Luego de dejar a mi mamá, tomé el tren a Valencia. Todo en aquella España parecía imitación chafa y empequeñecida del resto de Europa, hasta daba la impresión de que las vías del tren eran más estrechas. En Valencia, abordé otro, local, hasta Denia, la localidad en donde Alfonso Vadillo había rentado su chalet de agosto.
Llegué a la dirección (una suerte de vecindad de casitas blancas frente al mar) y me encontré, en vez de Vadillo y su hijo, con una pareja de alemanes que me miraban extrañados. Me dijeron que ellos acababan de rentar esa casita hacía dos días; la dependienta, que la había desalojado un señor mexicano que la rentó solamente por quince días.
Desilusionado, tomé otro trenecito lechero, que se fue lentísimo por la costa, hacia Alicante. Era un espectáculo de contrastes, a mi derecha, un mundo rural atrasado; a mi izquierda, la explosión de construcciones turísticas de dudoso gusto; edificios con nombres como “Miami”, “Los Ángeles” y un montón de anuncios ofreciendo cuartos, rooms, zimmer a los extranjeros ansiosos del sol de Levante. Más atrás, el mar. En un momento vi a una jovencita, casi una niña, esperar en un montecito a que pasara el tren para poder atravesar. Estaba como perdida en la frontera de esos dos mundos opuestos.
Lloviznaba y estaba a punto de caer la noche cuando llegué a Alicante, una ciudad que no se veía muy atractiva. Decidí caminar por el malecón, buscar un hotel donde pasar la noche y luego decidir qué hacer. Mientras avanzaba ví las espaldas de dos tipos que pedían aventón (hacían “autostop”, como dicen en España) con un cartelito que fijaba su destino: “Denia”. Mi reacción inmediata fue gritarles: “¡No vayan! ¡Es una mierda!”. Los tipos se voltean y, para sorpresa mutua, uno de ellos era Cárlos Mársico. Enormísimo grito de alegría, abrazos, y luego la explicación. Mársico había estado rolando por España con Topino y Cetta, sus cuates perusinos, y se les había unido un gringo aventurero, Steve, quien lo acompañaba. Estaban cortos de dinero y habían decidido ir a Denia a pasarse unos días en el chalet de Vadillo, a quien Carlos también le había prestado cien dólares. También él tendría que esperar por su dinero.
-Ché, y yo que me imaginaba unas vacaciones diferentes, tirado frente a la playa y tomándome un cóctel.
Fuimos a un bar a tomar una cerveza y allí mismo, en caliente, decidimos ir a Marruecos. Sacamos un mapa y fijamos nuestra meta intermedia en Algeciras, junto a Gibraltar. Iniciamos de inmediato el autostop, pero sólo pudimos llegar hasta Elche, donde acampamos. La tienda de campaña de Carlos sólo tenía lugar para dos y Steve, en buena onda, se ofreció a dormir afuera porque yo tenía gripe.
Al día siguiente, muy temprano, nos dio aventón un señor que acababa de dejar a su esposa en el aeropuerto y volvía, con su perro, a Almería. Cruzamos Murcia, que me pareció muy seca, y luego nos dormimos, lo que no ha de haberle gustado mucho al español, que quería conversación. A cambio, su perro me estropeó el pantalón con sus huellas aceitosas.
En Almería cometimos un error. En vez de informarnos –hubiéramos averiguado que de ahí zarpaban barcos rumbo a Melilla, la posesión española africana al norte de Marruecos-, seguimos el itinerario. Y no tardamos en darnos cuenta de que tres greñudos pidiendo autostop éramos como un elefante. Más aún en la España apenas postfranquista (Arias Navarro acababa de dejar el poder y Adolfo Suárez todavía no daba color). Cuando por fin un auto se detuvo y el conductor dijo que nada más podía llevar a uno, accedimos. Yo me subí y quedamos de vernos en Adra, que era el lugar adonde iba el austriaco, un etnólogo musical muy interesado en el flamenco, que estaba recorriendo el sur de España. Fue la primera vez que oí hablar de Paco de Lucía. Se me hizo atractiva la idea de rolar con este tío, un poco a ciegas, en busca de cantaores y bailaoras de aquella España cañí, pero me tenía que ver con mis cuates.
Pasamos la noche en Adra, dándonos un leve baño de mar. En nuestro campamento, Carlos comentó:
-Hace unos días cumplí 25 años y me puse a repasar lo que ha sido mi vida. Llegué a una conclusión: estoy orgulloso de mí mismo.
Definitivamente, era argentino.
Al otro día, lo más que avanzamos fue a Motril, ya en Andalucía, y yo –ya con la gripe manifiesta en su plenitud- me quedé en un hotelito. Nos lanzábamos a pedir autostop y no era raro que se nos acercara algún campesino a platicar con nosotros con lógica de baturro, sorprendido de que viniéramos de tan lejos y todavía quisiéramos alejarnos. “No os entiendo, porque yo lo más que he viajado es a Granada, y eso fue hace 17 años”. Dividiéndonos y reencontrándonos, pasamos otra noche en Fuengirola, cerca de Málaga y al final, en un día en el que de plano no se paraba nadie a recogernos, tomamos un camión hasta Algeciras.
Cerca del mediodía tomamos el ferry de Algeciras a Ceuta: Estaba yo tomando el aire y el sol en la cubierta del ferry y, en uno de mis típicos movimientos neuróticos, revisé mi pasaporte. Para mi horror, descubrí que mi foto había desaparecido. Se había desprendido del documento y no estaba entre mis cosas. “¡No mames!”, grité. Carajo, México no tenía relaciones diplomáticas con España… ¿cómo le iba a hacer? Sentí unas cosquillas molestas en el estómago, que subían por el esófago y hasta el cogote. Como quien dice, se me subieron los güevos. Me puse a buscar frenéticamente la dichosa foto y, de milagro, la encontré en el suelo, a pocos metros de donde estaba sentado. Fui con un marinero, le expliqué mi situación y le pregunté si había algún adhesivo para pegar la foto. No lo había, pero con cuidado la engrapamos, de forma que se notara con claridad que el sello era legítimo.
En Ceuta lo primero que hicimos fue tomar un camión a la línea fronteriza con Marruecos. Allí descendimos, y había que tomar otro, que nos llevaría a Tetuán. Decenas de marroquíes y de turistas estaban en espera. Cuando llegó el autobús, la masa de marroquíes se lanzó frenética y simultáneamente a echar maletas y cartones en los compartimientos de abajo y buscar asiento. La mayoría de los turistas –primermundistas ellos- pensaron primero en meter su equipaje y luego en subir. No encontrarían lugar y tendrían que descender a sacar sus cosas y esperar otro transporte. Carlos y yo, en rápida operación concertada, hicimos lo que los marroquíes; Steve, lo que los gringos y europeos. Pero le guardamos, casi a madrazos, su lugar. Era apenas un preludio.
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