Jaime Palacios llegó bastante excitado a una de las reuniones del Comité Estatal Sinaloa del PMT. Había hecho contacto con un grupo de desplazados por la Operación Cóndor antidrogas, que llevaba a cabo el Ejército en la zona de Badiraguato, que se habían trasladado a Guamúchil para rehacer su vida y hacía unos días habían invadido un predio federal, del que fueron desalojados por la fuerza. La intención de Jaime era que el partido apoyara una nueva invasión a esos terrenos.
Mi respuesta, y la de Arturo Guevara, fueron negativas. Era meternos con Sansón –el gobierno federal- a las patadas. Propusimos que se buscara otra zona para el asentamiento, y así el partido apoyaría.
-Pero es que la gente ya se encariñó con esas tierras –argumentó Jaime.
-¿Cómo chingaos se van a encariñar con un lugar que ocuparon por tres días? –rebatió Guevara.
Por mi parte, ataqué la posición de Jaime por “subjetiva”, porque hablaba de las miradas tristes de los invasores desalojados, como para enternecernos.
Entonces Renato Palacios sugirió que él iría a Guamúchil a sondear si había algún ejido, amenazado por la mancha urbana, dispuesto a negociar una invasión, que nosotros asesoraríamos. Su moción fue aprobada.
No tardó mucho en encontrar el lugar adecuado, que además tenía una ubicación mucho mejor que el original. Habló con la asamblea del ejido Mochomos, que estaba a la orilla sur de la ciudad y ellos accedieron, con dos condiciones: que se les pagara la cosecha de lo que estaban sembrando y que se dotara a los ejidatarios de buenos terrenos para poder fincar. El grupo de desplazados de Badiraguato estuvo de acuerdo con esos términos y el partido organizó la invasión de tierras.
Un par de semanas después fui a la zona, que ya era un hervidero de gente. Estudiantes de ingeniería, al mando del Zurdo Ríos, ya habían delimitado calles y manzanas y ahora hacían mediciones de cada terreno. Varias casuchas ya se habían levantado y en algunos predios asomaban tabiques y castillos, prefigurando casas en forma. En una carpa situada estratégicamente, despachaba Renato, convertido en el dirigente de la invasión: ordenaba a unos estudiantes de ingeniería por acá, a unas señoras por allá, daba instrucciones a unos hombres, por otro lado. Se le veía bastante cansado, pero se mostraba capaz de controlar su tendencia a exasperarse y explicaba las razones de todo, al tiempo que escuchaba con atención argumentos y opiniones contrarias.
Después fue la negociación con las autoridades municipales, que estaban dispuestas a agilizar la regularización de los terrenos y la dotación de servicios básicos, además de poner una escuela primaria, si los invasores abandonaban a favor del municipio las manzanas que estaban a pie de carretera (y que, lógicamente, pasarían a ser las de mayor valor comercial). Mientras que yo estaba de acuerdo en conceder lo que pedía el municipio, en el comité la opinión mayoritaria era la de luchar por esos servicios, que a fin de cuentas eran un derecho de la gente.
-Pues sí -les dije-, son sus derechos, pero si no negociamos se van a tardar mucho más en ejercerlos.
Ganó la lógica de hacer del partido “escuela de lucha”.
Donde sí pude poner mi impronta fue en el nombre de la colonia. Los colonos le habían dicho a Renato que él la bautizara. Renato había pensado en ponerle Heraclio Bernal, en honor al revolucionario sinaloense. A mí me pareció que ese nombre era, por lo menos, ambiguo, porque Bernal, además de revolucionario –y tal vez por encima de ello- había sido salteador de diligencias y podía haber asociaciones negativas con el hecho de que aquella pobre gente venía de Badiraguato, conocido como tierra de narcos. Sugerí entonces, pensando en que el periodiquito del partido se llamaba Insurgencia Popular, que se llamara colonia Insurgentes. Y ese es ahora su nombre oficial.
La marcha de mujeres
Poco tiempo después un grupo de madres de desaparecidos políticos sinaloenses realizó –como parte de una protesta nacional- una huelga de hambre frente a la catedral de Culiacán. Todas las organizaciones de izquierda las apoyaron de manera incondicional. Algunos de los jóvenes desaparecidos eran guerrilleros; otros, activistas de la extrema izquierda. A algunos no se les conocía actividad política alguna. El caso es que habían sido capturados por las fuerzas del orden y no estaban presos ni tenían en su contra causa legal alguna, muchos menos tras la amnistía decretada por López Portillo. Tampoco habían aparecido sus cadáveres. Eran una parte de las víctimas de la “guerra sucia”. En los rostros de sus madres se veían, con claridad, los surcos del sufrimiento. Las señoras efectivamente ayunaban, salvo por un caldito ligero de pollo que les traían discretamente en las noches.
A Guevara se le ocurrió una idea genial. El partido organizaría una marcha de apoyo a las madres en huelga de hambre, pero de puras mujeres. La secretaría de relaciones femeniles del partido en el estado estaba acéfala en la práctica, así que todo el comité estatal puso manos a la obra.
La marcha de mujeres fue un éxito total. La principal responsable de ello fue Armida Campos, entonces directora de la Escuela de Enfermería de la UAS, que movilizó cientos de estudiantes. Hubo otro nutrido contingente de señoras de la invasión de Guamúchil, que viajaron indignadas luego de que Renato les platicó el caso de las madres con hijos desaparecidos. También asistieron universitarias de otras escuelas y habitantes de colonias populares con presencia del PMT. Calculamos objetivamente que eran cerca de 900. La prensa, tan proclive a exagerar los números, afirmó que eran más de dos mil. No los desmentimos.
“Nosotras, las mujeres sinaloenses” eran las cuatro palabras iniciales del discurso central, que yo escribí y que leyó una compañera de Aguaruto. ¿Debo agregar que “sólo las mujeres entendemos el sufrimiento de una madre”?
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