miércoles, octubre 10, 2007

Biopics: De gira con Echeverría VI

Del evento donde nos dieron la beca fuimos al Instituto Italo – Latinoamericano, donde Echeverría se encontraría con “operadores económicos” (eufemismo italiano para decir empresarios) y se echaría un discurso “unitario”, de signo opuesto al que acababa de dar. Recuerdo la referencia al bajo precio de la mano de obra mexicana.
En el mismo lugar fue la recepción a la colonia mexicana en Italia. A diferencia de los que vivían en Alemania, y que eran más pudorosos, éstos se la pasaron pide y pide dinero, y el hombre del maletín atrás de Echeverría se la pasó saque y saque dólares.
De ahí, un grupo salió a una trattoría. Fuimos los becarios, Pablo y Rodolfo Echeverría, Femito, un amigo suyo de Aguascalientes, Julio Figueroa, Adolfo Desentis, Francisco y Lucrecia (estudiantes de cinematografía), una amiga de Lucrecia y dos putas glorificadas que viven en Roma: una como de 40 años; la otra, como de 25.
Desentis recitó poemas de Pablo Neruda, Femito estaba conciliador y abogó “por la hermandad estudiantil”, el hidrocálido cantó muy bonito, yo recité dos poemas “Yo no lo sé de cierto” y “Masa”, los comensales romanos cantaron algo y nos despedimos de beso (Eduardo fue como tres veces por las chavas).

Todos, menos Francisco, llegamos al Gran Hotel. Varios de confianza –antigua y nueva- nos quedamos cotorreando en el cuarto de Mapes, y de pronto Carreto saca un toque de mota. Nos asombramos.
-Si hay una manera segura de llevar mota a Europa es en el avión presidencial –explica.
Nos echamos un toque, al rato Eduardo medio corre a los que hacíamos mal tercio; a Carreto y a mí no nos queda más que echarnos otro toque, y a mí, ponerme nomás tantito paranoico.

El 10 de febrero otra vez nos despertaron a la apurada y no hubo tiempo más que para ir derechito al camión. Ahí Julio Figueroa me pidió que lo ayudara a cargar unas cosas de unas chavas –estaban en el hall-, fuimos y, para nuestra tremenda sorpresa, nos llamó un encargado del hotel. Las chavas habían intentado robarse toallas y ceniceros. Seguridad había esculcado las bolsas que habían dejado y tenía sus pasaportes. El Capitán Salinas estaba hecho una furia.
-La chingada con ustedes.
Yo: -No sabíamos, Capitán Salinas, palabra.
Salinas: -Qué poca madre, metiendo chavas a los cuartos. Este es el nombre de México. Esto lo va a saber el Señor Presidente.
Figueroa: -Pues dígaselo, a ver qué cosa dice.
Yo (en un momento de iluminación): -Sí, porque las señoritas estuvieron con los hijos del Señor Presidente.
Calmose Salinas y nos mandó al camión. Al rato llegó Mártir corriendo, porque se había quedado dormido. Sobre él se cebó Salinas, cada vez más neuras.

En el camino al aeropuerto, me quedé pensando con tristeza: “Pinches viejas, nos agarraron a mí y a Julio porque nos vieron como los más pendejos. Soy demasiado ingenuo”.

Aterrizamos cerca de Vicenza, porque el primer ministro Mariano Rumor quería mostrarle a Echeverría la casa donde nació. De ahí tomamos un autobús a Venecia.
Llegar a Venecia y recorrer el Gran Canal fue maravilloso e inolvidable. Era algo más allá de lo imaginable, y estaba yo boquiabierto ante la belleza antigua y señorial de sus palacios e iglesias, su serenidad de agonizante. Febrero, frío y gris (creo que nunca he sentido tanto frío en mi vida como aquel día), es el mejor tiempo para visitar esta beldad en derrumbe, decadente. Junto a mí estaba un teniente del Estado Mayor, Carlos Del Pozo –quien años después sería mi cuate el Capitán Del Pozo- y sólo atinábamos a intercambiar miradas, interjecciones y palabras de admiración por lo que se presentaba ante nuestros ojos.
Nos alojamos en el Hotel Danieli, “Hotel de Reyes”. Aquí vivieron Dickens, George Sand, D’Annunzio, Wagner. Atmósfera exquisita, aunque recargadísima, llena de adornos y con candelabros gigantescos. Mi cuarto daba a un pequeño canal y, si sacaba la cabeza, podía ver San Marcos. Almohada y sábanas de seda, sobre las cuales estaba posada, delicada y femenina, una gladiola.
Del hotel salimos a la Plaza de San Marcos, que estaba llena de niños vestidos a la usanza del Siglo XVII con motivo del carnaval, que se avecinaba. Serios, parecían fantasmas de los antiguos habitantes de Venecia.

Pensando que era una visita sólo turística, Eduardo, Julio Figueroa y yo nos fuimos a dar la vuelta por la ciudad. Nos encontramos a Rodolfo Echeverría caminando solo por el Gran Canal, nos fuimos a tomar una cerveza con él y luego al hotel, donde nos esperaban los militares para decirnos que el Señor Presidente había preguntado por nosotros durante su visita a los establecimientos de la fábrica Montedison y que estaba dando una vuelta por la ciudad. Había que encontrarlo. Castañares, el Doctor Flores, Víctor Urquidi, Nafinsito y Peyró tampoco habían ido, así que se formó una gran patrulla en busca del Preciso. Lo encontramos pronto.
Visitamos con Echeverría el Palacio Ducal y ahí nos comentó de un libro en el que él estudió y que habla mucho sobre Venecia. Afortunadamente, nosotros también lo habíamos leído (Historia Económica de la Edad Media, de Henri Pirenne) y algo comentamos. Entonces nos recomendó, ingenuo, que usáramos la Biblioteca de Venecia (sic) para nuestros estudios.
Después de la vuelta nos preparamos para una cena que se ofrecería en uno de los palacios venecianos. En esta cena sucedió algo muy interesante. Nos tocó sentarnos a Consuelo, a Eduardo y a mí con cuatro militares del Estado Mayor.
Quien empezó la conversación fue Gortárez, el hombre del maletín. Dijo que los estudiantes y los militares “somos enemigos, pero quizá es porque no nos conocemos”. Estuvimos de acuerdo y en principio nos dimos cuenta de que son extremadamente jóvenes (entre 23 y 25 años) y para ellos la jerarquía es todo. Preguntaban:
-¿Qué lugar son ustedes en la escuela? Todos nosotros somos de los primeros 20.
-Nosotros también –respondió Consuelo.
-Sí, ¿pero qué lugar exactamente?
Nos preguntaron luego por qué había tantos grillos en la Escuela:
Consuelo
(sin duda coucheada por su apá para decir lo correcto): -Es que hay muchos oportunistas que juegan con los estudiantes.
Yo: -Lo que pasa es que en nuestra escuela se discuten todos los días los problemas que hay en el país y existe un sentimiento de que hay que resolverlos lo más pronto posible.
Consuelo: -Es que hay muchos acelerados.
Gortárez: - Eso es. Que quieren subvertir el orden. Y eso no se puede. Una manifestación va contra el orden público. Es que los militares no pensamos como civiles.
Yo: -¿Y eso los hace sentirse diferentes, o también superiores?
Gortárez (pensativo): -Diferentes… pero también superiores en algunos aspectos, la verdad.
De ahí pasé a hablar de cómo Vargas Llosa se mete a estudiar la vida del militar, y de que los militares, por estar más cerca de la muerte, viven más intensamente. Convenimos en que teníamos que conocernos mejor.
Gortárez: -Pero lo que se necesita es un escritor que sea también militar.
Hablaron de la vida militar y de que los envidiaban porque eran del EMP y que de seguro a la mayoría los iban a mandar a lugares pinches cuando terminara el sexenio, dizque para compensar.
De ahí, pasamos a comentar sobre el golpe de Estado en Chile, y dijeron que admiran a Pinochet, pero sólo porque tiene escritos militares “de gran valor”, pero por supuesto “respetan” posiciones como la del Embajador Corbalá. Afirmaron que les habían mandado “información de inteligencia” que explicaba las razones del golpe, pero estuvieron de acuerdo en que eran “informaciones unilaterales”. Para mí que simpatizan con Pinochet.
Mientras Consuelo y yo hablábamos de Chile con los tres tenientes, Eduardo y Salinas se habían enfrascado en una discusión sin fin sobre el movimiento del 68. Por fortuna llegaron los brindis oficiales y la cena terminó sin mayores contratiempos. Nos dimos un abrazo y quedamos de “entendernos mejor” en el futuro.

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