En el libro Papeles Inesperados, que reúne diversos textos inéditos o semidesconocidos de Julio Cortázar, aparecen unas crónicas, tituladas “Un cronopio en México”, que el gran escritor argentino publicó en El Sol de México, durante la breve primavera de ese diario cuando fue dirigido por Benjamín Wong. En la segunda de ellas, del 8 de junio de 1975, Cortázar narra su encuentro con la ola del hotel Camino Real.
“Jamás sabré, por lo demás quién me metió en el Camino Real, aunque las hipótesis se limitan a Carlos Fuentes y a Gabriel García Márquez, o más probablemente los dos juntos. En todo caso la maniobra fue impecable, porque el segundo de los nombrados me acompañó en el avión París-México y me puso en manos del primero, que nos esperaba en el aeropuerto; allí descubrí que los tres iríamos a parar al Camino Real, y pocos momentos más tarde trabé conocimiento con la ola.
Esto de la ola es capital, porque parece ser la única razón valedera de que mis amigos me llevaran a un hotel donde los cronopios se sienten perdidos y circulan por los pasillos emitiendo profundos suspiros de desánimo. Si no existiera la ola yo hubiera huido esa misma noche, pero me bastó verla para comprender que todo el resto del hotel era como esas verduritas sin importancia que rodean a un delicioso bistec y que rechazamos con un impaciente golpe de tenedor. No hay cronopio que resista a ese espectáculo y que no grite: “¡Una ola enjaulada! ¡Una ola enjaulada!”. Está ahí, vaya a verla, es una ola de veras y cristalina y espumosa, se levanta en su prisión circular como una pantera verde y se estrella en sí misma antes de renacer, fénix de agua, microcosmos del mar. ¿Qué me importaba el resto si podía quedarme cerca de la ola? ¿Qué me importaba el artificio hidráulico que la había provocado (por error, dicen algunos) si una vez del artificio o del error nacía la belleza?…”
Cuando el Camino Real estaba en construcción, cuando fue ocupado parcialmente (después de la inauguración a cargo del Señor Presidente, por supuesto) y en sus primeros años, mis amigos adolescentes y yo fuimos varias veces. Con Rafael Pérez Medinilla íbamos al hall, a ponernos detrás del conjunto de jazz que tocaba en el bar y escucharlo ahí parados por un par de horas. Con los Saddy, un día tomamos nuestras toallas caseras y nos fuimos a la alberca del hotel, donde pasamos una rica mañana calurosa, protegidos porque hablábamos en inglés. Pero con quien más cosas hice fue con Víctor Monjarás. Íbamos a la cafetería, ordenábamos un café (que servían, muy propios, con un platito debajo de la taza), echábamos el tarrito de mermelada en el plato, lo revolvíamos con la crema destinada al café y así teníamos dulcísimas y gratuitas fresas con crema para acompañar nuestro americano. Con él también nos colábamos a la zona de habitaciones, esquivando a los vigilantes y recorríamos buena parte del edificio, a veces laberíntico, en busca de alguien o algo. Allí vimos el mural de Tamayo y, maravillados, descubrimos en un rincón el de Pedro Friedeberg (eran años op, pop, sicodélicos). Pero sobre todo también nosotros nos topamos con la ola que describe Cortázar. Pasábamos largos ratos viéndola, felicísimos. Alguna vez le presté mi copia de Rayuela a Víctor, él se topó con Cortázar en París y se la autografió. Así, era un tesoro imposible de devolver.
Cuando Taide mi esposa leyó el texto del escritor argentino, se preguntó en voz alta si la ola –que ella había visto también- todavía seguía. Hace un par de días, pasé cerca del hotel con la otra Taide, mi hija, y decidí ir a buscar la ola. Allí estaba. Los movimientos peristálticos del agua queriendo salir, regresando sobre sí, y volviendo a intentarlo. Un montón de autos pasaban entre nosotros y la ola, camino al estacionamiento del hotel. La ola existía, pero no era la misma. La de mi adolescencia gritaba, se estrellaba con fuerza, gemía por no poder salir (el arquitecto ha de haber querido reproducir el sonido del mar, en una ciudad a
¿Qué pasó? Las quejas de los conductores que eran salpicados rumbo al estacionamiento o las ganas de ahorrar en electricidad hicieron que le bajaran de intensidad a la bomba que alimenta a la ola. Ahora está famélica. Fue una decepción para mi hija (a cambio, le fascinó –adolescente- el mural de Friedeberg).
La ola –que efectivamente era una de las atracciones del hotel en sus inicios- ahora ni siquiera aparece en las fotos promocionales. En cambio, está profusamente fotografiada la otra forma que cobra esa fuente: una cúpula inofensiva hecha con cortinas de agua.
Pienso que eso también le ha pasado al mundo. Hace 35 años, cuando Cortázar describía la gran ola enjaulada, todavía no llegaba la época light, la del triunfo del relativismo, del pensamiento débil y el compromiso descafeinado, a la que casi todos hemos –de una manera u otra- sucumbido. A lo mejor nuestras sociedades se han vuelto como la ola misma y ya ni siquiera rugen.
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