martes, noviembre 24, 2020

Sofismas, argucias y carbón

Por más que se le ha advertido, el presidente López Obrador sigue creyendo que metiendo grandes cantidades de dinero a las empresas energéticas estatales el país va a salir adelante: fortalecido económicamente, justo y moderno.

Ese es un argumento falso, que tenía apariencia de verdad hace cuatro o cinco décadas. En otras palabras, es un sofisma.

Dejemos de lado por un momento los problemas de todo tipo que tienen Pemex y CFE, y pensemos en el concepto mismo: empresas energéticas públicas como locomotoras del desarrollo de una economía previamente diversificada. Es, simplemente, algo que no se sostiene.

Podemos pensar en grandes empresas petroleras estatales como palanca del crecimiento si se dan cuatro circunstancias simultáneas: uno, las reservas petroleras son enormes, lo que genera niveles muy elevados de exportación; dos, el precio del petróleo es razonablemente alto y las expectativas a futuro no son de que ese mercado se vaya a deprimir; tres, hay suficientes recursos financieros como para hacer grandes inversiones que modernicen y diversifiquen la empresa; cuatro, los otros sectores de la economía están relativamente atrasados y no hay una diversificación que permita el desarrollo a partir de otros mercados.

En el México de hace medio siglo se daban, más o menos, tres de las cuatro precondiciones; para la cuarta, se buscaron y consiguieron los recursos financieros a un costo que después resultó muy alto. En la actualidad no se da ninguna precondición, y como Pemex fue exprimido en exceso con tal de no hacer una reforma fiscal, una parte importante del dinero que se le destine irá a fondo perdido.

Pero López Obrador está casado con esa idea del desarrollo de su época de universitario, que ya algunos criticaban, desde la izquierda, en aquel entonces. Heberto Castillo hablaba del absurdo que era quemar grandes cantidades de carbón o gas para generar electricidad que recorría cientos de kilómetros… para que una señora calentara con una resistencia el agua para su Nescafé. Otros subrayaban que ese tipo de desarrollo, depredador de los recursos naturales, tenía sus límites en la Tierra misma y era insostenible en el mediano plazo. Se decía que el desarrollo basado en los energéticos terminaría revirtiéndose: era un engaño cortoplacista, una falsedad.

Ese modelo, pues, tenía su dosis de sofisma. Estaba sustentado en algunos argumentos falsos que se hacían pasar como verdades absolutas.

Más de una generación después, y después de varios auges y tumbos en los mercados del petróleo, el mundo se encuentra en una transición energética. En ella, los sectores que se están volviendo obsoletos hacen su lucha para no ser totalmente desplazados. Cuando los condenan los mercados, por un lado, y la más elemental consideración social y ecológica, por el otro, voltean hacia la política (o la politiquería) para defenderse. Es el caso del carbón.

Esa industria, que fue clave en la primera ola de la industrialización mundial, ha perdido fuerza en los últimos años, desplazada por otras que son más económicas y eficientes, pero, sobre todo, menos dañinas para el medio ambiente. En varios países, se agarró de los políticos conservadores, que normalmente se oponen a las regulaciones gubernamentales, minimizan los problemas causados por la contaminación y niegan el cambio climático.

Un caso típico de esta relación entre el carbón y los políticos conservadores es Estados Unidos. En 2016, Donald Trump hizo campaña en estados como Virginia del Oeste, Arizona y Pensilvania, afirmando que las regulaciones al carbón afectaban los empleos y el modo de vida de los mineros. Relajarlas haría regresar el progreso a esas zonas.

López Obrador, no casualmente, acaba de hacer lo mismo en Coahuila. Asegurar que habrá más compra de carbón de parte de la CFE para promover el empleo en la región.

El resultado de los apoyos de Trump para el carbón resultó en el peor de los mundos posibles. Según un dirigente minero de Arizona, les “jugó una charada”. La disminución regulatoria significó un ahorro promedio de mil millones de dólares para cada empresa carbonífera. Significó, además, que la población gastó $3,200 millones de dólares más por electricidad que de haberla obtenido mediante alternativas más baratas, que van desde el gas hasta la energía solar. A cambio, el aumento en el empleo de los mineros fue marginal, porque se multiplicó la productividad promedio de cada trabajador:  140 toneladas extraídas al día.

En otras palabras, perdieron el medio ambiente, la salud de la población, los consumidores y el fisco; los pocos nuevos trabajos obtenidos son con niveles altos de explotación. A cambio, las empresas aumentaron sus ganancias.

En términos políticos, sólo en el estado más dependiente del carbón, Virginia del Oeste, siguen apoyando esa política. En los otros, se le han volteado a Trump, por esa y otras razones.

¿De verdad cree López Obrador que se promueve el empleo a través de la compra masiva de carbón? En las mineras modernas, sólo habría más productividad por el mismo salario. Y los pozos carboníferos son tan inhumanos que no pueden considerarse opción.

En cambio, y a pesar de las evidencias, AMLO ataca constantemente las energías limpias. No importa que ya generen más de la mitad de la electricidad en la Unión Europea. La razón es una: quienes trabajan con esas energías no son empresas estatales. Pero en vez de promover, en congruencia, una reconversión de las empresas públicas hacia las fuentes energéticas del futuro, se aferra a avanzar, como en todo, hacia el pasado idealizado de su juventud.    

Lo que es seguro es que sus aliados políticos de la industria del carbón se preparan para engordar sus carteras. Del falso sofisma pasamos a la argucia.