Uno pudiera pensar de entrada, “qué democrático Heberto, dispuesto a discutir y que incluso viaja a provincia a hacerlo, con una parte de la dirigencia”, pero pecaría de ingenuo. Aquella visita era producto de un cálculo político. El ingeniero Castillo estaba consciente de dos cosas, que el PMT tenía una importante presencia organizativa en Sinaloa, probablemente la mayor en todo el país, y que el Comité Estatal coqueteaba con las posiciones cada vez más evidentemente rupturistas de Gustavo Gordillo, exigía definiciones, criticaba, demandaba democracia interna… en fin, que era una molesta piedra en el zapato.
En esa lógica, expulsar de un plumazo, desde el centro, a los dirigentes locales, podía tener consecuencias negativas para el partido, porque hubiera significado algo muy cercano a la desintegración de una fuerza con la que contaba. Tampoco iba Heberto a acceder a peticiones que consideraba impertinentes. El sentido de la visita era sondear los ánimos del partido en Sinaloa y, de ser posible, organizar allí mismo una suerte de golpe de Estado que tumbara al Comité Estatal o, si se encontraba una fisura en éste, se deshiciera de sus miembros incómodos.
Esa intención era clara para todos los miembros del Comité Estatal, inclusive para quienes no habían tenido contacto alguno con la tendencia de Gordillo. Nosotros habíamos comentado la carta con cada uno de los presidentes de los comités municipales, y lo volvimos a hacer la semana previa a la reunión, a la que también invitamos a algunos dirigentes de comités de base, sindicales y campesinos.
La reunión fue en la sede del partido. Nos habíamos cambiado del primer, minúsculo, local, a la que había sido la casa de huéspedes de la mamá de Jaime Palacios, que era mucho más amplia y que había sido acondicionada luego de una fiesta inaugural de paga. Tenía oficinas, biblioteca y un aula en el que cabían cómodamente unas sesenta personas. Nada que envidiarle a la sede nacional. Era la primera muestra de fuerza.
La segunda muestra fue de unidad. Tal y como esperábamos, lo primero que hizo Heberto fue preguntar a los miembros de los comités municipales si habían leído la carta. Todos respondieron que sí. Como retándolos, el ingeniero Castillo les preguntó acerca de su contenido, y tanto el presidente del comité de Ahome como el de La Cruz de Elota se la fueron detallando. No contento, Heberto preguntó si estaban de acuerdo con lo que decía, y la respuesta fue que sí.
Esto obligó al Ingeniero y a Demetrio Vallejo a discutir el contenido de la carta. Mientras que el viejo y limitado líder ferrocarrilero insistía en su cantilena de “primero afiliar, después hacer política”, Heberto decidió agarrar el toro por los cuernos, y señalar que el retrato que se hacía de las dos posiciones, los “inconformes” y los “seguidistas”, era desigual. En la carta, al “seguidismo” se le acusaba de “castrar la iniciativa creadora del militante” mientras que los “inconformes” tenían “experiencia previa y formación política”. Enfatizaba de manera burlona eso de “experiencia previa y formación política”, con la intención de subrayar las diferencias entre esos “inconformes” y las bases. Topó con pared entre los asistentes.
Cuando insistió en el tema, del Comité Nacional salieron dos matices. Renato Palacios aseguró, casi rogando, que los del Estatal no éramos intelectuales, sino profesores a quienes el trabajo de masas había alejado de las pretensiones académicas; yo, en cambio, recordé que Heberto tenía experiencia previa, en el MLN, en el 68 y en otros movimientos, que Vallejo la tenía en el movimiento ferrocarrilero, que cada quien llegaba al partido con una historia, y Guevara dijo que para qué leernos las cartas, si ya sabíamos quienes éramos.
Heberto entendía perfectamente que cuando nuestro documento criticaba “la práctica de sustituir al partido por la organización del partido, que puede degenerar en la sustitución del partido por el Comité Nacional… e impediría que el partido se convirtiera en un instrumento de los trabajadores” habíamos omitido una línea, que quedaba implícita para quien supiera interpretar: “y en la sustitución del Comité Nacional por un caudillo”. Ni más ni menos que la ruta de Stalin. Por eso señaló que nuestro documento no tenía como intención hacer que la disidencia refluyera en el partido mediante la democracia, sino mellar la autoridad del Comité Nacional y buscar posiciones de poder para nosotros.
Cuando varios compañeros de base y de los municipales le dijeron que ellos no lo veían así, Heberto cometió un error cultural, que terminó por definir aquella reunión. “No sean simples”, les dijo. En Sinaloa, “simple” es sinónimo de estúpido. La reacción furibunda sorprendió al Ingeniero: gente sencilla, cuadros menores del partido, le reclamaba airadamente; ellos habían venido a platicar y a aprender, no a ser insultados. Heberto tuvo que disculparse, y pasamos a discutir qué entendíamos nosotros por “línea política” (priorizar con acciones los puntos del programa partidario, explicamos).
Luego fuimos a cenar con él, con Vallejo y con el mudo Secretario de Relaciones Campesinas, en un ambiente bastante más relajado. En corto, Heberto era, además de listo, muy simpático (“Rius –ya saben que es vegetariano- me presentó el otro día en Cuernavaca a sus hijos; ‘en su vida han tenido un resfriado’, me dijo, y yo veía a las criaturas flaaacas, pááálidas… no hay nada como una buena carne”, comentaba mientras partía un jugoso filete), y ya no quería broncas, por ahora. Las compañeras de la Secretaría de Asuntos Femeniles del Comité Nacional querían hablar con las mujeres del partido en Sinaloa, y se fueron por su lado a cenar con Armida Campos, la maestra Conchita –dirigente en Los Mochis- y Lorena, la Jose y Patricia, esposas de Jaime Palacios, Arturo Guevara y mía. Llegaron entusiasmadísimas, sobre todo por la marcha de mujeres, de la que no habían tenido noticia en México. “Hay mucho que aprender acá”, dijeron, para desesperación de Heberto. Aquel intento por defenestrarnos había fracasado de manera estrepitosa.
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