jueves, mayo 20, 2010

Doble Cero


La historia empieza en la casa de Rambo. El Loco, me llama, porque así estaba pintado en mi auto el día en que nos conocimos. Cuate del barrio. Buena onda. Aproveché que teníamos un día libre para ir a verlo. Las raíces. Fui con Mitzi, mi novia.

Nos relajamos, escuchando música. Bebimos unos desarmadores y estuvimos cotorreando. El gusto de estar. Rambo y Mitzi fumaron mota, yo me tomé unas benis, que son el pan de cada día en mi profesión. Ellos abajo-abajo; yo, abajo-arriba. La conversación fluyó de todo y de nada, como un río de niebla. Pero en el jardín del Edén, maese, In-A-Gadda-da-Vida, entre el sonido del elefante, los tambores y el órgano de la iglesia, muy europeo él. Así rico se hizo de día y me fui a echar un rato a la cama. Desperté como a mediodía y de inmediato le llegué al ácido, un Purple Haze doble-cero, sabor metálico en la lengua. Y, para celebrarlo, puse el disco de Jimi, Electric Ladyland. Rayos multicolores en mi cabeza, porque era la música por dentro, y mi cuerpo aplastándose a una gravedad de mil, echando raíces que salían de mis pies.

Al rato llega Mitzi con café, unas donas y el periódico en la mano. Miro la taza de café, el humo que despide. De repente, escucho:

-Esto tiene que estar mal –dice Mitzi- aquí dice que lanzas hoy.

-Está mal, seguro. Lanzo hasta el viernes.

-Pero nene, ¡hoy es viernes! Estuviste dormido todo el día. Tienes que tomar el avión –un tono chillante, amarillo, en su voz.

-No puedo volar, estoy enraizándome como un árbol –pero siento un piquete en la parte posterior de la cabeza, otro en el hígado… carajo, hay doble juego, y el primero empieza dentro de cuatro horas, qué mal pedo, voy a tener que ir, y Mitzi ya lo sabe, me agarra del brazo –siento sus uñas- para llevarme a la regadera, mis pasos en este pasillo resuenan en otro lado, donde sólo es real el vacío. Condenado a mi trabajo/juego camino al patíbulo, pesadas las piernas, la mano de ella se fusiona con mi brazo, vamos a entrar juntos a la ducha. El agua el agua va cayendo sobre mí, y es parte de mi cuerpo, de mi sangre que corre en circuitos perfectos y precisos, de mis órganos vitales. Soy fluido. El agua mana por mis costados, por dentro.

No voy, me llevan por la jungla de la ciudad –tan igual, y tan distinta, cubierta de helechos antes invisibles, que surgieron de los desagües- hasta el aeropuerto. Qué fuerte huele la turbosina, olor a modernidad, ojos rojos, de ciudad, use colirio. La cabeza me pesa una tonelada y luego es ligera como una pluma. Todo es cuestión de un movimiento, el movimiento perfecto. Como los que hay que hacer, para quedar a cabeza desnuda, frente a frente con la verdad que nos une. El vuelo entre Los Ángeles y San Diego cuesta 9.50 dólares, dura 22 minutos. Llego las 3:30, sí, hay vuelos a cada rato y escucho la música dulzona y acre de las turbinas. Una hora después, la nave despega. Estoy volando. El avión suple a la raíz. El pájaro mecánico que me tragó desaparece y, sentado en medio de la nada, siento la brisa, un viento frío, tremendo, enrarecido, a mil millas por hora. A cabeza desnuda lo desafío y lo gozo. Respiro, entra poco oxígeno pero lo sé aprovechar. Mi estómago no goza este viento. Vísceras traidoras. Las aprieto para que no se salgan.

Uta, ya estoy sentado en el asiento trasero de un taxi. Llévame al estadio Jack Murphy, que tengo que jugar. Y que vaya hecho la madre. Me recuesto y siento que el cuello se pega al asiento forrado de cuero, se fusiona brevemente con él. El auto vuela, ya estoy frente al parque de pelota.


El partido empieza a las 6:05. Ya llegué, son las cinco y estoy sentado en el vestidor. ¿Cuál es mi locker, mi closetcito, mi tumbita? Pregunto como quitado de la pena y me lo señalan. Esta chingadera no se me va a bajar para cuando empiece el juego. Entonces salgo decidido a encontrar a la tipa que siempre me espera en San Diego para darme mis benis. Está apenas afuera del dugout, recargada sobre los rieles, con su sonrisita de vendedora. Le pido mi dosis y no tiene el Dexamyl, las pastillitas verdes, pero me ofrece benzedrinas, y saca ocho crucecitas blancas de su bolsita dorada, refulgente. Son la droga del beisbolista, tan comunes como mascar tabaco y escupir fuera de la cueva. No salga sin ellas al centro del diamante. Nunca. De regreso al vestidor, me las tomo con bastaste agua. A ver si así le bajo.

Voy a calentar el brazo al bullpen. Ahí me espera el catcher. No hace frío, ni calor. Cero grados. Nel. Lanzo y sale un cometa, con su cola chispeante. Cámara, y eso que apenas voy empezando. Qué manazas tengo, la pelota ha empequeñecido y es como de golf, dura y cabrona. Ahí te va, Jerry. Whoosh, qué duro sonó el cometa, la arenisca galáctica en su mascota.

El brazo se calienta, siento perfectamente cómo la sangre baja del hombro. Pero a medida que lo hace, la bola aumenta de tamaño. Ahora es como una pelota de volibol, pesada. Igual el brazo está como fierro ardiente y whoosh, otro rectazo color azul eléctrico.

-Oye, ¿estás pacheco verdad? –me dice Jerry, y se ha de imaginar que es sólo mota, porque para los peloteros el ácido es cosa sólo de los hippies que ven en la tele. Nomás suelto una sonrisa que significa simón, o que él entendió así. Está bien, me ayudará. De hecho, después de calentar, Jerry se mete al vestidor y se pone cinta fosforescente en los dedos. Me cae que los receptores son magos.

Inicia una llovizna, finita finita pero la siento como minúsculas agujas. Camino hacia la cueva y espero que la lluvia arrecie, que el partido se cancele y que mañana pueda lanzar con todos mis sentidos. ¿O es que ahora no los tengo? ¿Acaso no tengo más? La lluvia sigue y no la siento, veo que moja el campo de juego pero no está aquí. ¿Está en mi cabeza? Me cercioro al ver el piso.

Ojalá suspendan el partido. Ojalá ojalá. Me echo un chicle a la boca para prepararme. Acaso sé que de todos modos va a haber juego. Uta, a ver si no la cago.

Sale el ampayer y hace la ceremonia de limpiar el jom. Mira al cielo como midiendo el clima y hace una seña hacia nuestro dugout. Anuncian a la persona que va a cantar el himno nacional. Descubro que tengo una pelota en la mano: parece una bola de volibol, pero con 108 costuras. No sé cómo le hace para caber en mi palma. Me pongo de pie y me quito la gorra. A ver si aguanto más de una entrada.

Alou, Alley y Clemente son dominados muy rápidamente por el pitcher de los Padres. Clemente sacó un faul que pegó muy cerca de donde yo estaba. Crac, el sonido del impacto. Muy fuerte le pegan estos cabrones bateadores.

Doy un paso para salir de la cueva y me invade la euforia de salir al montículo y lanzar. De estar en medio. En el mero centro, ante 50 mil espectadores y una fila de bateadores enemigos.

Hay que enfocar la mascota del receptor. No siempre le pego. Pero logro ver las señales que hace Jerry con los dedos fosforescentes. Contar los dedos. Dos abajo uno, se mueve a la derecha, dos, uno, golpe a la mascota.

La bola a veces es chica, a veces, grande. A veces alcanzo a ver al catcher, a veces no. A menudo la figura del bateador es un espectro: sé de que lado de la caja de bateo está, pero parece recién descendido de un barco fantasma, así de neblinosa. Neblina morada. El uniforme de los Padres no es morado.

Cosquilleo en la punta de los dedos, aprieto la bola. Trato de ver la señal del catcher, asiento, lanzo –ese movimiento que se ha vuelto connatural- y me siento fuera de balance. La bola pasa por el centro del plato, pero de un bote. Se deposita en la mascota de Jerry. Me la devuelve. Es un balón y lo tengo que atrapar con ambas manos. Lo aprieto y es de nuevo una bola pequeña.

Siento un leve temblor en mis piernas, pero de repente veo al puto de Campbell en la caja de bateo. Es el miedo el que lo hace temblar a él: vio que estoy descontrolado y teme por su vida. ¡Ahí te va una bola ceñida, ojete! No por nada soy el lanzador que más intimida a los rivales. Un gigante en la loma.

Otro lanzamiento y crac, se oye el golpe del batazo. Un elevadito fácil para el guante de Clemente. Nada mal. Viene otro ojete, Huntz. Éste se va con las bolas afuera. Entrecierro los ojos para ver la señal del catcher, pero la pelota crece en mis manos. Un nuevo piconazo. Y una bola muy afuera, Jerry sale de cacería por ella. ¡Qué lejos está el jom! El lanzamiento pesado no llega. Luego una recta humeante saca chispas de la mascota de Jerry. Concentrarse concentrarse. Pero es bola mala y el ojete trota a primera. Sonrío para que vea que me la pela.

Ahora de lado, vigilando a Huntz con el rabillo del ojo. Va una recta cometa rojo. Strike. Piso la placa. Saco el pie y Huntz recula. También así les causo miedo, pequeños naúfragos entre las bases. Recta amarilla adentro, cantado. Lo tengo comiendo de mi brazo. Me llega la canica, la palpo, siento su costura peluda. Lanzo y como que me voy de lado, como la pelotita. No se me puede ir, miro mi muñeca derecha cubierta de gotitas de rocío, cuido a Huntz. Cuando pongo el pie en la placa percibo una corriente que me llega al estómago. Igual hago el wind-up, cometa brillante y Ferrara faulea, un cohetito que cae en el guante del primera base. Dos outs.

Viene el cuarto bat. Lo enfrento con dos bolas rápidas, una tras otra, que salen zumbando de mi mano, pero llegan mal. Siento un cólico que me quiere doblar. Respiro en la niebla. Otro lanzamiento y lo cantan strike. Ni lo vi. Es cuarto bat y tiene señal de aguantar, qué putos. Trato de verle los ojos y entonces tiro. Adentro. ¿Es la cuarta bola? Ahora no sonreí, me duele el bajo abdomen.

Acabar la entrada con meteoritos. Descubro irregularidades en la textura de la bola. Nada es perfecto. No sé cuánto tiempo me quedé mirándola, pero tenía el pie fuera de la placa, los corredores temen una reacción súbita. Con el índice en un mínimo hoyuelo de la pelota y el dedo medio atravesando la costura lanzo una recta bólido rojo. Strike. Me piden una curva hacia adentro. Va y quítate culero. Brown le tira a destiempo y la roza. Ahora la señal de May es por una bola rápida afuera. Apunto, fuego, a la mera esquina, tercer strike. La cola de la pelota es blanca, brillantísima. Cuando veo a Jerry levantarse todavía trae luz en la mascota y le cuelga una tira blanquecina que no se va y no se va mientras me encamino al dugout.

En la cueva pido un chicle y me quedo callado mientras lo empiezo a mascar. Se me acerca el chamaco Cash y me dice, en plan cotorro:

-¡Hey, llevas un juego sin hit!

-Sí, es cierto –le respondo con sequedad, lo miro a la cara muy serio y sigo callado. Seguro se dio cuenta de que estoy volando, pero no sabe en qué.

Sumergido en mi silencio y en la sombra/oscuridad, escucho el griterío inconfundible del público cuando pegamos un jonrón. Levanto la cara y veo a Willie Stargell dando vuelta a las bases, a los compañeros que se levantan para saludarlo a su llegada a la caseta. Cámara, ahora tengo un juego qué ganar.

Salgo en la segunda entrada envuelto en la nubecilla de miedo que siempre me acompaña. Miedo a fallar. A perder. A hacer el ridículo. Pero también –pienso en el momento en que cruzo la línea- miedo a mis propias, inmensas, posibilidades. ¿A qué le temeré más? Crucé la línea, me metí en el sendero que conduce a la loma de las responsabilidades. ¿Podré con ellas? ¿Con la responsabilidad existencia?

A veces, todo lo que hay que hacer con la responsabilidad existencia es manejar el sendero multicolor entre la lomita y el jom, y por ahí lanzar la pelota. Mirar a los bateadores y hacerlos sentirse vulnerables. Ellos me pueden pegar de hit, yo les puedo dar un pelotazo que les dolerá por todo el día. Va la bola adentro, cabrones, se las manda el gigante del montículo. El bateador la conecta. La bola viene bateada directamente a mi cara, me lanzo al suelo para evitarla. Levanto la mirada, veo como se dirige, despacio, al guante del tercera base. Tira a primera. Out. Uno menos. Me he de haber visto grotesco, por las risas del público. Río con ellos. Pero lo que importa es que parece que mi falta de control acobarda a los bateadores contrarios. Están dejando de aguantar, quieren deshacerse de su responsabilidad/caja de bateo. El cambio de velocidad se convierte en una línea fuerte, pero a las manos de Alou, en el jardín central. Y dos rectas ceñidas hacen el trabajo para que una curva que tarda años en caer se transforme en un elevado muy fácil al derecho. Caracho, ya acabé este inning superfugaz, estrellitas del sendero, y la lluviecilla no cesa. Miro hacia el suelo mientras camino de regreso a mi caverna, el piso está húmedo. No es mi mente. Pero ya no quiero que este juego termine. Aterricé en el rocío místico de este campo de juego por alguna razón profunda. Sí. Aquí estoy.

Me dirigía por mi chamarra y me entregaron un bat. Qué cosa tan dura. Me toca. Llego a la caja de bateo, toco el plato con la punta del tolete y me pongo en posición. De verdad que se ven monstruosos los pitchers desde aquí. Lanza y sólo veo humo, un fogonazo. Strike. Con que no me quiera engañar con una curvita hacia adentro. Es una pelotita de golf lo que me tira, viene afuera o eso quiero suponer. Bola uno. El receptor anima al lanzador, dice que no estoy ni para pegarle a una casa. Casa casa es el eco. Yo no vine aquí para eso, pero igual hago el swing y pellizco el guijarro rumbo al dugout de primera base. Quiero ver la mano del pitcher, pero sólo me queda en la retina la sensación del movimiento de sus brazos, su tórax, sus piernas. Le tiro tardísimo a la bola y regreso a la caseta, a mi esquina, a terminar de quitarme el lodo de los spikes.

Salen los compañeros al terreno y yo voy tras ellos. Me trepo en la loma y tiro dos lanzamientos: sí, allí está el jom. Estoy en el centro y percibo que el montículo de pitcheo es como una isla en un mar de verde. Mi isla de soledad y control. Hay un diamante de tierra y un océano de yerba. A la defensiva somos los guardianes del océano.

Volteo hacia el campo. Efectivamente, es un mar. Y el equipo que batea es la tripulación de Ulises que quiere regresar a casa, home, corriendo los senderos de isla en isla.

Viene el pitcher al batear, él no es un marinero, se ha de sentir allí tan extraño como yo. Me batea un cambio de velocidad, la bola sale de faul hacia el jardín izquierdo. Un out.

¿Por qué cuando fui a batear sentí el bat tan rígido y desde la loma los veo elásticos? ¿Será que se portan así porque son compañeros de los bateadores? ¿O será que me tienen miedo porque de mi mano se desprende un nuevo cometa de larga cola? Pincha un rectazo y la bola va haciendo giros extraordinarios hacia arriba y hacia atrás, rotación y traslación en espirales. Pero Jerry no se queda mirando; se quita la careta va hacia atrás, se pone debajo de la espiral y captura la pelota.

Viene Huntz otra vez. Se ríe el maldito al llegar a la caja. Cree que no lo puedo intimidar. Se equivoca. Soy un cíclope. Soy Polifemo. Me los como vivos, cabrones. ¡Ahí van mis piedras furiosas! Rectas ceñidas de más de 90 millas. Le abanica a una, otras dos lo obligan a irse a tierra. Jerry me pide una bola en la esquina de afuera. Se me pasa. Lanzo la cuarta y todavía siento pesada la pelota. El ampayita no me la concede y el hombre va rumbo a primera.

Ellos sólo encuentran efímero descanso en las bases. Buscamos que siempre estén inquietos, que nunca se sientan seguros. No es su casa y no son bienvenidos.

Jerry me hace una seña de que vigile a Huntz. Mi único ojo se clava en sus piernas. Él está mirando las mías. Viro y lo amarro. Luego regreso al bateador.

Soy Eolo, y desde mi isla flotante envío tormentas envueltas en esta pelota. Movimiento natural, strike cantado. Soy un lotófago. Mi alimento/droga me hace perder la memoria y estar en el preciso instante en el que la pelota se desprende de mi mano, otra buena recta que abanica. Soy un hechicero. Soy Circe. Nunca verán qué lanzamiento escondo. Fue un slider en la esquina de afuera del plato, el bateador se queda viéndolo, encantado por él. Y el ampayer canta el strike.

Regreso a la cueva y me sumo en la limpieza de los spikes. De repente veo frente a mí, flotando y a la vez en mis manos, una carta de Jackie Robinson. Me dice que me retarán, que me querrán deshacer la vida y que he de seguir adelante, porque vale la pena. Veo frente a mí, flotando y a la vez en mis manos, un recorte de periódico en el que me comparan con Mohammed Alí. Qué honor. Se desvanece también. Sigo sacando tierra de mis zapatos mientras mis compañeros batean. De repente veo un anillo de Serie Mundial en mi dedo anular, y veo mi mano en forma de puño enfrente de un jodido policía blanco que no quiere reconocerlo. Limpiar limpiar este lodo que se queda pegado. Pensar en que voy de nuevo a la loma.

No les tengo miedo cabrones. Ténganmelo.

Jerry es chingón. Me pidió una curva y yo sentí cómo mi brazo quedó colgando tras el lanzamiento pasado. Jerry se desliza, bloquea el tiro y mi brazo sigue como columpio entre dos árboles. Pide una recta ceñida, funciona y ahí está otro ponche. Entre la niebla fulguran los dedos de mi receptor. Hacia allá va la bola, cayendo lento en la mascota un rato después de la abanicada. Hacia su cueva va el bateador engañado. Con Murrell al bat, intento una curva, bota antes de llegar al plato y Jerry tiene que hacer un esfuerzo. Descubro un hilito de risa en el bateador. Ahí te va un cabronazo ceñido. Strike. Va otro y lo golpea en la muñeca. Se me queda viendo cuando, sobándose, va rumbo a primera. Como si me pudiera amedrentar. Son gajes del oficio, compadre.

Estoy relamiéndome la llovizna pertinaz, mezclada con el sudor, cuando me doy cuenta de que ya puse el pie en la placa. Volteo y el cabrón de primera va ya corriendo rumbo a segunda. Tiro afuera para no dar evidenciar mi descuido. Jerry se queda con la canica. Se levanta y me la tira con un movimiento/mohín. Qué rica lluvia, señor. Ora sí a cuidar al que está a mi espalda. No llegará a la otra isla. Lo sé porque de repente veo que la zona de strike se ensancha. Así es fácil poner la bola en una de sus esquinas. Me controlé de repente y con dos bolas buenas en mi cuenta, Canizzaro pellizca un faul de globito. Jerry se quita la careta y atrapa a Doña Blanca. Vámonos de regreso al dugout.

En la caseta me doy cuenta de que estoy mascando mi chicle con mucha ansiedad. Masco y limpio la tierra de los spikes. Se acerca a mí el novato Cash.

-Estás tirando sin hit –me dice de nuevo, los demás compañeros lo miran con reprobación; empieza a percibirse un ambiente tenso.

-Simón –respondo, y me dirijo mascando, muy quitado de la pena, a tomar el bat. En realidad estoy pulverizando el pinche chicle.

Salgo a batear con hombre en segunda. Pobrecito, quiere también llegar a casa, pero nada más verlo cómo abre se ve que no tiene fe. A lo mejor por eso, a lo mejor porque nada más veo pasar unas rayas blancas, me poncho mirando.

Parte baja. Voy al suave y, a un cambio de velocidad, me pegan rolita al short. Otro güey me tiene miedo y le tira al primer lanzamiento: le sale un fly al izquierdo. El sudor y la llovizna cada vez se confunden más. Pero el brazo sigue caliente. Va rectazo, no me lo dan. Tampoco el sinker, que bota antes del plato. Campbell va a primera. Lo miro por el rabillo del ojo, pero en realidad no lo estoy vigilando. El lo sabe. Tal vez sabe que siento que vamos ganando por siete carreras y lo que me importa es dominar a Huntz. Por eso, cuando hago el movimiento a jom, sale disparado al robo. La bola pegada al cuerpo no ayuda a Jerry y Campbell se apropió de la segunda isla. El sudor pegado a mi cuerpo. Siento como baja, arrastrado por una gravedad irresistible. También baja la bola y la primera se vuelve a ocupar.

Concentrarme ahora sí, carajo. No dejar que el cosquilleo del sudor se convierta en mínimos bichitos. Esconder el latigazo. Escuchar con atención las señales que Jerry me manda allá lejos. Un batacito me llega de un bote. Concentrarme a tirar hacia el guante ansioso del primera base. Llega la canica en una eternidad menor a la que estaba tomando el corredor derrotado. Mi resoplido hace eco en la mitad del cráneo.

En el dugout me dejan solo. Respetan el tabú. Me miro las manos callosas. Me fascina el pulgar oponible. Miro su movimiento de ave, miro como vuelan. Y entonces miro esas manazas negras tomando el cuerpo tierno de un bebé, un chingo de joyería colgando. Toman al bebé –que es mi hijo- de sus minúsculas muñecas y lo elevan. Toman esos brazos delicados con mucha fuerza, pienso, y –en la droga- esos brazos pueden sacudir al niño hasta matarlo. Y me digo, carajo, por qué pienso eso en medio de un partido de beisbol, por qué tengo que preguntarme si soy capaz de tomar un bebé, que soy yo repetido repetido, y matarlo. Si soy un pinche suicida asesino. Miro mis manos. Están hechas para tomar la bola y lanzar, pero también deben serlo para acariciar. Miro su forma, pueden ser pajaritos y volar. Se oye un alarido en el estadio (o es en mi cabeza) y me levanto a tomar agua. Tengo la maldita boca seca.

Subo a la loma. Pinche juego loco. ¿Qué entrada es? Yo nada más quiero sacar a los bateadores. Nada más quiero concentrarme y que la bola, que ya no tiene púas y pulsa cada vez menos, llegue a las manos de Jerry May. Mi mano es la que pulsa, la que late, palpita y se contrae. Las gotitas de mi sudor son transmitidas a la pelota. Vuelan con ella. Ahí va parte de mi cuerpo, un cacho infinitesimal. Bola cuatro.

Trato de mantener quieto al corredor, reviro. Siento cada uno de mis músculos al rodar la cadera. Siento el polvillo dulzón de lo que queda del chicle en el paladar. De repente, tras mi lanzamiento, Jerry se levanta y tira a segunda. Acierto a agacharme un poco. Me la volvieron a robar. Riposto la sonrisita pendeja de Colbert, que abre ya en segunda, con una mirada de fuego.

Me encabrono y mi mirada se trasmuta en las pelotas que lanzo. ¡Puro fuego! Fuego adentro, fuego abajo, fuego afuera. Resultó abrasador: dos elevados atrasados, uno que captura Mazerowski, en los rumbos de segunda, y otro que murió de faul a la inicial. Fuego adentro, fuego abajo, fuego afuera (y mi brazo está caliente como horno), pero quedan fuera de la zona buena. Otro que se embasa a pesar de mi mirada y de que todavía traigo la velocidad del rayo. Sigo tronando, escupiendo candela al guante de Jerry y al final, un pequeño lujo, engaño al bateador con una curvita que no se esperaba.

En la esquina del dugout masco lo que queda de polvo chicloso y miro el piso bajo mis pies. Debajo de ese piso hay tierra, me doy cuenta. Y hay una rajadura. Estoy en la rajadura de la tierra, ahora sí que del planeta, este momento diferente de cualquier otro, en el que estoy y vivo, que puede durar un instante o toda mi vida, no es más que una pequeñísima grieta en el universo. Este partido es un intersticio en el espacio/tiempo, pero es también un surco en mi vida. Así soy de pequeñito.

Se oye un rugido semiapagado y despierto. Salgo a ver y es otra vez el buen Willie Stargell que recorre las bases tras haber conectado un jonrón. Todos van a festejarlo. Yo, de lejos levanto el brazo a modo de saludo y enseño la mazorca. Me imagino a la pelotita volando en el intersticio más pequeño de espacio-tiempo imaginable: precisamente en el que voló, la ruta exacta que la depositó a la séptima fila que es como el séptimo cielo.

Es la baja de la séptima. Lo sé porque el sonido local mandó la gente a estirarse. Me traen un emergente, signo de desesperación. Pinche blanquito, un negro igual de malo que tú está en ligas menores. Emergente da línea a segunda, qué se creía. Siento que, por primera vez en esta noche absurda, estoy dirigiendo la pelota por el túnel de espacio-tiempo que le he asignado. Se me está bajando el pasón. Una recta cortada cae exactamente en su destino, que es la parte baja de la zona de strike, y es devuelta como rodadito al short. De rutina.

Mis reflejos están mejor, al momento de ver el roletazo a primera, parto con velocidad a cubrir la almohadilla. La bola llega al guante al momento exacto en que mi pie toca la base: un solo, fluido movimiento. Se oyen los gritos del público. ¡Qué chingón, acabo de anotar un touch down! Apenas antes de lanzarme a celebrar me doy cuenta de que esto es beisbol. Qué loco. Troto a la caseta.
Llego a la cueva en el momento exacto en el que el novatito lo hace, como si estuviéramos en consonancia. Miro el tablero y donde dice Padres dice tambien 0 0 0.

“Estoy lanzando un doble cero” –le digo.

Y el otro pregunta, haciéndose el occiso: “¿Qué es eso?”

Agüevo, hay que darle la vuelta a la superstición. Hay que darle la vuelta a todo. Estos cabrones no me han pegado de hit. Hasta en ácido les gano a los culeros. Respiro hondo y me hincho como sapo. Entonces se acerca el bat boy y me pasa una majagua. Salgo al fresco, a hacerme tonto con swings despreocupados, hasta que me toca ir al plato. De repente veo la bola que viene hacia mí, clarísima, adivino su próximo quiebre y suelto el batazo. Sale rodando fuerte y rápido, pero a las manos del parador en corto. Me ponen fuera y regreso trotando al dugout.

Suspiro, siento las miradas sobre mí, pongo una sonrisa idiota y me dedico a sacarle tierra a los spikes. Grumos que están exactamente allí y que caen al suelo en una ruta generada por Dios y por mí (que nos fusionamos y nos descomponemos en cada momento). Me siento suelto. Suelto una carcajada. Tengo un arsenal de lanzamientos en mi carcaj.

Dicen que escondo bien los lanzamientos. La verdad ni lo intento. Simplemente no gasto energía extra en cada movimiento. La energía está adentro, transmitida a la bola. O está en mi mirada aterradora. Prefiero intimidar a deslumbrar; ser efectivo a ser elegante. Mi energía viaja hacia jom, hace una curva brutal y se convierte en strike. Un lanzamiento con pureza, con la fórmula química exacta. En cuenta de cero y dos me pegan un elevadito al derecho. Uno fuera.

Con el siguiente bateador, aunque es el cuarto bat, me relajo y una curva se me queda colgada, pasa por el centro de la zona y escucho el recio contacto de la madera con la bola. Aquí se acabó. La pelota sale disparada de línea, profunda profunda y veo, entre el chipi chipi, la silueta de ese gran pirata Alou desplazándose a velocidad increíble. El jardinero se lanza a su izquierda, el brazo estirado completamente. Un atrapadón, carajo. Me doy cuenta de que mi corazón palpita más rápido. Sí me importa.

Si me importa no me voy a suicidar. Me meto mierda, pero me importa. Bola uno. Me imagino que me he echado de todo y mi cuerpo lo soporta. Bola dos. Cuerpo de atleta, don divino, tengo que mantener la bola bajita. Bola tres. Que no note que ando descontrolado. Va el automático. Y ora un rectazo asustador. Bola cuatro, el ampayer la trae conmigo. No me voy a suicidar. Me importa el juego. Me importa la vida. Me importa el cambio. Pero a veces no me percato. A veces me olvido de mí y no me importa.

Siento que crece la presión y me da miedo. Me dan ganas, entonces, de escapar pero que no se escape el corredor. Amarrarlo en su islote. Alimentarlo con lotos y que nunca llegue a Ítaca. Me dan ganas de escapar de mi vida, pero que este lanzamiento muerda la esquina difuminada. Me dan ganas de huir del éxito, pero hoy encontrarlo con esta bola que parte bajita y se convierte en rola al short y out forzado. No debo temer al éxito, me digo

En la caseta, hay un silencio de tornado a mi alrededor. El silencio más estruendoso que existe. Lo rompo.

-Todavía tengo mi doble cero, -le digo al novato y enseño los dientes detrás de mi voz de caverna.

Aguanto el silencio, que me parece va a durar cuarenta años. Me pregunto si todo esto no es una mala broma que se va a romper precisamente en unos minutos. Si no seré objeto de burla y escarnio cuando me deshagan a batazos. Me pregunto si no es mejor agarrar el palito y ponerse budista y poner la mente en blanco porque los spikes, fíjate, tienen tierra y lodito y hay que seguirlos limpiando. Terminan los Piratas de batear, me incorporo y se me presenta un inmenso mar verde pasto. A mi isla, a mi loma de las responsabilidades. A mis piedras, que es la novena entrada.

De arriba viene un cambio de velocidad que alucina al bateador. Luego viene la recta-piedra lanzada por Polifemo, él reacciona tarde, le pega atrasado y es un flaicito al jardín derecho. De lado me pide Jerry un hechizo de Circe para el emergente, sale la curva, apenas la pica con el bat y da rola a primera.

Ahora la presión está cabrona, me ahoga entre el sudor y la humedad que no cesa. Viene otro bateador emergente. Un recta cerrada para que aprenda. Una curvita que queda afuera. Otro rectazo ora sí que a la esquina. Un sinker, me vale madre, que esté abajo en la cuenta, pero el tipo se lo come. Una curva que pellizca y se salva. Otro quebrado que roza el polvo antes de que el catcher se haga de la bola. Tres y dos. ¿Podré? ¿Me impondré a mí mismo? ¿Qué me respondo, vida?

¡Soy Poseidón, hijos de la chingada! Y la bola navega en los aires como ola bajo mi mando, hasta depositarse en la mascota, luego del swing que ha matado al bateador. El estadio enemigo estalla en aplausos y los compañeros se abalanzan sobre mí. Juego sin hit ni carrera.
Doble cero, carajo. Doble cero.



El 12 de junio de 1970, Dock Ellis, lanzador de los Piratas de Pittsburgh, tiró un juego sin hit ni carrera.
Catorce años después, confesó que lo había hecho bajo los efectos del LSD.


Doble Cero
es un recuento imaginario de aquel día, basado en las declaraciones de Ellis, y en su vida posterior.



1 comentario:

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