La Cruz de Elota
Tres cosas me impresionaron a mi regreso a Culiacán. A saber: la feracidad de la tierra; las yerbas salvajes del lote junto a nuestro edificio sobrepasaban los dos metros gracias a las lluvias; la capacidad reproductiva de las arañas, que estaban en todos los rincones posibles del departamento; y que todavía no se iba ese calor pegosteoso que obligaba a bañarse una y otra y otra vez y de todos modos seguir empapado en sudor.
Pero la militancia podía más que el clima, a qué dudarlo. Regresé a mis tareas finsemaneras en la zona que el Comité Estatal me había asignado: La Cruz de Elota, un amplio municipio situado pocos kilómetros al sur de la capital sinaloense.
El Comité Municipal estaba presidido por un cuate de apellido Calderón, que también era director de la preparatoria de La Cruz, pero el principal militante era un gordito, también profesor de esa escuela, que tuvo sus quince minutos de fama cuando los estudiantes armaron una huelga y el presidente municipal, enojado, les preguntó quienes eran sus líderes.
-¡Son Carlos Marx y Federico Engels! –respondieron.
-Pues ahorita mismo va una orden de aprehensión contra esos dos revoltosos.
No había miembros del partido en Elota, la cabecera municipal, pero sí en el puerto de La Cruz –que era la principal área urbana- y en muchos de los ejidos que lo rodeaban. Mi tarea, en la que me hacía acompañar, alternativamente, por dos estudiantes de economía dueños de sendos vochos –Aguerreberre, un flaquito tímido de la colonia Hidalgo y Gerardo Cervantes, un morro muy echado pa’ delante, de Mocorito- era darle una vuelta a cada comité de base, platicar con los dirigentes, ver que se hubieran reunido, platicar de sus problemas, darles literatura del partido y un ocasional bote de pintura (y luego hacían unas pintas tímidas, chiquititas).
Allí encontré algunos campesinos que tenían una idea casi natural del marxismo. Hablabas con ellos y te describían con mucha claridad el tema de su explotación, de cómo en realidad trabajaban una parte del tiempo para sí y otra para los patrones. Militaban porque querían cambiar esa vida y creían que un partido como el nuestro iba a servir para ellos. También conocí a otros que coleccionaban afiliaciones. Uno me enseñó cinco credenciales que guardaba en su cartera: era miembro del PRI y de la CNC, también del FIM –la organización Francisco I. Madero, que habían desarrollo disidentes priístas en el estado-, del PPS y del PMT. Cada una le podía servir en diferentes momentos, y para él no había contradicción alguna.
Tras algunos recorridos, decidimos ampliar la cobertura en la región y armar nuevas asambleas populares. En esa ocasión invité a Jaime Palacios, porque sus discursos, aunque empezaran con la frasecita de “Nosotros los pobres…” eran bastante pegadores. “Lo que queremos es derrocar al gobierno para beneficio de los trabajadores. Pero derrocarlo pacíficamente, organizados en un gran movimiento que se exprese en el campo, en las fábricas, en las escuelas y en las urnas” (aunque eso de las urnas Heberto lo había mandado a las calendas griegas). Las asambleas fueron un éxito, a pesar de haberse desarrollado en uno de los días más calurosos que recuerde yo en mi vida: 46 grados a la sombra. Después de la última, los campesinos nos invitaron a tomar un poco de hielo con vainilla bajo un árbol. Jaime estaba muy pálido y yo me dije: “ahora este vato se desmaya y dónde voy a encontrar un doctor por aquí”.
Ha de haber hecho menos calor el día en que, de camino a La Cruz, se ponchó la llanta del vocho de Cervantes y, a falta de gato, tuvimos que poner piedrotas para poder cambiarla. Uno levantaba el auto y el otro colocaba la piedra.
Piedra a piedra, esas tareas de organización y crecimiento, esas visitas de trabajo hormiga, tendrían frutos al año siguiente, en ocasión de un movimiento de pizcadores.
Ejidos grandotes y jornaleros miserables
En otras ocasiones, mi destino fue el norte del estado, acompañando a Arturo Guevara. Ahí me tocó tratar a Don Ruperto, un militante del partido vecino del ejido Juan José Ríos (“el ejido más grande del mundo”, decían con orgullo), una de las personas más pobres que he conocido. También pasé por Ruiz Cortines (“el segundo ejido más grande del mundo”) donde nos quedamos una vez a dormir en la parte alta del bar de los suegros de Guevara. De ahí tengo una imagen impresionante. Salir a las cinco de la mañana y ver un montón de personas durmiendo literalmente en el fango (Ruiz Cortines parecía entonces un pueblo de películas del oeste) a la espera de los camiones que los llevarían a la pizca de algodón. Ver llegar los camiones de redilas, a los jornaleros levantarse y arremolinarse en busca de una oportunidad de empleo, a los capataces subir primero a las mujeres y los niños, que cobran más barato, a los hombres desesperarse por querer ser llevados también. A la postre, dirigirse todos ellos a los campos, a una jornada agotadora bajo el sol inclemente.
Eran la llamada “sobrepoblación relativa flotante”: los desempleados que siguen al capital, en una ruta que los saca de sus comunidades miserables en Oaxaca y los lleva por todos los campos modernos durante varios meses al año: hortalizas en Culiacán, algodón en Guasave, trigo y soya en el norte de Sinaloa y en Sonora, algodón de nuevo en Mexicali, para terminar en el infierno del Valle de San Quintín, en Baja California, antes de emprender el regreso a casa. Era la miseria. Pero estos jornaleros no eran militantes nuestros, sino del Partido Comunista, a través de la CIOAC (Confederación Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos). La mayor parte de los miembros rurales del PMT eran ejidatarios, y vivían en condiciones más decentes.
Higueras, la perla del PMT sinaloense
También anduvimos por Los Mochis y el Valle del Carrizo, donde la maestra rural que encabezaba el partido en la zona había hecho trabajo constante. Pero nuestra meta era el Ejido Higueras de Zaragoza, la perla del partido en el estado, situado en el municipio de El Fuerte.
El trabajo de Guevara ahí había sido completo. Primero contribuyó a limar tensiones entre yoremes y yoris (es decir, entre mayos y no indígenas), luego los asesoró para darle la vuelta a la Conasupo, que hacía las veces de cacique en la compra de productos. Cambiaron la producción al cacahuate –“que es una legumbre muy noble”- y se cooperaron para comprar un camión, con el que llevaban la cosecha a la central de abastos de Guadalajara. A cambio de ello, además de que el pueblo entero era pemetista, había varios militantes que trabajaban constantemente la zona.
En Higueras nos trataban a cuerpo de rey. Onda de salir en la noche a cazar conejos por la Vía Epifeña (una brecha que construyó un señor de nombre Epifenio). Los compañeros manejaban la camiona de redilas, Guevara y yo íbamos atrás, con nuestros rifles. Divisaban un conejo, lo aluzaban, el conejo se quedaba pasmado y nosotros disparábamos y no le dábamos. Dormíamos en hamacas y desayunábamos con ellos y como ellos: un huevo, un pedazo de queso fresco, una pieza de pescado recién sacado del río. Y a la hora del calor (“tabe tepta”, decían en mayo), nada mejor que hielo con vainilla a la sombra, precisamente, de una higuera.
En la zona de El Fuerte habíamos llegado a un acuerdo con el PRI, tras de que un líder le preguntó a Guevara “¿Cuántos ejidos controlan?”. El caso es que “controlábamos” 26 ejidos y el PRI lo hacía en poco más de una treintena, además de la cabecera municipal. Cada quien respetaría su área de influencia y ambos buscaríamos crecer hacia la sierra.
En una de esas vueltas por la sierra, me tocó conocer a un viejito muy simpático y dicharachero. En la asamblea del comité de base de su ejido, se quejaba de que habían acordado construir una biblioteca y no habían hecho nada:
-Y yo me pregunto, ¿dónde está la bilioteca? Está como aquí –y señalaba con el dedo un pedazo de tierra seca.
Con él, y otros compañeros, fuimos a Tetaroba para organizar una Asamblea Popular. Armamos el comité de base –que, como sucedía a menudo, acabó siendo presidido por la maestra rural- y también nos topamos con otra suerte de comité de recepción: gente ligada a la Liga Comunista 23 de Septiembre, que nos advirtió que ese pueblo era nuestro límite territorial. Platicamos un rato con la maestra acerca del asunto, así como de los problemas que ella veía en la localidad y nos dijo que no nos preocupáramos de la Liga, pero que sí, ahí le paráramos.
El viejito no ha de haber seguido muy atentamente la conversación, porque de regreso a su ejido Guevara le preguntó qué opinaba.
-Ay licenciado, esas mujeres en chores cómo lo incitan a uno.
Regresábamos Guevara y yo, disfrutando de esos extraordinarios atardeceres sinaloenses multicolores, y él me platicaba que en esa zona había iniciado el crecimiento del PMT en el estado, cuando los primeros cuadros partidistas iban con Gustavo Gordillo y sus auxiliares. Años atrás, en esa carretera, Gordillo les había platicado de los rumores del supuesto autogolpe de Estado de Echeverría, que –según decían- tenían como propósito evitar que el presidente saliente hiciera lo que hizo: expropiar las fértiles tierras del Valle del Yaqui y Mayo, en Sonora. En ese momento, sin pensarlo más, otro Mayo, el Mayo Espinosa, que iba en el auto, declaró:
-Si hay golpe de Estado, yo me voy pa’ Mochis.
Y se soltó la carcajada general.
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