Varios profesores de economía de la UAS asistimos, en el verano del 78, a un curso de actualización para académicos de provincia que impartía la Facultad de Economía de la UNAM. Yo tomé la oportunidad, por supuesto. Por un lado, era una buena ocasión para regresar a la capital y ver a mi familia y a los cuates. Por el otro, además del curso, me serviría para hacerme de lecturas imprescindibles para la elaboración de la tesis para el grado de dottore.
Nos quedamos en casa de mis padres –entré a un debate familiar, porque Edgar quería estudiar aviación y mi papá le decía que tenía que acabar la preparatoria; le ofrecí a mi hermano que terminara la prepa, un año más breve, en Sinaloa, pero aquella discusión, como siempre, la terminó ganando mi mamá, y Edgar entró directo a la escuela de aviación-, rolé algo con los cuates (a quienes les descubrí un fuerte tonito chilango… yo me había tardado como cuatro días en absorber el acento sinaloense) y me puse un poco al día en cine y teatro. Mientras yo estaba en el curso y recopilando material para la tesis, Patricia hizo un diplomado en cirugía a cuatro manos en la UAM. Pero lo que recuerdo como más relevante de aquel par de meses fue el avance en mi investigación.
En Culiacán había podido trabajar sobre la política económica del periodo 1970-76, y algunas cosas de teoría, porque tenía disponible suficiente literatura al respecto, pero había poquísima sobre cuestiones bancarias y financieras (en buena medida por la absurda aversión de los economistas de izquierda hacia la teoría monetaria y las finanzas privadas, que son “burguesas”), y yo necesitaba urgentemente enfocar mi análisis sobre las causas y consecuencias detrás de la concentración de capital en bancos, financieras y sociedades hipotecarias.
Los cursos en la UNAM estuvieron bien, y los profes de Sinaloa estábamos entre los más preparados (es que había otras escuelas que…). Hice migas con algunos de los maestros que los impartieron y uno de ellos, Héctor Mata Lozano, que trabajaba en Nacional Financiera, me dio varios tips interesantes. El curso duraba medio día y, la verdad, no había mucho en qué actualizarme. Así que el resto de la jornada normalmente lo dedicaba a la tesis.
Pronto descubrí que la biblioteca de la Facultad dejaba mucho que desear. Malacostumbrado como estaba a la eficiencia de la biblioteca de Módena, era una monserga hojear entre kardex desgastados en archivos poco ordenados. También me dí cuenta que ((en buena medida por la absurda aversión de los economistas de izquierda hacia la teoría monetaria y las finanzas privadas, que son “burguesas”), tampoco la FE ofrecía gran cosa. Así que rápido me mudé a la biblioteca del Colegio de México, que sí tenía organización y espacios decentes, así como mucho del material especializado del que carecía la de la Facultad.
Comía en la cafetería del Colmex –un día me encontré a Vadillo y, milagrosamente, logré que me pagara los cien dolarotes que le presté en 1976- y platicaba con algunos jóvenes profesores, entre quienes vale señalar, por la útil afinidad de los temas que tratábamos, a Alain Ize.
Junto con el oficial, Riccardo Parboni, tuve como asesor el libro de Umberto Eco (Cómo se hace una tesis), que me brindó algunos instrumentos básicos para sacarle jugo a las bibliotecas y a los textos. Encontrar la referencia trascendente, ver qué otra cosa ha escrito el autor de esa referencia, cruzar información, sacar una lista grande de lecturas aunque no vayas a acabártelas. Con ese método, la investigación fue encontrando cauce y tomando forma: se dirigió a estudiar los cambios en la composición de cartera de las instituciones financieras y, en particular, la evolución de la liquidez de sus activos y pasivos: era probable que detrás del proceso de concentración estuviera un intento por evitar una crisis, derivada del hecho de que había cambiado la relación de liquidez entre los activos y los pasivos (durante los años anteriores, tanto los depósitos como los préstamos se hacían, tendencialmente, cada vez más a largo plazo; a mediados de los setenta, esa tendencia se estancó, pero sólo en el caso de los depósitos). A pesar de su nombre rimbombante e izquierdoso, la tesis se dirigía a un asunto clave para la determinación de los mercados de servicios financieros: la estabilidad del sistema.
Esto implicaba echarse un clavado en la contabilidad bancaria, en el Anuario Financiero publicado anualmente por el Banco de México y discriminar por liquidez los datos (ingenuamente, se vería más tarde en los días de la nacionalización bancaria, supuse que las inversiones en acciones eran signo de fortaleza financiera: muchas veces era simplemente que los bancos tomaban esas acciones como garantía de préstamos que no habían sido liquidados). Y echarse un clavado de ese tipo, en una época en la que todavía no existían las computadoras personales, significaba tomar la calculadora portátil y hacer una serie de operaciones para cada banco y cada año. El periodo de estudio iniciaba con más de cien bancos comerciales, casi ochenta sociedades financieras y más de veinte hipotecarias y, aunque al final sólo quedaran 35 bancos múltiples, significó realizar, a mano y según mis cuentas, algo más de 48 mil operaciones. Una chinga (me recuerdo con dedos callosos ya caída la noche, todavía en la biblioteca) pero la investigación ya estaba encaminada.
Cuando terminó el curso para profesores, por comodidad, me pasé a la biblioteca de la Bolsa Mexicana de Valores, que en aquel entonces todavía estaba en las calles de Uruguay, en el Centro Histórico, y que también tenía los apreciados anuarios de Banxico. Era nomás el último estirón. Regresaría a Culiacán con material suficiente para avanzar más rápidamente.
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