Los juegos olímpicos se originaron en la antigua Grecia. Esta cultura es, a su vez, origen de la civilización occidental. Si nos atenemos a los significados profundos, lo que conocemos como olimpiadas no son otra cosa que la demostración, en clave moderna, del triunfo de los valores de occidente.
Son estos valores los que transporta la llama encendida por las vestales de Olimpia a través del mundo. Les ponemos otros nombres: amistad entre los pueblos, paz, hermandad, pero en realidad el fuego está marcado por la competencia, la búsqueda de superioridad nacional y, más recientemente, por el reino de la mercadotecnia.
La idea original de Pierre de Coubertin era clasista y elitista. Suponía que si los mejores jóvenes de las diferentes naciones se conocían a través del deporte, estarían menos dispuestos a guerrear entre ellos. Por eso el énfasis inicial en que asistieran universitarios –los futuros líderes de las naciones- y en la glorificación del amateurismo.
La etimología de la palabra “atleta” significa “alguien que compite por un premio”. Los participantes en los juegos olímpicos de la antigua Grecia eran profesionales. Pero normalmente –y era todavía más claro hace un siglo- quienes practican deporte profesional no provienen de las clases acomodadas. Son pueblo, no elite. Los juegos olímpicos de la era moderna no fueron ideados para ellos. Mucho menos para los pueblos no occidentales.
Bajo esa lógica férrea, no resultó tan extraño que en San Luis Missouri, en 1904, hubiera una competencia paralela a los Juegos Olímpicos, “antropológica”, en la que participaban atletas de razas diferentes a la blanca. Y terminaba por ser obvio que personajes como Jim Thorpe, Dorando Pietri y Paavo Nurmi –precisamente los pioneros que han alcanzado inmortalidad olímpica- fueran impedidos de seguir participando por haber cobrado alguna vez (y a Thorpe, por ser indio y tremendamente popular, le arrebataron sus medallas).
El concepto “lo importante no es ganar, sino competir” implicaba, por un lado, seguir las reglas del caballero finisecular; por el otro, también significaba ser competitivo sin querer avasallar. Ojo, la frase no dice que lo importante sea participar (haciendo bola en los últimos lugares), sino luchar efectivamente por la gloria.
Pero los tiempos fueron modificando el evento. Tal vez el cambio más evidente fue en Berlín 1936, cuando se obvió su uso político de parte del régimen nazi. Recordemos que el fascismo glorificaba la juventud, la virilidad y la pureza (esa que se obtiene mediante el fuego), y la competencia misma estaba destinada, en medio de ceremonias solemnes y grandiosas, a testificar la superioridad de la raza aria. Jesse Owens no alcanzó la inmortalidad por sus logros excepcionales como deportista, sino porque le aguó -relativamente- la fiesta al Führer.
Los juegos de 1948 y 1952 son recordados con cariño por los románticos del olimpismo: exitosos sin grandilocuencia y todavía no dominados por el siguiente tema que ciñió su sombra: la Guerra Fría. Cuando la Unión Soviética decide participar, lo hace para demostrar la superioridad de su sistema político: los nuevos Espartacos derrotarían a los señoritos aburguesados. El asunto se convierte en una competencia política descarnada en la que el Tercer Mundo se queda “nomás milando” (los chinos no, porque a Mao no le interesa competir en esa cancha).
Pronto los atletas de Europa del Este amenazarán el liderato de los estadounidenses. Es un espejo de lo que sucede a nivel mundial. Mientras la propaganda socialista asegura que sus éxitos se deben a que los pueblos son más sanos y la gente tiene más oportunidades, la propaganda occidental subraya los métodos “ilegales” para “fabricar” campeones detrás de la Cortina de Hierro. Unos mienten porque, efectivamente, la mayor parte de sus grandes atletas son de laboratorio, en el sentido de que fueron escogidos desde pequeños y desarrollados en deportes que no se practican a nivel masivo. Otros, porque sólo quieren mostrar la paja en el ojo ajeno: también en Occidente los métodos de selección y entrenamiento se hacen sistemáticos y científicos. La idea de “representantes de la juventud” que departen en paz en la Villa Olímpica es realidad esencialmente en los anuncios de Coca-Cola.
La organización de los juegos en México resulta un hito en muchos sentidos. Aquí resaltaremos solamente la agresividad con la que fue tratada la ciudad sede por los medios primermundistas. La contaminación y la altura harían que los atletas cayeran “como moscas”. Su vida estaba en peligro por competir en una nación subdesarrollada. No cayeron como moscas, volaron como mariposas, y Bob Beamon es el mayor ejemplo. No parece casual que los mismos temas hayan regresado a la palestra en los juegos de 1988 y 2008, y que no lo hayan hecho en otras ciudades famosas por su contaminación, como Los Ángeles y Atenas (ventajas de ser miembro de la UE). Nadie cierra los ojos ante los problemas ecológicos del tercer mundo, pero resulta por lo menos sintomático que se hayan cerrados ante los del primero.
En México, también, se hace explícita otra vía de politización de los juegos. El saludo negro de Smith y Carlos, los gestos de Caslavská –que entendió a la perfección su papel de representante de la oposición checa a la ocupación soviética- y el contexto general de aquellos juegos y año dejaron claro que había terminado una época. Ya no había espacios para dinosaurios filo-amateurs, y también filo-nazis, como Avery Brundage.
Hace rato que los juegos se habían comercializado –la gran nadadora australiana Dawn Fraser fue suspendida de por vida por usar un traje de baño distinto al del patrocinador en el lejano 1964-, con su difusión mundial también se volvieron caja de resonancia. Así sucedió, trágicamente, en el Septiembre Negro de 1972.
Vinieron inútiles boicots mutuos y el olimpismo resurgió, sobre todo desde 1992, con nueva fuerza, inyectada en buena medida por los patrocinadores oficiales que aprovecharon el fin de la guerra fría para tomar el campo. El canon occidental dio paso a unos cuantos deportes orientales (puedo asegurar que el frontón sería olímpico si, en vez de los dragones asiáticos, el milagro económico regional hubiera sido en América Latina) para que cada quien ocupe su lugar en el concierto deportivo de las naciones (hay palcos, plateas, luneta y gayola, según el poderío económico).
Que los juegos hayan llegado a China es significativo no sólo como aval definitivo de la globalización cultural y de los mercados, sino también como reconocimiento –el de México así lo fue- a una nación que crece dentro de estos últimos y como empujón –el de México así lo fue- para que continúe por ese camino.
Durante las próximas semanas, los fanáticos del olimpismo, disfrutaremos el espectáculo de la competencia entre los mejores deportistas del mundo de las más diversas disciplinas. Habemos quienes no nos hacemos las ilusiones de que brindarán hermandad. Al contrario, servirán para demostrar que unos pueden más que otros.
México, como otras naciones en su condición, invierte esfuerzos y recursos en jugar a alcanzar a las potencias –o a no quedarse muy atrás-. Hay que entender que lo hacemos porque somos parte de la civilización occidental (replicamos “...tenón” cuando nos dicen Partenón) y no queremos que nuestro nacionalismo sea relegado al basurero. Todo es parte de la mercadotecnia de las naciones.
Hay que entender que el canon occidental exige que si perdemos gacho, nos asalte un complejo de inferioridad cuyo resultado sea el querer “americanizarnos” en todos los sentidos, no nada más en el deportivo. Habría que comprender, también, dos cosas: que tenemos el derecho a competir sin doblegarnos a ese canon, y que cada victoria, por pequeña que sea, es percibida por las potencias como estupor y consternación. Así saben más rico.
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