lunes, enero 10, 2011

Ecos de Eco: los complots y el eterno Simonini


Una de las características de una buena novela es que, aunque nos hable de tiempos lejanos, tiene ecos que reverberan en nuestro tiempo y en nuestra vida. Es el caso de El Cementerio de Praga, la más reciente obra de ficción de Umberto Eco. 

Una de las características de nuestro tiempo es la tendencia a imaginar confabulaciones allí donde se juntan casualidades, a confundir la imbricación de intereses con la conspiración, a tener problemas en la distinción entre lo falso y lo verdadero, entre la noticia y la opinión, entre el hecho y el invento.

Una de las características de una mentalidad autoritaria es suponer que siempre hay una mala intención escondida detrás de cualquier argumento contrario. Que quien difiere es parte de un complot. Que vivimos en un mundo dominado por la mala fe, más que por el caos y la estupidez.

Eco nos cuenta en la novela la vida de Simone Simonini, un falsificador del siglo XIX, que terminará convirtiéndose en el autor principal de esa gran impostura que es Los Protocolos de los Sabios de Sión, el panfleto antisemita usado por el gobierno zarista, primero, y por los nazis, después, para justificar ideológicamente la persecución de los judíos.

Simonini es un mercenario muy astuto, misántropo –pero todavía más misógino-, que se pone a las órdenes de diferentes servicios secretos, a veces de manera simultánea, y que termina por realizar una relevante carrera criminal. Es un hombre calculador y servil, sin principios, ni ideales, capaz de traicionarse a cada paso. Sin embargo, sobrevive y, a su manera, triunfa.

El Cementerio de Praga está poblado, casi en su totalidad, por personajes históricos reales. Como real es el hecho de que la farsa de la gran conspiración judía está basada en el Diálogo en el Infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly (sólo que los judíos ocupan el lugar de Napoleón III), y en novelas de Eugenio Sue y Alejandro Dumas, padre.

¿Cuál es la base del éxito de Simonini? Eco nos lo explica en la novela:

“¿A qué aspira cada uno, tanto más cuanto más desventurado y menos amado por la fortuna? Al dinero, pero conquistado sin esfuerzo, al poder (qué voluptuosidad mandar sobre un semejante, y humillarlo) y a la venganza por todos los agravios sufridos (teniendo en cuenta que cada cual en su vida ha soportado por lo menos un agravio, por pequeño que sea)”.

“¿Por qué se me han negado favores concedidos a otros que los merecen menos que yo? Puesto que nadie piensa que sus desventuras puedan ser atribuidas a su poquedad, tendrá que encontrar un culpable. Dumas ofrece a la frustración de todos (a la de los individuos y a la de los pueblos) la explicación de su fracaso. Ha sido alguien, reunido en el Monte del Trueno, quien ha proyectado su ruina…”

El asunto para los falsarios, entonces, es dirigir esa frustración para obtener el control de la población. Eco no se hace tonto, la novela está llena de conspiradores, dentro y fuera del poder, y lo que hacen los primeros es complotar para reventar las pequeñas conspiraciones verdaderas y elaborar conspiraciones falsas, para enardecer a los fieles.

¿Quién complota? Los servicios secretos de los Estados, en primer lugar. También la Iglesia, y las distintas órdenes dentro de ella. El principal beneficiario de los complots no es ni el Estado ni la Iglesia, sino los propios servicios secretos o los grupos clericales de poder, así como sujetos económicos interesados en que las cosas vayan de una determinada manera.

La búsqueda de un enemigo común del pueblo simple suele redituar políticamente. Si en un momento fueron los masones o los judíos –ese “pueblo deicida”-, luego lo serían los comunistas –o, por contra, el Estado Mayor de la Burguesía, reunido para decidir cómo explotar más a los proletarios-, los inmigrantes o la Mafia del Poder. Siempre será una voz autoritaria y paternalista la que nos advierta de la amenaza externa, la que porta quien es diferente a nosotros. (Y ya sabemos -Díaz Ordaz dixit, tal vez convencido- que el movimiento del 68 era un complot para arrancarle a México su gran fiesta que eran los Juegos Olímpicos).
 
Lo que también nos dice la novela es que buena parte de la historia moderna está fundada en una plataforma de falsificación, que funciona gracias a la vorágine de irracionalidad con la que suele manejarse la política. Y que detrás de ella gozan personajes igualmente falsos, pero sobre todo vacíos, como Simonini.

Dice el personaje de la novela: “Mejor no poseer ningún secreto y hacer creer que uno lo poseía. Era como vivir de rentas o disfrutar las entradas de una patente: tú te rascas la barriga, los demás se jactan de haber recibido de ti noticias perturbadoras, tu fama cobra vigor y el dinero te llega sin mover un dedo”.

Hoy los herederos de Simonini tienen residencias de lujo en paraísos fiscales, son amigos de poderosos políticos, a quienes hacen socios de sus negocios, logrando que ellos pongan bienes públicos a su disposición y juntos obtengan beneficios privados. También gozan de relaciones privilegiadas con los grandes medios de comunicación. 

Y, por supuesto, los servicios secretos de los Estados y la Iglesia, entre otros, siguen complotando. Pero cada vez más mal.

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