Terminaron los Juegos Olímpicos y, como cada olimpiada, se reabre la discusión acerca del desempeño de la delegación mexicana, del trabajo de las autoridades deportivas y de la autoestima nacional medida en medallas.
Como sucede cada cuatro años, tras una primera semana desastrosa –al menos en apariencia-, en la segunda mitad de los juegos viene algún triunfo, y entonces el país se divide. Por un lado, los que quieren utilizar ese triunfo para borrar toda huella de fracaso y por el otro, los que insisten en que todo está perdido.
En el primer grupo, destacan las grandes televisoras; en el segundo, los opinadores de otros medios, de café y de Internet. Los primeros desean quedar bien con el poder y buscar nuevos ídolos patrocinables. Los segundos dicen que los fracasos son culpa de las autoridades, pero –eso sí- los éxitos son logro exclusivo y personalísimo de los atletas.
Sabemos que en este caso es imposible hacer un análisis totalmente objetivo, pero bien vale la pena intentarlo, usando los números, la información disponible y el sentido común. Se puede concluir que el desempeño no fue trágico, pero sería inadmisible echar las campanas al vuelo por dos oros.
Una nación del tamaño de México, con su población y economía, debería obtener entre 10 y 15 medallas en cada cita olímpica. No estamos hablando de competir con los grandes, sino de una actuación similar a la que acaban de tener Brasil, Hungría o Kazajistán. En ese sentido, seguimos muy lejos de una meta razonable, nuestros pocos atletas triunfadores son sometidos a presiones mediáticas excesivas y nuestro deporte sigue careciendo de rumbo, envuelto como está en la pugna eterna COM-Conade y en la lógica feudal de la mayoría de las federaciones deportivas.
Pero esto tampoco significa que, como rezó la vox populi durante la primera semana “hayamos hecho el ridículo” o que la delegación haya sido “de turistas”. Un vistazo al medallero nos coloca en igualdad de circunstancias con Bulgaria o Suecia (nosotros con más oro) y muy por encima de Bélgica, Austria o Grecia. E incluso, yendo más allá de las medallas, nuestro país colocó a 20 de sus deportistas (casi la cuarta parte de la delegación) entre los diez primeros lugares. El problema es que, en la gran mayoría de ellos, los mexicanos se quedaron en la orilla. El famoso “ya merito”.
El porcentaje de deportistas que terminaron bien colocados es similar al de naciones deportivas fuertes, pero no superpotencias. En otras palabras, la gran mayoría de los atletas mexicanos fue a competir en serio. El primer problema es la conversión de diplomas (de finalista) en medallas. Y aunque hay muchos elementos a tomar en cuenta, sólo señalaré los que considero más importantes: el atraso relativo en medicina deportiva –todavía hay quien cree que es cuestión de “echarle ganas”-, la presión excesiva sobre quienes tienen posibilidades –mientras menos son, mayor es su carga- y, en algunos casos, insuficiencias en los entrenadores y el equipo técnico. Aquellos casos en los que se trabajó de manera científica, con entrenadores de calidad –nacionales o extranjeros- y en los que se manejó correctamente la presión, resultaron los más exitosos.
El segundo problema es que 20 son muy pocos finalistas para un país como México. Por poner un parámetro, España tuvo 56 finalistas, que le rindieron 18 medallas olímpicas. Y ahí entramos a otro asunto, que es la falta de una auténtica cultura polideportiva en el país. Hubo demasiados deportes en los que nuestro país estaba representado por un solitario competidor, que tenía pocas oportunidades. La nación se dedica al futbol, al básquet, al beis, al taekwondo y poco más. Y cada vez más los medios masivos de comunicación nos empujan a la cultura unideportiva, es decir cien por ciento futbolera. Casualmente, es que ahí está el negocio.
La ausencia de una cultura polideportiva está ligada a la feudalización de las federaciones deportivas. Eso explica, por un lado, la exitosa resolución –con resultados para todos- del culebrón que protagonizó hace unos años el equipo de clavados, los constantes triunfos en el taekwondo (donde las rivalidades internas pudieron ser canalizadas en forma de competencia deportiva) y, por el otro, las grandes debacles en el atletismo –nos quedamos en blanco por primera vez en dos décadas- y el boxeo –algo que, desgraciadamente, no es nuevo-. Pero también nos explica por qué en muchos deportes que sí se practican en nuestro país, vamos con una representación magra (judo), simbólica (badminton, ciclismo) o nula (tenis). Y las grillas más tenebrosas están detrás de la dramática ausencia nacional en todos los deportes de conjunto.
En el mundo fragmentado del deporte mexicano, unas federaciones funcionan adecuadamente, pero la mayoría no lo hace –y en varias de ellas campea la corrupción-. Las autoridades deportivas no se han dotado de los instrumentos para deshacer los entuertos y no han informado con la claridad necesaria de la situación real que guardan las federaciones. Es ingenuo –como de seguro harán los políticos oportunistas de siempre- pedir la cabeza de Carlos Hermosillo para satisfacer a cierto público ávido de ver caer la sangre pirámide abajo, porque el problema del deporte en nuestro país es sistémico: suele organizarse en función de camarillas, sin sustento científico y poniendo por delante, exclusivamente, el dinero rápido (cuando, en el largo plazo, podría ser un negocio mucho más grande).
Si de verdad México quiere pasar de la tercera división olímpica –entendiendo que el desempeño deportivo es un espejo nacional, fundamental para la autoestima colectiva- tendría que abordar, de manera creativa, este problema sistémico, que es político, financiero, científico y de asignación óptima de recursos.
Honestamente, no parece tarea para gente de pants, tampoco para empresarios, sino para gente de auténtico pantalón largo, capaz de revitalizar lo bueno que se ha hecho (por ejemplo, las olimpiadas nacionales juveniles), de proponer esquemas audaces e incluyentes, de atraer posibles inversionistas de largo plazo, de trabajar basados en los números y en la ciencia deportiva moderna. Sólo así podría el país aprovechar la gran ventana de oportunidad deportiva (porque competiremos en todas las disciplinas) que nos ofrecen los Juegos Panamericanos de Guadalajara en 2011. De otra forma, seguiremos dando vueltas a la noria.
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