pan y quemo los hornos, doy cauce a mi rabia y perjudico a quien veo como el autor de mi sufrimiento, pero al mismo tiempo cancelo la posibilidad de que en el futuro haya pan, y mucho menos, que esté barato. Por la otra, su quehacer en movimiento. Manzoni se detiene a hacer este análisis de la muchedumbre enardecida: “en los tumultos populares, hay siempre un número de hombres que, por calentamiento de la pasión o por persuasión fanática o diseño perverso o por un maldito gusto por el desorden, hacen de todo para empujar las cosas a peor… soplan al fuego cada vez que empieza a languidecer: nunca nada es demasiado para ellos… Pero por contrapeso, siempre hay un cierto número de otros hombres que, con similar ardor e insistencia, operan para obtener el efecto contrario”. La masa que los sigue a veces jala más con unos y luego con los otros. Hay una suerte de oleaje, en el que operan la ferocidad y la misericordia, la provocación y la atención para no caer en ella, el deseo de sangre y el clamor por justicia. Del movimiento de ese oleaje se define el resultado del tumulto.

Pero lo que resulta más aleccionador es el análisis que hace Manzoni del comportamiento colectivo cuando la peste llega a Milán. Lo primero es negar el hecho: la peste no existe. Los primeros en negarla son las autoridades, que reaccionan tarde y burocráticamente: “las medidas de prevención, resueltas el 30 de octubre, no fueron redactadas hasta el 23 del mes siguiente… cuando la peste ya había entrado”. La gente se burlaba de quien lanzara alguna voz de alerta. Lo segundo, es intentar ponerle otro nombre: decir que las víctimas cayeron por enfermedades comunes. Y, cuando paulatinamente se admite la desgracia, buscar culpables e inventar razones.

En la novela, los primeros culpables visibles fueron los doctores que habían advertido sobre la llegada de la calamidad. Matar al mensajero. Estos dos señores “ya no podían cruzar plaza alguna sin ser asaltados por groserías, cuando no por pedradas”.

Posteriormente la gente llega a convencerse de la existencia de untores, personas llevadas por la maldad o por algún designio del enemigo -se combate contra Francia en un episodio de la Guerra de los 30 Años- dirigido a despoblar Milán para ocuparla sin resistencia. Y empieza una caza popular de brujas: al anciano que sacude la banca de la iglesia, a los jóvenes turistas franceses llegados en mal momento. Se llega a la situación en la que la autoridad no puede oponerse más a las exigencias del pueblo, y un barbero termina por ser ejecutado (y será tema de otro libro de Manzoni, un ensayo histórico: La colonna infame). En otras palabras, la irracionalidad popular -esa búsqueda por culpables visibles- se impone a la fuerza y al raciocinio del Estado.

Esa misma irracionalidad provocará que se haga una procesión, por todos los barrios de Milán, con los restos de San Carlos. La muchedumbre que se arremolinará para venerar la reliquia creará un enorme contagiadero, la peste se multiplicará… pero la culpa se achacará a los untores, esos extraños, forasteros, agentes del mal, que habrían aprovechado la circunstancia para esparcir su veneno.

De la negación se pasa a la paranoia. Milán se va convirtiendo en una ciudad fantasmal, en la que las personas se alejan si ven a alguien acercarse, donde reina la desconfianza en el prójimo. Y se da un proceso de locura colectiva, de la que muy pocos se salvan (los que tienen “buen sentido” por encima de la opinión mayoritaria). Esa locura atraviesa las instituciones, que se vuelven perversas, y termina resolviéndose en un caos en el que el verdadero poder reside en los monatti, los encargados de recoger cadáveres o de llevar enfermos al lazareto. Ese lumpenaje empoderado grita sin recato “¡Viva la mortandad!”. 

¿De dónde nace esa locura colectiva? Del miedo a perder la vida y los bienes, sin duda. Pero también de la existencia de un Estado incapaz de garantizar nada más allá de una burocracia cruel y de la expedición de leyes que nadie respeta, porque nadie las hace cumplir: son simulaciones. Nace, sobre todo, de la negativa a escuchar las voces de la ciencia, al doctor Tadino que insiste en que los agonizantes que confiesan ser untores lo hacen porque la enfermedad les afectó el cerebro.

La devastación de la hoy llamada “peste manzoniana” fue enorme. Cuando llegó, Milán tenía 200 mil habitantes; cuando se fue, la población se había reducido a 64 mil. Proporciones aparte, hay varias similitudes con lo que hemos vivido respecto al coronavirus.

El fenómeno de negación era, al principio, común en muchas partes. Muchos creíamos que la expansión del virus sería limitada. Lo importante es que también la mayoría de los gobiernos lo hicieron. Es hipotizable que los países del Extremo Oriente y Oceanía estén teniendo mejores resultados frente a la pandemia, porque gobiernos y poblaciones sintieron desde el inicio que estaba cerca, por cuestión geográfica. Los demás, por mucha globalización que nos comiéramos en los discursos, la vimos lejana.

Algunos gobiernos, como el de Milán hace casi cuatro siglos, siguieron por un tiempo resistiéndose a la evidencia. A veces, incluso, con pensamiento mágico. Pensemos en el milagro que esperaba Trump o en el elogio a los Detentes que hizo López Obrador. Habría que pensar si, como sus émulos del siglo XVII, los gobernantes no estaban interpretando (y a su vez, retroalimentando) un sentimiento popular.

Luego, hemos pasado por diferentes fases. Una es la del rechazo al diagnóstico: hay algo de terrible en tener COVID. Es ser un apestado. Es morir sin el duelo correcto y esperado. Estamos ya en la de la paranoia, en donde la gente se mira con desconfianza detrás de las mascarillas.

En el proceso, hacemos el esfuerzo por mantener el “buen sentido” y no enloquecer con el sentido general. Quién sabe si lo logremos.

Otro fenómeno ha sido el de buscar factores externos, visibles, contra los que descargar la rabia. Los médicos apedreados del año 1630 encuentran equivalente hoy en que los han sido acusados de “inyectar COVID” y en el personal de salud al que le han echado cloro para alejarlo. Se convierten, antes que los apestados mismos, en la representación humana de la enfermedad. Incluso hemos tenido unos cuantos casos de turbas que se comportan exactamente igual que las de la novela de Manzoni.

Es común que, en situaciones extremas, la emotividad prevalezca sobre la razón, y en esas ocasiones sean comunes las distintas versiones del complot. En las redes sociales se generan untores a montones. Los chinos, que quieren acabar con la democracia occidental y lanzaron el virus; Bill Gates, que quiere hacer negocio con las vacunas; Trump, a quien el jueguito se le volteó; o el capitalismo internacional, que quiere acabar con los ancianos para deshacerse del peso fiscal de las pensiones y, en los casos más burdos, los creadores de la 5G o “el gobierno”, que quiere hacer control poblacional esparciendo el virus mortal.

No ha habido procesiones con cadáveres de santos para aplacar esta pandemia, pero sí quien insista en que las aglomeraciones no son problema, porque hay que mantener las economías a todo lo que dan. Suelen promoverlas los miembros de otra poderosa religión: la que adora a Mammón, Dios del Dinero.

En fin, que pasan las epidemias, segando vidas. La humanidad las supera, pero -aunque se disfrace de nueva cultura y alta tecnología- en el fondo sigue siendo la misma. Al menos, sigue siendo muy parecida a la que Manzoni diseccionó.

jueves, mayo 21, 2020

Elogio de la pobreza

A continuación dos textos que pretender ser más que coyunturales. Por fortuna, la unidad de la oposición evitó que el proyecto de darle todo el poder al Presidente fructificara.


Elogio de la pobreza





Ante la evidencia de que la economía mexicana va a decrecer a una tasa jamás vista por esta generación, el presidente López Obrador ha vuelto a sacar la idea de que el PIB es una medición equívoca y que es más conveniente pensar en el bienestar espiritual.

Este giro retórico puede ser visto como una salida por piernas, de entre las cuerdas, ante una situación imposible que se ve venir. No es así. Hay una intención política en ello. Y hay también una visión genuina de las cosas, que podríamos resumir en el concepto del elogio de la pobreza.

Poner el bienestar espiritual por encima del material embona muy bien en la psicología de mucha gente, sobre todo quienes fueron formados en ambientes religiosos. Embona con la idea de moralizar la vida pública y con la construcción de una dicotomía maniquea: materialistas contra idealistas, egoístas contra altruistas, neoliberales contra transformadores. Ya dijo AMLO, con todas sus letras, que quien no está con él es un corrupto.

La idea del bienestar espiritual por encima del material y el reencontrado desdén por las tasas de crecimiento, abona a la fijación de diferencias entre quienes, según la tradición melodramática mexicana, tienen bienestar material (“los ricos”) y quienes tienen bienestar espiritual (“los pobres”). Da también alimento para rechazar los lógicos y a menudo fríos argumentos de quienes abogan por una economía más dinámica… o de perdida menos famélica.

En otras palabras, el discurso del bienestar espiritual legitima políticamente la incapacidad del gobierno federal para dar una mínima respuesta de crecimiento al reto de la crisis del coronavirus y, al mismo tiempo, permite al Presidente prestar oídos sordos a las voces que, incluso dentro de su grupo político, están llamando a un acuerdo nacional entre diferentes actores sociales. Le da carta blanca para seguir actuando de manera unipersonal.

En esa lógica entra perfectamente la idea de que las empresas se tienen que rascar con sus propias uñas. Sólo se salvan, y muy relativamente, las microempresas familiares. El concepto detrás de ello es que las medianas y grandes empresas, no se crearon para la supervivencia familiar, sino fueron creadas para que sus dueños y accionistas ganaran dinero, en pos del vulgar bienestar material. Y que en el camino no crean empleos, sino que explotan a los trabajadores. Rescatarlas, por tanto, no es a favor del empleo, sino de la continuación de la explotación, para favorecer el enriquecimiento de unos cuantos.

La gran mayoría de las naciones han adoptado, ante la crisis, medidas contracíclicas, destinadas a apoyar a los trabajadores que han perdido sus empleos y a dotar de liquidez a las empresas que han tenido que parar, así como dedicar más recursos a fortalecer los golpeados sistemas nacionales de salud. La idea principal detrás de esto es evitar las quiebras y el desempleo masivo, y poder así lograr una más rápida recuperación económica. En México no ha sido el caso.

¿Por qué? En parte porque quienes durante muchos años preconizaron medidas de austeridad que se tradujeron en mayor desigualdad social, ahora abogan lo contrario. El FMI, el Banco Mundial y las organizaciones patronales no pueden tener buenas intenciones, considera AMLO. Pero también porque la política de dejar hacer y dejar pasar, en esta ocasión, debilita a la clase empresarial como un todo. Debilita a las clases medias levantiscas. Nos mueve a todos hacia una pobreza digna, y buena, si es que los apoyos sociales surten efecto.

El problema es que el proceso, como en toda crisis, no se da de manera lineal y aterciopelada. Habrá sectores que se fortalezcan y otros que tiendan a desaparecer. Habrá regiones que resistan y otras que se desplomen. Habrá un nuevo arreglo. Y en ese arreglo, entre 7 y 8 millones de mexicanos se incorporarán al rango de quienes padecen pobreza de ingresos. Que es estar por debajo de lo que se entiende por “pobreza digna”. La mayoría de estos nuevos pobres-pobres vive en las ciudades.

Eso significa también que el paso al bienestar espiritual está lejos de ser automático. En primer lugar, porque el bienestar espiritual no se basa en la resignación o en la abnegación, sino en la existencia de satisfactores no monetarizados: salud, educación, justicia sin distinciones, seguridad pública, un medio ambiente limpio, la sensación de libertad y solidaridad.

Ninguno de estos se logra cuando las economías van en picada, cuando crece el desempleo y el Estado, en el afán de la austeridad, no gasta lo suficiente en servicios públicos. Una cosa es que el presupuesto se destine pensando de manera prioritaria en lo social y no en el crecimiento per se, olvidándose del famoso PIB, y otra es apachurrar el presupuesto como si reducir el PIB fuera saludable y purificador.

En estas páginas he abogado, en distintas ocasiones, en contra de la utilización del PIB y su tasa de crecimiento como equivalentes al bienestar económico. Es un fetiche, y sus límites analíticos fueron expresados por su propio creador en términos modernos, Simon Kuznetz. Es necesario avanzar hacia una medición más certera y más cercana del bienestar. Otros indicadores, relacionados con el desarrollo humano en sentido amplio, apuntan a ello, pero aún son insuficientes. Pero en todas las mediciones la gente tiene y percibe menos bienestar cuando la economía se desploma.

Y en todas hay una correlación entre pobreza y desdicha, sobre todo si la pobreza es nueva. No parece un horizonte deseable.



Todo el poder al Presidente



El Congreso discutirá una iniciativa en la que el presidente López Obrador se da, explícitamente, todo el poder para reasignar el presupuesto federal, por razones de emergencia económica.

Pongo el énfasis en el adverbio “explícitamente”. En realidad, han sido múltiples las ocasiones en las que el Ejecutivo, a través de la Secretaría de Hacienda, ha hecho ajustes al gasto público sin necesidad de recurrir al Legislativo para su aprobación. No recuerdo que algún recorte presupuestal en las pasadas administraciones haya sido consensuado.

Si en el pasado, la Cámara de Diputados se hizo la occisa respecto a sus atribuciones, porque lo predominante era la simulación, lo que se pretende ahora es que quede claro que quien decide cómo se distribuyen los dineros es el Señor Presidente.

Recordemos que para AMLO los símbolos en el mensaje son tan importantes, o más, que el contenido. El símbolo es: el Legislativo se hace a un lado y pone todo en manos del Ejecutivo y de su titular. No será contrapeso a sus decisiones. Ni ahora, cuando el partido del Presidente tiene mayoría en la Cámara, ni en el futuro próximo, cuando pueda no tenerla.

En esas circunstancias –y más, considerando que cualquier cosa puede denominarse “emergencia económica”- la factura del presupuesto federal de parte del Congreso se convierte en una mera pantomima. Todo el poder al Presidente. “Es legal porque lo deseo”, como dijera Luis XIV.

En ese sentido, incluso la definición de “proyectos prioritarios” pasa bajo el tamiz personalista. ¿Quién define las prioridades? El propio titular del Ejecutivo. E igual de prioritarios resultan los programas sociales –a los que se puede acusar de clientelares e insuficientes, pero no de necesarios- que la refinería de Dos Bocas, que es ejemplo monumental de lo que no debe de hacerse en estos momentos.

También hace que, al pasar decisiones que deberían ser colectivas a la voluntad de un hombre, los prejuicios de ese hombre tengan preponderancia. Así con el malhadado concepto de austeridad mal entendida, el mismo que hará que la depresión económica en México termine por ser una de las más profundas de América Latina.

Esta acumulación de poder, en nombre de la emergencia –y, de paso, también de la lucha contra la corrupción- no fácilmente termina ahí. Lo hemos visto muy recientemente en las actitudes de López Obrador respecto a otros actores económicos.

El Banco de México se ha portado a la altura de las circunstancias, en esta crisis. A diferencia de lo que pasa en materia fiscal, el estímulo del lado monetario ha sido muy bueno. Banxico ha utilizado todos los instrumentos a su alcance para que paliar la crisis económica en curso, cuya gravedad reconoce. Sólo manteniendo la capacidad del sistema financiero para otorgar créditos a costos más bajos, y garantizándole la liquidez, puede evitarse la catástrofe total.

Pero a AMLO no le pareció que el Banco haya apelado a la ley para no soltar con un año de anticipación los remanentes (que todavía no tiene) y que haya hecho hincapié en su autonomía. Señala que las reservas no son de Banxico, sino de la nación. Pues sí, pero el problema es que él se confunde a sí mismo con la nación.

Tampoco le parece que, en ausencia de un rescate por parte del gobierno, los empresarios decidan apoyarse entre sí. Criticó con fuerza el acuerdo entre el Consejo Mexicano de Negocios y el Banco Interamericano de Desarrollo para traer créditos a medianas y pequeñas empresas. Llama neoliberalismo a lo que parece ser, en principio, solidaridad empresarial. Y buscará bloquearlo.

En el camino, AMLO confundió las cosas. Dijo que el banco central andaba rescatando empresas, lo que no es el caso, ni está entre las atribuciones de Banxico, que sólo se encarga de garantizar liquidez en el sistema financiero. Y también declaró que Hacienda no aprobaría el crédito del BID, sin percatarse que se trata de un acuerdo entre privados. Incluso, si México absurdamente hubiera votado en contra en el BID, es sólo un socio entre muchos. Perdido y mal aconsejado.

A estas alturas, pareciera que el deseo de AMLO es que no haya apoyo alguno a las medianas y grandes empresas, que no tengan créditos, que se rasquen con sus propias uñas o, tal vez preferiblemente, que se mueran. Todo salvamento de una empresa grande o mediana lo ve como una reedición del Fobaproa. Tal vez vería la desaparición de algunas como una suerte de purificación de la vida económica nacional. Un paso adelante hacia la economía moral que nos depara el porvenir.

Eso sí, parafraseando a Orwell, todas las grandes empresas son iguales, pero hay algunas más iguales que otras. Y las más iguales son las del Grupo Salinas, que ni siquiera son mencionadas a la hora de poner el dedo flamígero sobre las que, sin ser esenciales, no han cerrado durante la pandemia.

Si el Legislativo da luz verde a las modificaciones que pretende López Obrador, será una renuncia explícita a las atribuciones para las que fueron elegidos. Un paso atrás en nuestra democracia. También, por las características del personaje, será un paso atrás en el proceso de toma de decisiones racionales en materia económica, que se acompañará de una buena dosis de retórica para tratar de convencernos de que se trata de acciones de justicia y austeridad republicana.

El tiempo demostrará que las decisiones equivocadas –la que puede tomar la Cámara y las que ya ha tomado López Obrador- las terminaremos pagando todos los ciudadanos, no solamente aquellos que están en la cúpula económica. Más, si el Presidente, se convierte en algo así como Economista en Jefe de la Nación, que es hacia adonde vamos.