martes, enero 25, 2011

Fobia musical


 Hace muchos años, en 1960, descubrí una fobia de la que no me he podido desprender. Sucedió en la primera excursión que hice en la primaria, a la que recién había ingresado. Mi cultura musical estaba guiada por Cri-Cri y aderezada por maravillas del nonsense, como la de todos los negros tomamos café, Bernabé le pegó a Fuchilanga porque a Burundanga le jinchan los pies, o ahí viene la plaga, le gusta bailar. Fue entonces que mi cuate Ayala puso un veinte en la rockola y empezó a escucharse el “Pueblecito”.

Puse toda mi infantil atención a esa canción. Me imaginé a César Costa llegando con su suéter de grecas al pueblecito donde nació, cantando mientras caminaba por las calles, y entonces… toda la gente comenzó a gritar. ¿Qué gritaba? “¡Cállate!”, han de haber gritado y por eso César se pasa casi toda la canción en interminables ay ay ay ayes (de hecho llegué a pensar que alguien le había pegado con una piedra en la cabeza).

Otra canción de la época me hizo desarrollar los silogismos. Era “Julia”, a la que Enrique Guzmán le decía: eres un primor porque tengo razón. Yo estaba chico y me costó varias semanas dar con la causa de mi molestia ante la frase: el primor de la chica dependía de la razón de Enrique; si Enrique no tenía razón, ipso facto, Julia podía ser un adefesio. Así que decidí, para hacer divertida –pero lógica- la canción, que Julia era el equivalente femenino del “Tomás” de Angélica María y que Enrique fuera un loco de atar empecinado en proclamar su cordura.

Mi lógica siguió su proceso de desarrollo, los marcianos bailaban ricachá, el ladronzuelo se desmayaba, los chícharos dulces hacían daño, el 039 (“maldito taxi”) se la llevó, ella rompía sin querer un corazón y el perro lanudo no dejaba a nadie solo con su novia. Vino entonces otro absurdo: “El último beso”, interpretado por Polo.

Polo
A mis 12 años, Polo me pareció un desvergonzado y un hipócrita al mismo tiempo. A confesión de parte, relevo de pruebas. Íbamos los dos al anochecer, oscurecía y no podía ver (¡Ponte los lentes, Casimiro!), yo manejaba, iba a más de cien (que es a más de 140 en estos días), prendí las luces para leer (por eso no veías, tarado), había un letrero de desviación, el cual pasamos sin precaución (o sea que leíste y no pelaste, además ¿lo pasamos kimosabi?), muy tarde fue y al enfrenar el carro volcó (de seguro frenaste de golpe) y hasta el fondo fue a dar (había un barranco, pues). Después de esta confesión de estupidez –y de homicidio culposo, pues la novia se muere-, como si no tuviéramos suficiente, Polo nos describe con detalles mórbidos los últimos momentos de la vida de la chica (abrázame fuerte, porque me voy), para terminar echándole la culpa al Creador (¿Y por qué Dios me la quitó?). El colmo de la hipocresía es cuando Polo coloca a la novia en el cielo y promete ser bueno. ¡Primero que admita su crimen! Años más tarde me enteré que cosas por el estilo se cantan en la ópera, pero que sólo música y cantantes extraordinarios pueden justificarlas. No era el caso.

Cuando entré a la universidad estaba de moda la música de protesta. Un artículo de Luis González de Alba me vacunó contra sus excesos (no todos, aquello era una epidemia): al escuchar “La marcha de las madres latinas”, González de Alba se imaginaba una gran fila de parturientas de las cuales salían decenas de guerrilleritos, armados como seres mitológicos, con escobas y mangueras, para sembrar, uruchurtianos, jardines donde había basureros.

A finales de los 70 tuvo éxito en México una canción de la cual jamás llegué a oir más de la mitad, pues siempre logré cambiar de estación. En ella, un tal Napoleón, le pedía al “hombre que te dices hombre”: no seas casi mar o casi río; se mar, o río, o nada. No conozco mejor ejemplo de ologofrenia pseudohermética. “Hombre” representó a México en el Festival OTI y obtuvo un justísimo último lugar.

Confieso que me gustan varias canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, a pesar de sus mensajes en clave. Hay una frase en una canción de Silvio que me parece odiosamente significativa: soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen, en este día, los muertos de mi felicidad. Carajo, si eres feliz no andas cargando con muertos (mucho menos los del 26 de julio, que van para 40 años regando tristezas) ni pidiendo perdón por el hecho de estar vivo.

La tanatofilia de la izquierda me causa fobia. Una muestra de ella es “Alfonsina y el mar”, canción muy gustada entre los progres. La poetisa uruguaya Alfonsina Storni se suicida internándose en el mar y la canción le pregunta: ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar? Los mismos que la burócrata que se lanzó frente al vagón del Metro y no mereció canción: ninguno. Como la mayor parte de quienes hemos escuchado esa canción, nunca he leído a Alfonsina Storni. Ni me dan ganas de hacerlo (sobre todo después de ver a Tania Libertad cantarla, disfrazada de Alaska, en “Siempre en Domingo”).

Posdata: Sin duda mi relación de canciones pretenciosas y absurdas está incompleta. Hay varias joyas en inglés (“I Started a Joke”, de los Bee Gees se lleva las palmas: “me caí de la cama, lastimando mi cabeza, por cosas que dije… finalmente morí, lo que empezó a todo el mundo a reir”), en italiano (“cómo hacerlo, no sé, no lo sabes tú tampoco, pero sin duda se puede hacer más” canta Gianni Morandi y gana un festival de San Remo) y, seguramente las habrá en bengalí y serbo-croata. También las hay en la canción tradicional (“Motivos”) y en las rolas del Tri (obra completa). 

(Publicado en etcétera, 16 de febrero de 1995)

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