La más interesante resultó Política Económica, en la que teniamos que presentar un ensayo, además del examen. Por supuesto, el mío lo hice acerca de la política económica mexicana: las contradicciones del modelo de sustitución de importaciones. Uno de los libros base que utilicé fue el famoso Sunkel y Paz (El subdesarrollo latinoamericano y la teoría del desarrollo, Siglo XXI, 1970), que posteriormente me sería muy útil como maestro. Este libro me resultó importante por tres razones: la importancia de la historia económica para entender las distintas formas que adquiere el desarrollo; el análisis de los distintos modelos dinámicos de crecimiento y, sobre todo, la ruptura con la lógica neoclásica de mutación gradual (la imagen de la curva) y la propuesta de que el desarrollo detona a través de transformaciones deliberadas, de un proceso discontínuo de desequilibrios (en vez del famoso equilibrio de mercados). En otras palabras, que en política económica, el sustantivo es “política”: la dirección y fuerza de las transformaciones dependerá de las relaciones de poder.
Un par de días antes de ése, que era el último examen del verano, llegó mi mamá a Módena. Había pasado unos días en España con los Valle y habíamos quedado de echarnos un rol por Italia y por París, y luego ir a España donde estaríamos unos días en Madrid y luego yo me iría a Denia, donde Alfonso Vadillo había rentado una cabaña –a la que iría con su hijo de 12 años, que lo visitaba-. Yo le había prestado 100 dólares a Vadillo para que rentara esa cabaña (otro tanto habían hecho otros amigos, según me enteré más tarde).
Tras el examen, partimos en tren a Roma, donde cobré las becas de tres meses de Carreto, Castañares, Mapes y mía. Los cuates me dijeron que por el momento no necesitaban la lana (beneficios del ahorro forzoso del año anterior), así que llené un cinturón de tela que usaba bajo el pantalón con 3 mil 600 dólares en efectivo. Algo no físicamente, pero sí mentalmente incómodo.
Como a muchas personas, a mi mamá Roma la sacó de onda al principio, pero pronto le fascinó. Es algo que tiene esa ciudad: esconde por un rato la magnitud inenarrable de su esplendor. Nos hospedamos en un hotel de Via Nazionale en donde también recaló un tour chistosísimo: quinceañeras mexicanas que daban la vuelta por Europa, en una gira cuyo clímax era bailar el vals con cadetes austriacos en Viena (estudiantes necesitados de una lana, en realidad). Una vez salimos del hotel y vimos a las pobres niñas subirse al camión disfrazadas en vestidos típicos: una chavita hacía esfuerzos para subirse enfundada en un traje completo de china poblana, con sus lentejuelas multicolores y todo. En Roma hice caminar a mi mamá un chingo (pero era aguantadora).
Después de Roma, fuimos a Nápoles-Pompeya. En Nápoles mi mamá pidió arroz con pulpo y se lo sirvieron a la napolitana: arroz blanco y encima, un pulpo entero. No se lo pudo comer (“el pobre animal me veía con cara de no me comas”). Pompeya fue para ambos un descubrimiento extraordinario, superior a lo que esperábamos (esa presencia viva/muerta de la vida cotidiana de hace milenios), al grado que de regreso a Nápoles visitamos también el Museo Arqueológico Nacional –no tan emocionante como el museo de sitio que existía entonces en las excavaciones, pero más completo-.
En Florencia, además de la consabida visita a los Uffizi, mi mamá disfrutó mucho comprando joyería en los mercadillos (siempre le encantaron las joyas, siempre y cuando fueran grandes y brillantes… por lo que también le gustaba mucho la bisutería). Se la pasaba regateando, y usaba con éxito el argumento de que era una cubana que había venido a visitar a su hijo (y señalaba hacia donde estaba yo, en una esquina, leyendo L’Unità). El día que estuvimos allí nos sorprendió una explosión de júbilo colectivo: habían condenado a cadena perpetua a Izzo, Guira y Guido, los asesinos del Circeo. Se armó una suerte de manifestación feminista espontánea, que tuvo uno de sus momentos cumbre cuando varias de ellas, y algunos que estábamos de mirones, nos lanzamos a gritos contra un joven que, precisamente en esos momentos, le dio dos trancazos a su novia, con la que estaba discutiendo. Curioso, pero dos horas después volví a ver a esa pareja, ahora en plena reconciliación.
A Venecia –como siempre, deslumbrante- la caminamos a fondo (repito, mi mamá era aguantadora) y nos tocó la bienal, que aquel año estuvo muy descentralizada, así que recalamos en muchas iglesias y palacios habilitados en centros de exposición. Al atardecer se nos acerca un gondolero y ofrece: “góndola… romántica”. Mi mamá le grita: “¡Pendejo!”. Yo traduzco, y explico: “es mi madre”. El hombre se deshace en disculpas. “¿Qué se cree ese pendejo? ¿Que soy una vieja que le paga a un jovencito?”, sigue imprecando mi mamá. Más noche paseamos por uno de los puentes y en una caravana de góndolas viene el tour de quinceañeras mexicanas echando relajo. Exactamente cuando van a pasar frente a nosotros, se ponen a gritar “¡Viva México!” y exactamente cuando salen del túnel, les grito: “¡Nacas! ¡Me dan vergüenza!”. Abren tamaños ojotes de sorpresa.
Volamos a París y de paso también conocí Versalles –en un tour con un guía que decía ser maestro de
De ahí, a España, que apenas estaba despertando de la pesadilla franquista. Una de las primeras impresiones que tuve al ver a los españoles fue decirme “¡Ah, estos son los que se quedaron de este lado del océano!”. Así de parecidos a nosotros los ví. Madrid en 1976 tenía aire de pueblote, y el destape apenas empezaba a asomar los tobillos. Fuimos un par de veces al cine (esas pelis crípto-críticas que a muchos gustaron en su momento, pero a mí no) y me dio gripa, porque del calorón de la calle pasabas a la “refrigeración” (así le decían) de las salas cinematográficas, que era de verdad una experiencia extrema. Pocos días después, mi mamá tomó el avión de regreso a México
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