Salimos de Venecia con un frío cortante, primero en barco y luego en avión hasta Viena, donde nos alojamos en el Hotel Imperial (y ahí recalaban, puntuales, las cajas de cartón llenas de libros). Algunos miembros de la comitiva salieron, por no sé qué razones, a Zurich, y a los becados –que ahora también éramos colados- nos dieron sus cuartos. Casta y yo estábamos en el que le tocaba a Hernando Pacheco y a cada rato nos querían meter sus maletas.
En Viena le escribí a Janette, a quien mi beca a Italia no le gustó mucho porque tenía la intención de ir a México e inscribirse en
Estaba yo con Consuelo, en su cuarto –una suite que le tocaba a Muñoz Ledo-, tratando de convencerla de que cambiara su peinado aseñorado, cuando llegó la orden de cambiarnos y ponernos el smoking. Eduardo se quedó en el hotel, yo me hice güey con mi traje oscuro y mi corbata de moño, según yo casi indiferenciables del smoking.
Smokinados llegaron los mexicanos a
Regresaba yo del evento, cotorreando con Pablo Echeverría cuando de entre la gente llega una señora mexicana a preguntarnos si éramos los hijos del Presidente. Pablo inmediatamente le dijo que no. La señora insistió en conocerlos, así que fuimos adonde estaban Alvaro y Rodolfo con Jorge Carreto, a quien presentamos como Pablo Echeverría. La señora quedó feliz.
El Capitán Salinas me dijo que no podía entrar a la cena, porque era “de riguroso smoking”, por lo que me sentí aliviado de no hacer el ridículo. Aproveché para decirle a Julio Figueroa que de smoking se parecía a Benito Juárez. Me fui caminando al hotel y esa es la única imagen viva que me quedó de Viena. Luces y gente esperando el tranvía. Me cambié y bajé a cenar al hotel, donde también manyaba el valet de Echeverría. Gran sorpresa me causó encontrarme al salir de ahí a Consuelo y a Mártir. Aunque iban vestidos correctamente, no tenían lugar en el protocolo de los estirados austriacos. Me dijeron que Femito, Desentis y Medina Araujo se quedaron en la puerta, esperando que les dieran chance. Propusieron ir a una discoteca, cosa que acepté.
Mártir y Consuelo bailan bastante mal; los austriacos, peor. Por lo tanto, no me sentí mal. Eduardo y Castañares, en tanto, se pasaron cinco horas caminando por Viena.
Al otro día, de vuelta a levantarse temprano y desayunar harto. Partimos en tren a Linz, a visitar la siderúrgica Ovest-Alpine. Salimos en el tren del presidente austriaco, con meseros de vagón en vagón, sirviendo copas. Como había niebla y no se podía ver nada, me dormí.
En Linz hacía un frío horroroso y nos recibieron una banda y cientos de aprendices agitando banderitas. Me sentí de lo más ridículo caminando en alfombra roja mientras chavos de mi edad, mis iguales, hacían valla. En “lo calientito”, o sea dentro de la fábrica, nos recibieron los dirigentes de la empresa, que nos explicaron el funcionamiento de la fábrica. Dimos una vuelta y el más emocionado era Herstl, el director del IPN, quien nos estuvo explicando (al Rector Soberón, a Eduardo y a mí) el funcionamiento de esta siderúrgica. Tiró una gran neta al decir; “Yo sería feliz en un lugar así, trabajando aquí”. Consuelo, en tanto, andaba, casco en cholla, apunta y apunta tras el Presidente quien, claro, la descubrió y anduvieron del brazo todo el santo rato (fotógrafos dábanse vuelo).
Durante la comida se presentaron danzas tradicionales de Austria, con su musiquita lenta y sus pasos monótonos. El regreso estuvo cubierto por la niebla.
En Viena visitamos
Saliendo de allí, llegó un grupo de chilenos refugiados, con una bandera, gritando: “¡Chi-le-Mé-xi-co! ¡Chi-le-Mé-xi-co!”. El Presidente improvisó unas palabras y se escucharon vivas a Echeverría. Me aventé un “¡Viva Allende!”, en coincidencia con Rodolfo Echeverría, y se armó el pequeño coro.
En el camión, Julio Figueroa criticaba a los chilenos “por refugiarse en un país burgués”.
El siguiente evento fue un buffet que ofrecía el presidente Echeverría al presidente Jonas. El ambiente fue totalmente diferente al protocolo austriaco. Llegaron unos estudiantes de la “forestal de Durango” que estaban en Viena (eso fue lo que entendí) y cantando “Ya llegó el que estaba ausente” y Femito le dedicó no sé cuál canción al Presidente, pero no se le escuchó nada.
-Fue serenata particular –respondió cuando le dijimos que no habíamos oído.
Regresé bastante cansado, muy dispuesto a dormirme (Eduardo y Rodolfo todavía fueron al bar del hotel). Sucedió, sin embargo, que el Doctor Flores me animó a ir –con Víctor Urquidi, Villamar, Figueroa, Casta y un estudiante mexicano de música- a la parte típica de Viena a tomar vino dulce. Acepté al sentir que conocía demasiado poco esta bella ciudad.
Tomamos unos taxis –ya era cerca de medianoche-, llegamos a la zona típica y nos metimos a un localito. Nomás entrando, unos austriacos nos preguntaron en inglés de dónde éramos.
-De México.
-Gracias por el 39.
Le preguntamos a Flores por qué el agradecimiento. Nos explicó que México fue la primera nación del mundo, y por mucho tiempo la única, que tuvo la decencia de condenar formalmente la invasión nazi a Austria. La piel se me puso chinita. Volteamos hacia los comensales austriacos con ojos de agradecimiento. Había orgullo patrio, reconocimiento a Lázaro Cárdenas, pero también una sensación no sólo de ignorancia, sino también de mezquindad. En México, uno piensa en Austria y lo primero que se le viene a la cabeza son Maximiliano y el penacho de Moctezuma, para concluir en “pinches güeros”. En Viena, pensaron en México y dijeron “Gracias por el ’39”.
Fue la primera vez que ví los ojos de Urquidi brillar de alegría. Trajo músicos que cantaron canciones vienesas tan lentas que un vals parece rock’n’roll. Urquidi meneaba las manitos al ritmo de la música y soñaba en el Siglo XIX.
De ahí pasamos a otro bar, donde defendí –junto con el estudiante de música, lo cual me dio mucho gusto- el valor musical de las canciones de Cri-Cri. El tipo le encargó a Villamar, para que las regalara de su parte al Presidente, una fotografía de Maximiliano -¡a Echeverría!- y un billete de 20 millones de marcos (1923, la gran inflación). Dudo que Villamar lo haya hecho.
Poco antes de salir para Yugoslavia, el Capitán Salinas pasó a la parte delantera del autobús y con aire adusto, se dirigió a la comitiva.
-Señores, esto es una vergüenza nacional –dijo.
Abundó revelando que el Hotel Imperial de Viena acababa de ser saqueado por la comitiva (es decir, por nosotros).
Empezamos todos a poner cara de occisos. Por ejemplo yo, que me había llevado unas hormas para zapatos, o Carreto, quien expropió un fólder de piel con la papelería del hotel. Cuando Salinas pasó a lo específico, nos dimos cuenta de que éramos bebés de pecho comparados con los demás.
-Se llevaron toallas, almohadas, juegos de sábanas. Carajo, hasta cortinas se llevaron. Por favor devuélvanlas. Ustedes nos dicen y las regresamos discretamente. Es el prestigio de México, señores.
Silencio.
La prensa austriaca, pinches estirados, tomó nota del asunto. Además publicaron que los mexicanos éramos una caterva de mal vestidos.
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