martes, abril 22, 2014

Gabo, periodista


Ahora que a todos se nos fue García Márquez, vale la pena recordarlo en sus muchas facetas. No puedo sino preferir la de periodista, porque Gabo nos deja muchas cosas a quienes la vocación –que no la escuela- nos llamó a ejercer el mejor oficio del mundo. No puedo sino recordar que uno de los máximos escritores en lengua española se hizo en las redacciones de los diarios.

El periodismo era un oficio cuya práctica, dice García Márquez, “imponía la necesidad de formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de fomentarla”.  Un oficio de avidez intelectual y vital, un oficio de creatividad y compromiso con los hechos, de reflexión y modestia.

Algo queda de ese ideal en estos tiempos, pero un tanto desvanecido. Ciertamente, “los periodistas se han extraviado en un laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro”. Gabo hablaba de ese extravío antes de la masificación del internet, antes de Google y de Wikipedia. Es el extravío, también, en las autopistas de la prisa, de la competencia, de la confusión del entretenimiento con la noticia, de la fijación con el mítico lector “moderno” con severo déficit de atención.

Advertía contra la sacralización de la fuente, que toma como verdad absoluta las declaraciones y es incapaz de ser crítica, entre otras cosas porque no escucha y se atiene a la grabación (o peor, al boletín).

Su elogio de la libreta, del oído aguzado y de una ética “que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón”, debe ser un aldabonazo en la conciencia de todo periodista. Hay que editar con inteligencia en la medida en que se escucha, preguntar por lo que no se entiende y, sobre todo, confrontar los dichos con la realidad. Al mismo tiempo, se requiere reconocer que existen los hechos incontrovertibles, pero no las verdades absolutas y que en el periodismo todo es provisional.

En los reportajes de García Márquez trasudan muchas cosas. La evidencia del diálogo con los protagonistas para entender sus razones, el ojo irónico y la ausencia de esa sensiblería cursi tan cara a los latinoamericanos. Pero sobre todo, el lenguaje bien armado en una narrativa clara, la palabra exacta en el momento justo, el tropo utilizado con corrección, el respeto a la lengua como instrumento de comunicación.

Y en toda la obra de Gabo trasuda un tema que suele ser obsesivo para quienes nos dedicamos a este oficio: las relaciones de la sociedad con el poder en sus múltiples expresiones. Si algo en el mundo tiene realmente cien años de soledad es la que da el poder absoluto, la  que desconecta al autócrata de la realidad, la que lo vuelve paranoico, la que convierte al prójimo y a las sociedades en una mera maraña de intereses. Una de las muchas claves de lectura de la obra de García Márquez es la de la relación cambiante, fluida, entre quienes tienen poder y quienes no lo tienen.

En ese sentido, está muy claro que la relación de García Márquez con los políticos poderosos fue a partir de una fascinación mutua, porque esos poderosos se veían reflejados en la obra del colombiano de una manera cristalina, precisamente por las exageraciones. Los políticos lo buscaban, pero era una búsqueda de ambas partes, porque la obra literaria de Gabo es también un diálogo constante con ellos.  Ese diálogo, a veces cordial, a veces ríspido, es también una constante en el periodismo.

Finalmente, hay una cualidad en García Márquez que no hay que dejar pasar: la disciplina profesional. Está presente en su obra literaria –famosa es la anécdota de cuando iba camino a Acapulco y se dio la vuelta porque el ángel monstruoso de la inspiración lo había tocado, y se puso a escribir todos los días, durante 18 meses, hasta terminar su novela cumbre- y su proverbial carácter madrugador para empezar escribiendo cada jornada.

Pero está presente, sobre todo, en su formación periodística: en su capacidad para pergeñar un texto en el tiempo convenido. Su oficio periodístico cristalizado.

Cuando ya no era reportero, sino un famoso escritor que colaboraba en los diarios, García Márquez contaba de su desespero porque le llegara la inspiración para su columna semanal, y de cómo, escogido el tema,  recogía mentalmente las piezas, las comprobaba con rigor y las escribía de manera clara y correcta, a sabiendas de que “la buena escritura es la única felicidad que se basta de sí misma”. Siempre entregaba sus textos y lo hacía a tiempo.

Contaba también de la mala conciencia que lo corroía cuando no tenía ganas de escribir su columna, y la obligación que se imponía, aun en las más difíciles circunstancias (la playa, la factura de una novela genial, la inexistencia de una máquina de escribir, la enfermedad). 

Ese “sentido casi bárbaro del honor profesional” es, me parece, una de las enseñanzas más profundas que nos pudo dejar Gabo a quienes no tenemos su facilidad innata para escribir. Vale para el periodismo. Vale también para cualquier otra actividad humana a la que uno se dedique.

miércoles, abril 09, 2014

Biopics: Con chamba en La Jornada



La economía familiar estaba del nabo y era necesario allegarse de más recursos. Encontré una magnífica oportunidad en La Jornada, cuando Carlos Payán me ofreció ser asesor de la dirección, a principios de 1986. El nombre del puesto era mucho más rimbombante de lo que significaba.

El trabajo consistía fundamentalmente en dos cosas. La primera era asistir a la junta de redacción de las 19:00 horas, participar (poco) y luego, a partir de lo discutido en la junta, redactar los dos editoriales que publicaba ese periódico. La segunda era comentar con el director acerca de asuntos económicos de coyuntura y, de ser el caso, también hacerlo con la gente de la sección de economía para “dar línea” en la materia. He de decir que hice mucho más de la primera que de la segunda.

Arreglé en la Facultad de Economía mis horarios de modo que tuviera solamente grupos matutinos. Así, iniciaba mi jornada muy temprano, daba mis clases, iba a mi cubículo a leer y escribir (o al de Maca a platicar), terminaba cerca de las tres de la tarde, iba a casa a comer, descansar un rato (o llevar a Rayo a Pumitas), y de ahí a tomar el Metro al centro, rumbo al periódico (llegué a conocer tan bien la ruta que ya sabía exactamente dónde pararme para que se abriera frente a mí la puerta del vagón que iba a ir menos lleno), llegar a la junta, pergeñar los editoriales (bajar por una hamburguesa de pollo al KFC de la esquina, toparme con el jefe de redacción que iba rumbo a la cantina para ponerse a tono), revisarlos con algún subdirector, cotorrear un rato con los de Economía y tomar el último Metro rumbo a casa.

La forma de abordar y corregir los editoriales que yo escribía era muy distinta, según si los revisaba el director o alguno de los muchos subdirectores (y nunca se sabía quién tocaría). Los barcos eran Payán y Carmen Lira (que además era apapachadora); Granados Chapa era muy serio y en realidad se dedicaba solamente a hacer correcciones nimias de estilo (mientras más ampuloso, mejor); Héctor Aguilar Camín era el más quisquilloso, porque no sólo corregía asuntos de estilo, sino que pensaba y repensaba el contenido, armaba un diálogo conmigo (en el que a veces había dos Héctores discutiendo entre sí) y terminaba por darle una visión más analítica y menos militante al editorial, al que luego tardaba un buen rato en ponerle un nuevo título. Pero de quien más aprendí fue de José Carreño Carlón, porque Pepe no se iba por las ramas, entendía el sentido político del editorial y hacia allá apuntaba, si era necesario: una frase, un adjetivo o una sugerencia bien puestos eran lo que daba fuerza y dirección al texto.

En pocos meses fui adquiriendo un callo extraordinario para escribir los editoriales. Al principio me costaban una hora cada uno y llegué a hacerlos en quince minutos (o menos, si se trataba de economía). Estaba avanzando en un oficio, el periodístico, al que dedicaría muchos de los mejores años de mi vida.

Una vez  estaba yo en friega escribiendo cuando se escucharon voces de una manifestación afuera del periódico. Eran maestros (ha de haber sido en mayo de 1986). Agucé el oído para escuchar sus consignas. No eran las clásicas de “¡Prensa vendida!”. Todo lo contrario: coreaban “Jornada, Jornada, la prensa más honrada”. Varios bajamos a la calle de Balderas. Recuerdo a Adolfo Gilly con una sonrisa de oreja a oreja. No podía explicarme por qué, pero yo tuve una sensación agridulce. Tal vez (pienso ahora) porque sentía en mis adentros que la prensa no tiene que entusiasmar militantemente a nadie.

miércoles, abril 02, 2014

Paz, el incómodo





En la celebración del centenario de Octavio Paz se ha comprobado que todo cabe en un jarrito, sabiéndolo acomodar. Hasta el incómodo Paz.  

Me sumaré alegremente a la celebración, en el entendido de que, como todos los demás, no puedo hablar del poeta sino cuando habla por mí, cuando considero que hay vasos comunicantes entre nuestros intereses y nuestra visión (y esa es, precisamente, la misión que Paz daba a la palabra).

Entiendo a Paz como un hombre estrictamente del siglo XX, con los intereses y obsesiones político-culturales que caracterizaron ese siglo. En particular, los problemas de la libertad humana y el papel del erotismo en la búsqueda de esa libertad y de la comunicación entre las personas.

A Paz le tocó vivir en su infancia y su primera juventud el nacimiento de dos movimientos que habrían de marcar el siglo: los opuestos totalitarismos fascista y bolchevique, y durante las décadas siguientes, la preeminencia en el mundo intelectual de una ideología  derivada del segundo: el marxismo en su simplificación leninista.

Su tendencia vitalista llama a Paz a participar en las misiones educativas de Lázaro Cárdenas y a solidarizarse activamente con la lucha de la República Española contra el fascismo. El viaje a la España en guerra lo marcará para siempre, porque ahí es capaz de ver no solamente la barbarie franquista, sino también, en el otro lado del espejo, las atrocidades de los comunistas en el lado republicano. La ruptura con el socialismo será paulatina, pero definitiva.

Buena parte de la posterior obra político-poética de Paz será una suerte de duro diálogo consigo mismo, con su propia ingenuidad. Será una defensa a toda costa de la libertad, acompañada de una crítica despiadada –porque dotada de una visión muy aguda de su actualidad- a los sistemas de pensamiento que doblegaban, confinaban o mediatizaban esa libertad.

Al mismo tiempo, y esto me parece particularmente relevante, Paz nunca dejó de acariciar las utopías, de escuchar fascinado sus cantos de sirena, aún a sabiendas de que no existen. Ejemplo de ello es su estudio-introducción sobre El Nuevo Mundo Amoroso  de Charles Fourier, el delirante utopista francés, que imagina una suerte de socialismo corporativo, libertario, feminista y poliamoroso; un pensador que imaginaba, escandalosamente para Occidente, que el placer era bondadoso.

Paz deshace a Fourier y, al mismo tiempo, no puede esconder su encanto. Sabe, a diferencia del francés, que el ser humano no es naturalmente bueno y que la sociedad tiende a ser represiva, pero encuentra en él un puente para refrendar el hallazgo de vasos comunicantes de sus intereses: la relación entre poesía y lenguaje, que en Paz es similar a la que hay entre erotismo y sexualidad o entre libertad y democracia. Las primeras son siempre las formas superiores.

Poesía y erotismo son formas de búsqueda de la libertad en sociedad, porque son búsqueda del otro, de lo otro. El amor implica ir en pos del “más allá erótico” y significa, a su vez, ir en pos de la libertad, pero ya no la propia, sino la del otro. En ese sentido, Paz entiende la libertad como algo que no es y no puede ser estrictamente individual, sino resultado de una relación social. Y el erotismo, como algo que se da en la búsqueda de otredad, en la “sed de otredad” (que, por otra parte, también nos explica mucho de las religiones).

Libertad, poesía y erotismo se funden en Paz. Son los ejes, creo yo, de su cosmovisión. Una visión completa, cumplida y totalizante, que se convierte –en el paso de los años- en una visión que pretende ser hegemónica en la vida cultural de México.

En esa visión con pretensiones de hegemonía, Paz realiza una crítica severa al sistema político y cultural mexicano. Lo primero que hace es intentar explicarse, en su ensayo más famoso, el por qué de las especificidades nacionales (que alejan a México de cualquier encuadre analítico liberal o marxista); después desmenuza las coyunturas, que siempre desembocan en el mito incumplido de la Revolución, en la estructura autoritaria y en el uso político de la ideología nacionalista.

Estas críticas –y su rechazo al liberalismo capitalista de corte democristiano-  hacen de Paz un outlier en el mundo político mexicano. Alejado del catolicismo de Acción Nacional, crítico de la ideología y el sistema priistas, peleado con las izquierdas, aun con las que se decían democráticas, el poeta mantuvo una actitud desafiante, fragorosa, y a veces pontificante. Fue un polemista constante.

A estas alturas, está claro que, en sus polémicas más relevantes, las que sostuvo contra la izquierda, la historia le dio la razón a Octavio Paz. Pero suele interesadamente olvidarse que Paz no estaba en un bando de la guerra fría, que criticaba con su acostumbrada ferocidad al capitalismo salvaje que se imponía con el disfraz de liberalismo y que preveía ya una “gangrena moral” en las sociedades que lo sucederían.

Hoy, salvo algunos despistados que veneran a Paz “sólo por su poesía” (como si estuviera desconectada de todo lo demás), el intelectual fallecido hace ya 16 años es objeto de homenajes de parte de tirios y troyanos. Estoy seguro de que le hubiera encantado verlos, porque así es esto de la vanidad. Pero esos homenajes no le van a quitar nunca lo incómodo. Porque la inteligencia suele ser incómoda.