En el camión que nos llevaba de la frontera a Tetuán, me tocó sentarme junto a un señor mayor, con el que intenté primero, con esa mala costumbre de enterarse de los países a través de almanaques, de comunicarme en francés, pero que hablaba bien español. Me dijo que él era contrabandista y que no tuviera miedo, “porque hay marruecos buenos y hay marruecos malos, como en todos lados”. Me recomendó que comiera allí donde hubiera moscas, porque “las moscas saben donde hay comida buena” y que, en la estación de Tetuán, me fijara si los que me ofrecían hotel tenían cara de buenos, “porque hay marruecos malos”. A nuestro lado se sucedían pequeños pueblos en los que mujeres con la cabeza cubierta acarreaban grandes jarras (de agua, supongo).
A nuestra llegada a la estación, como moscas (porque sabían que había comida buena) se nos pegaron grupitos de jóvenes, ofreciendo a todos los turistas llevarlos a un buen hotel. Escogí a los que les ví cara de buenos.
Carlos no quería que nos quedáramos en la parte occidental de la ciudad (“afrancesada”, me dije, todavía influenciado por el almanaque), sino en la medina, la ciudad antigua, así que nos internamos en ella, con nuestros guías, y rápido descubrimos que era un laberinto. Era pleno agosto, así que los distintos hotelitos y pensiones en los que preguntamos estaban llenos. Un poco hartos, nos dirigimos a un café marroquí; un local chiquitito, con sillas, mesas, y una estera para sentarse (o rezar, pero nunca poner los pies, porque los comensales se te van encima). Allí nos sirvieron un riquísimo té de menta. Y allí también llegó un chavo con cara de malo que nos anduvo persiguiendo un rato, y hablando en todos los idiomas posibles, para ofrecernos hashish doble cero. Cuando le dijimos que no le íbamos a comprar, estalló en cólera, dijo que nuestros acompañantes eran chivatos de la policía y que si le comprábamos a ellos, nos iban a denunciar. Expreso de Medianoche. Cuando salió del local hecho una furia, el tipo de la tienda de alfombras y tapetes que estaba enfrente me hizo la señal universal de que estaba loco. Nuestros cicerones conocían al comerciante, y pasamos a su local, todo mullido y calientísimo. Allí llegaron luego otros dos chavos, quienes dijeron ser bailarines. Comentamos acerca de nuestra situación y el comerciante ofreció que pasáramos la noche en su tienda. Estábamos por aceptar, pero el precio nos pareció escandaloso.
-Es que no entienden –dijo-… el precio incluye bigote con bigote, no bigote con no bigote y no bigote con no bigote.
Eso quería decir que a Steve le tocaba el bigotón.
-No gracias, no nos interesa.
Salimos y seguimos en busca de alojamiento, hasta que los chavos se dieron por vencidos. O nos íbamos a un hotel caro en la zona occidental o nos íbamos al camping de Martil, un pueblito costero a pocos kilómetros de Tetuán. Nos inclinamos por la segunda opción.
La competencia por un lugar en el camión de Tetuán a Martil era tan feroz como la del primer autobús. Esta vez sólo yo pude subir. De nuevo intenté hablar en francés con mi vecino de asiento y otra vez resultó que mejor hablaba español.
En Martil encontré el camping y una fonda al aire libre (llena de moscas). Me entendí perfecto en español con el dependiente, que me sirvió una excelente sopa de habas. Al poco tiempo llegaron Carlos y Steve, con un cuate marroquí.
-Es lo que estábamos buscando –dijo Carlos-, un estudiante marroquí que vive en el camping.
-¿Un estudiante que vive en un camping? –pregunté, incrédulo ante su credulidad.
El “estudiante” se sentó con nosotros y a los dos minutos ya estaba sacando una bolita de hashish, de la que nos ofreció.
Era una cosa fortísima, pura, de efecto inmediato y total.
Entramos con el “estudiante” al camping y, como moscas a la miel, diversos grupos de jóvenes se acercaron a nosotros con la misma cantilena que el “loco” de la medina: “el que va contigo es un chivato; yo en cambio te ofrezco el más puro hashish doble cero”. Una pesadilla. En mi condición, llegué a imaginar que el famoso camping, tenuemente iluminado por lámparas de kerosene, que hacían más oníricos los colores vivos de las ropas de sus habitantes, no era más que un campo de concentración disfrazado en el que los dealers marroquíes tenían encerrados a hippies occidentales –que fumaban tranquilamente delante de sus tiendas de campaña-.
El “estudiante” nos llevó a una gran tienda, en la que sus amigos fumaban alegremente. A los pocos segundos de nuestra llegada, uno de ellos empezó a gritar: “¡La policía! ¡Viene la policía! ¡Mejor váyanse aquí junto a instalar su tienda!”.
Salimos –yo, de plano, friqueadísimo- y empezamos a armar la tienda de campaña pero, a paranoica sugerencia mía, nos cambiamos de lugar, a una veintena de metros del lugar que nos habían sugerido los marroquíes.
Al otro día descubrimos que Steve –a quien de nuevo le había tocado dormir afuera- se acostó encima de una enorme boñiga, pero estaba tan pacheco que no se dio cuenta hasta la mañana siguiente.
Dejamos nuestras cosas en la administración del camping y salimos a conocer Tetuán, particularmente la medina, que era hermosísima, con sus túneles ojivales, sus callejuelas retorcidas, sus arcos, sus olores mezclados a flores y comida, sus paredes blanquísimas pero, sobre todo, su ambiente de tranquilidad. Un lugar que se prestaba muchísimo a sentarse a no hacer nada y contemplar.
Estábamos comiendo en una agradable fonda en un sótano de la medina, cuando recalaron allí –porque nos estaban siguiendo- los amigos del “estudiante” del camping. Nos saludaron, platicaron de banalidades por dos minutos, y nos preguntaron si no queríamos comprar hashish. Les dijimos que no, y ellos respondieron que no importaba, que nos invitaban a tomar un té de menta y fumar kif. Aceptamos, pensando que con ello nos los íbamos a quitar de encima.
Fuimos de un café a otro, de un té de menta a otro, de un fumadero a otro. Cantidades industriales de kif. Y no nos los quitábamos de encima. Mostraron sus credenciales de estudiante, sus libros de historia. Platicaron de sus padres, que habían estado con Franco (“luchamos contra los moros”, rezaba La Quince Brigada) y de que “los marruecos del norte somos moriscos, somos hijos de españoles”. Les dimos las gracias por su guía y les dijimos que iríamos a la playa.
-Conocemos una muy buena. ¡Vamos a nadar juntos!
Ya en la playa, tuvimos un conciliábulo. Si no les comprábamos algo, no nos iban a dejar en paz. Compramos 40 gramos de hash, a un precio regalado –según la comparación de Mársico- y rapidito se fueron. Así que pude bañarme tranquilamente en una playa paradisíaca y solitaria, todavía con el bendito cinturón con varios meses de beca míos y de mis cuates.
De regreso al camping, instalamos nuestra tienda bien lejos de la zona del “estudiante”, salimos a comer un delicioso kebab y nos dormimos mirando las estrellas. Esa noche decidí que estaba hasta la madre de Marruecos y que me iba para España el día siguiente. Carlos y Steve querían seguir en la aventura marroquí, pero ya estaban sin dinero. Le presté 100 dólares a Carlos y, después de dar otra vuelta por la ciudad de Tetuán, me acompañaron a la estación de autobuses. Algo pachequines (pues habíamos sustuido el tabaco con el café del desayuno), nos pusimos los tres en cuclillas. Les dije qué itinerario pensaba seguir y quedamos que nos reuniríamos en San Sebastián “el miércoles” (Steve tenía una amiga en esa ciudad, que le prestaría el dinero para pagarnos, y para conseguir pasaje a Londres, donde tenía que tomar su avión a California el 1º de septiembre).
Mi rol solitario por España sería también intenso, pero no tan alucinante.
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