El tema que hoy domina las conversaciones, y también las preocupaciones en México, es la desaparición de Diego Fernández de Cevallos, un hombre de relevancia nacional, por su amplia trayectoria, por sus vínculos con el poder político y con el dinero, así como por su fuerte y peculiar personalidad.
Y así como ha dominado las conversaciones, ha dominado las especulaciones. Eso es algo particularmente grave, tratándose de un caso que golpea en el corazón a la clase política mexicana y que pudiera llegar a tener consecuencias sobre la gobernabilidad del país.
México es un país con gran tradición especulativa en materia política. Nos viene de lejos. En la época en que el PRI era partido “prácticamente único” no sólo en las urnas, sino también en la vida nacional, una de las actividades favoritas de los lectores era adivinar qué mensajes cifrados se lanzaban los diferentes políticos y sus grupos a través de las columnas periodísticas. Una situación típica en una sociedad cerrada, a la que se impedía al ciudadano de a pie acceder a la información de quienes estaban en la “grilla” o la “tenebra” del poder.
Y, a falta de información, el ciudadano se dedicó a especular. A veces, los grupos de poder alimentaban esas especulaciones onanistas a través de rumores convenientemente lanzados para generar zozobra o provocar fobias. De las vacunas esterilizadoras al autogolpe de Estado de Echeverría a los pitufos de peluche asesinos. Obviamente, los rumores se alimentaban de la desinformación (o del hambre de información).
Al mismo tiempo, la sensación de separación entre el ciudadano y la vida política, generó en algunos sectores de la población una suspicacia extrema, acompañada de la tendencia a verle tres pies al gato en todo lo relacionado con ese mundo ajeno. Esa actitud ha sido bautizada con un bonito (o feo) neologismo: el sospechosismo.
En ese contexto –un humus cultural en el que la suspicacia crece en la medida en que lo hace la percepción de separación entre gobernantes y gobernados-, la irrupción de los nuevos medios de comunicación, que normalmente sirven para democratizar la información, puede tener efectos lacerantes en el tejido social.
Ha sido lo sucedido con las redes sociales de Internet recientemente, cuando son utilizadas de manera equívoca –con malicia o con torpeza- en un supuesto ánimo de informar que, subrayo, no es tal.
Pasó cuando sirvieron –con algún medio comercial como altavoz- para que los desconocidos de siempre generaran un toque de queda en Morelos. Pasó, ahora, en el caso de la desaparición de Fernández de Cevallos, cuando Twitter se convirtió en una feria de rumores e imprecisiones, en las que cayó –con frivolidad imperdonable- el ex dirigente del PAN Manuel Espino, y que llegaron a golpear a dos comunicadores de radio, de reconocido prestigio.
El ansia por la primicia –que no por informar- llevó a los internautas y a algunos periodistas a matar a Diego, a reconocer su cadáver en una zona militar, a tenerlo herido y convaleciente en un hospital, a (los políticos y comunicadores) tener que retractarse, a pesar de que todos habían recurrido a “fuentes confiables” de las que no se daba su nombre.
Otros internautas, conocidos en la red como trolls, se dedicaban en tanto a imaginar complots, a felicitarse de la tragedia y a provocar a los lectores ávidos de información confiable. Desgraciadamente, hay quienes creen que estos personajes, que suelen ser muy activos en Internet, representan una muestra de las opiniones de la población, y trabajan para complacerlos. Son los campeones del sospechosismo.
La colección de redes, contactos, relaciones e información que generan los usuarios de Internet es, sin duda, parte importante del capital social con el que contamos, en México y el mundo. Pero está insuficientemente desarrollada la capacidad para discernir información y discriminar la que es válida de la que es engañosa.
Por eso recomienda, con toda razón, Umberto Eco: “Los maestros deberían enseñar el arte de discriminar... Los maestros deberían decir a sus alumnos 'Busquen cualquier tema, la historia de Alemania o la vida de las hormigas, busquen 25 páginas web y, comparándolas, descubran cuál tiene buena información’.”
Por eso, también, sigue siendo fundamental la tarea del periodismo profesional, sujeto a unas reglas elementales de ética, y que no priorice la primicia o lo espectacular por encima de su principal calidad, que debe ser la confiabilidad.
De ahí que, siguiendo los cánones del (bueno y viejo) periodismo, para explicar con claridad los sucesos, el periodista tiene la obligación de informarse a sí mismo antes de informar a los otros.
Tiene que informar con precisión, porque es el mejor antídoto contra la parcialidad informativa y, entre un hecho y un dicho, ha de prevalecer siempre el primero.
Finalmente, cuando el reportero no esté presente en el lugar de los hechos, y haya obtenido la información de una tercera persona, citará siempre la fuente de esta información. En caso de que no se pueda revelar la identidad de la fuente, se deben emplear fórmulas que se aproximen lo máximo a ella.
La lógica del periodista profesional y la del tuitero son diferentes. Cada quien tiene su lugar. La del sospechosista es perversa.
Informar con precisión no es muy glamoroso. A lo mejor no es tan rápido. A lo mejor no es tan entretenido. A lo mejor no es tan vendedor. Pero la información confiable es imprescindible para el funcionamiento de una sociedad democrática.
Por eso, aunque me hubiera gustado morbosamente especular aquí sobre la suerte del Jefe Diego y las razones posibles de su drama, he decidido no hacerlo. .
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