El término “daño colateral” fue usado por primera vez por el ejército de Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, y se refería al daño no intencional causado a fuerzas neutrales, amigas o incluso enemigas, durante una intervención militar. Ahora lo ha utilizado el presidente Calderón al referirse a la muerte de civiles inocentes durante la guerra declarada al crimen organizado.
No es casual que fuera acuñado precisamente en aquel conflicto, que se peleó tanto en las trincheras y los arrozales del sureste asiático, como en los medios de comunicación de Estados Unidos. En esa guerra por las mentes y los corazones de los ciudadanos de EU, era importante utilizar el lenguaje de tal forma que ocultara lo desagradable de un lado y evidenciara lo desagradable del otro. Así, aparecen términos como el “terrorismo antiaéreo”, que intentaba repeler el “bombardeo a tapete” (¿en la sala?), el “fuego amigo” y, por supuesto el “daño colateral”. Los muertos pasaron a ser “eliminados” (hoy se dice “neutralizados”).
Es una estrategia mediante la cual los eufemismos sustituyen a las palabras originales para deshacerse de la connotación negativa de las mismas. Típicamente, la sociedad los utiliza en temas tabú, pero en la medida en que crecen los eufemismos, aumenta también la imposibilidad de llamar a las cosas por su nombre.
Así, la pornografía es hoy “entretenimiento para adultos”, los basureros son “rellenos sanitarios”, las cárceles son “centros de readaptación social”, la crisis es “desaceleración económica”, los baños son “sanitarios” o “tocadores”, al genocidio se le llama “limpieza étnica”, a los despidos, “reajustes” o “reestructuración”, a las prostitutas, “sexoservidoras”, y a los muertos, “daño colateral”.
El lenguaje bélico que ha asumido el gobierno mexicano es hijo del cambio de una palabra, con fines propagandísticos. Antes hablábamos del combate al narcotráfico, de la lucha contra la delincuencia. Se decidió cambiar esas palabras por “guerra”, para dar una idea de la voluntad, de la decisión y de la fuerza con la que el Presidente y su gobierno –a diferencia de los anteriores- enfrentarían al crimen organizado. Estos elementos, que recibieron la aprobación de la amplia mayoría de los ciudadanos al inicio del sexenio, se vieron reforzados por la presencia de las Fuerzas Armadas. La ecuación ejército-guerra es mucho más sugerente que la ecuación policía-combate.
El pasaje del combate a la guerra supone un dato fundamental. Se asumió que los grupos armados enemigos del Estado mexicano controlan recursos naturales y humanos, y pretenden erigirse –en las zonas que dominan - como un Estado dentro del Estado. Un contrapoder criminal opuesto al poder institucional democrático. Bajo esa lógica, el cambio de estrategia se justifica, ya que se trata de legítima defensa, hay una injusticia verdadera y de gravedad y no es posible acabar con el problema por la vía pacífica. Pero, precisamente porque el agredido es el Estado democrático, dicha guerra debe tener como perspectiva y objetivo el éxito final y tiene, como condición, evitar al máximo la pérdida de vidas inocentes.
Los problemas que tenemos ahora son muchos. El pasaje supone una mucho mayor participación social y acuerdos fundamentales entre las fuerzas políticas democráticas. De lo primero, se ha trabajado poco y, si bien la gran mayoría de la población está de acuerdo con el combate a los cárteles del crimen organizado, la campaña propagandística se ha centrado en el mensaje machacón y reiterado de que “vamos ganando”, acompañado por la casi diaria presencia de armas incautadas y sicarios detenidos… que no hace sino generar la percepción de que aquellos son muchos y su arsenal, tan interminable como el flujo de dinero que viene de la droga (y mientras tanto, desde Zhenli Ye Gon, no ha caído un solo lavador serio de dinero). De lo segundo, apenas hay un acuerdo en lo general, que en lo particular no llega a ningún lado… en parte porque no todas las fuerzas políticas viven la situación como de guerra.
Aún hay más, por supuesto. La estrategia de comunicación incluye, en fotos espectaculares en edificios públicos, pero sobre todo en las calles y caminos del país, un despliegue notorio de personal fuertemente armado y con el rostro cubierto. A la población le queda claro que hay actividad del gobierno en esta guerra. Lo que no le queda claro es si se siente más segura.
En este contexto, durante los primeros años de este gobierno, hubo pocas muertes civiles –o, si no, hubo la capacidad de minimizarlas ante la opinión pública-, pero de seis meses a la fecha, éstas se han multiplicado. No sólo eso: tienen nombre, rostro, identidad, historia, como todos los muertos. Los 14 adolescentes preparatorianos de la colonia Salvárcar en Ciudad Juárez; los niños Martín y Bryan en Tamaulipas; Jorge y Javier, estudiantes de postgrado del Tec de Monterrey; los diez jóvenes de Pueblo Nuevo, Durango; Laura, Carlos y Mireya, esposa e hijos del empresario hotelero en Acapulco…
La población entiende que haya soldados y policías muertos en el cumplimiento del deber durante este conflicto armado. Pero no tiene la misma actitud cuando se trata de civiles inocentes. Más aún cuando en los casos de fuego cruzado las versiones oficiales no hacen sino sembrar más dudas. Sobre lo sucedido y sobre la imparcialidad de las investigaciones.
Dicen que Estados Unidos empezó a perder la guerra de Vietnam cuando sus hijos regresaron en bolsas. Se resquebrajaba el frente de “mentes y corazones”. Las “palomas” de la época usaban el hecho para cuestionar la guerra misma y los “halcones” argumentaban que era necesario reducir al mínimo la exposición del público a ese triste espectáculo, y culpaban a los medios por informar al respecto.
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