Yugoslavia era un lugar que me interesaba mucho. Un país socialista. Yo tenía ganas de observar la estrella roja en la gorra de los soldados –Luis Foncerrada me había hablado de ellas- y de saber cómo era la vida en ese lugar, más allá de las propagandas contrapuestas.
La llegada a Belgrado fue apoteósica. Era así como imaginábamos en un principio que sería la norma. El camino estaba atiborrado de escolares con banderas de México y de Yugoslavia; en la medida en que nos acercamos al centro, había gente de más edad (probablemente trabajadores al servicio del Estado, pero para nosotros no tenían tanta cara de acarreados). A lo largo del camino había cartelones grandes con fotos de Tito y de Echeverría. Otros decían: “Viva la lucha del heroico pueblo mexicano” “Viva la fraternidad Mexicano-Yugoslava” “Bienvenido, Señor Presidente Echeverría” (en serbo-croata, pero también en español, porque si no, no las entendía). Grupos abigarrados de chavitas y jóvenes mujeres (las más guapas que he visto en Europa) coqueteaban con nosotros los del camión, y ahí nos tienen con la sonrisa a flor de labio por esta recepción que ya no esperábamos.
Quedamos alojados en el Hotel Jugoslavija, una construcción moderna, funcional, pretenciosa pero sin lujos. Era… ¿cómo decirlo?... un edificio estilo echeverrista. Ese hotel fue destruido en 1999, en un bombardeo de
Me toca de nuevo con Casta y su despertador. En el elevador me encontré con una mujer de extraña elegancia (o extravagancia), que no era bonita pero sabía putear de lo más bien. Se me quedó mirando de arriba abajo como desnudándome y yo, claro, hecho un idiota. Me dijo que yo era “beautiful” en un inglés pésimo. Vio mi gafetito y dijo: “Oh!, you are with a grande gruppe!” y se rió. En algún momento volveré a hablar de esa señora, pero no durante la gira.
En el restaurante admiramos el río Sava, que confundimos con el Danubio, y el Doctor Flores hacía hincapié en el hecho de que nos hubieran servido comida corrida, sin carta.
De ahí fuimos al monte Avala, por la ofrenda de Echeverría a la tumba del soldado desconocido. Este monumento se encuentra a las orillas de la ciudad, allí donde tuvo lugar una de las batallas más importantes para la liberación de Yugoslavia. De guía nos sirvió uno de los lugartenientes de Tito, quien aprendió español en
De ahí, regreso al hotel. Castañares se va de compritas con Ríos y Fidel Herrera (más tarde entenderíamos que su lógica no era de consumo, sino de comprar barato); los del Estado Mayor se dedican a cotorrear con una coqueta camarista que han bautizado como “Buenona Stajav”.
Los estudiantes no fuimos invitados a la cena de esa noche, que Tito ofrecía a la delegación mexicana, pero sí a una recepción posterior y el gobierno yugoslavo nos ofrecía una cena en el Hotel Excelsior con los líderes estudiantiles del país. (En ese hotel estaba la prensa mexicana, que llenó otro avión D-C 8 para la gira).
Fidel Herrera tenía muchas intenciones de grillar y prefirió ir con nosotros que a la cena con Tito. Luego luego se apoderó de la palabra para fungir como jefe de nuestra delegación y nos introdujo de nombre completo a cada uno, mostrando su prodigiosa memoria de político. Le echó mucha crema a los puestos de los priístas. Entre Jorge y yo nos agarramos a un cuate de la esquina para soltarle una grilla de izquierda. Varios empezaron a prestarnos atención y se han de haber quedado muy confundidos. Otros parecían muy preocupados por los sonidos que provenían de la cocina, y a cada rato se paraban a ver qué onda, hasta que un gordito regresó feliz: Yugoslavia había derrotado a España y calificado al Mundial de fut.
Después de esa comida fuimos al edificio del Consejo Ejecutivo Federal a la recepción y a conocer a Tito. Chingomil gentes del cuerpo diplomático estaban en el mismo rol. Cuando salieron Echeverría y Tito, como por arte de magia Consuelo se metió a saludar a don Luis y acabó requetefotografiada entre éste y Tito, en lo que caminaban al salón donde se ocuparían de saludar al grillerío. Nos formaron a la izquierda de Echeverría en una larguísima cola, en la que estábamos, precisamente, a la cola.
Yo ya me estaba desesperando porque quería estrechar la mano de Tito y me colé. Poco después Echeverría nos presentó oficialmente y se me hace que Tito se dio cuenta y pensó “éste ya me había saludado”. Luego Echeverría y Tito se sentaron junto a una mesita, Tito encendió un puro y comenzó el fotografiadero loco. Echeverría nos llamó –vía Mi General Castañeda- para posar con él y con Tito, cosa que hicimos. Luego un periodista de El Día se sentó al lado del mandatario yugoslavo y comenzó una serie de retratos personales, de los cuales ustedes conocen el mío.
En esa foto aparezco con una gran sonrisa, una solapa del cuello por encima del saco. A mi izquierda está Tito, puro en mano, Echeverría voltea hacia él, y el traductor, en medio, dice algo. Detrás de mí están Mapes, brindando a la cámara, con una copa de champagne, Mártir mirando a la cámara, Fidel Herrera y Jorge Carreto con la mirada hacia abajo, y Ríos totalmente distraído.
Tras las fotos, Echeverría propuso que los estudiantes y los jóvenes nos quedáramos una semana más en Yugoslavia, “el tiempo que ustedes quieran”, para aprender de su particular experiencia socialista. “Debemos ver qué cosas se pueden aplicar a México”, remata.
Casi al final del evento, le pregunté a Julio Figueroa, por qué no se había tomado una foto.
-Ese no es Tito –me dijo-. Ese es un monito que está junto a Echeverría.
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