Dice el estereotipo que los mexicanos somos incorregibles enamorados. Dice otro estereotipo que México es un país surrealista. Si ambos tienen algo de cierto, los mexicanos tendemos a enamorarnos de manera surrealista. Pienso que, al menos en el caso de los hombres, y en particular de la clase media intelectual -esa que nos lleva, según dicen, por el sendero de la modernización- el surrealismo es más que un juego o un gusto: es una cosmogonía, una filosofía viva.
Dice Simone de Beauvoir, en El Segundo Sexo, que “al definir a la mujer, cada escritor define su ética general y la idea singular que tiene acerca de sí mismo, y también inscribe en ella, a menudo, la distancia que existe entre su punto de vista en el mundo y sus sueños egotistas”. Al definir al Otro, se define a sí mismo. Y no parece casual que la preferencia de los lectores por algún escritor indique un alto grado de identificación.
Piénsese, por ejemplo, en la fortuna literaria y la simpatía que ha encontrado en México el entrañable Julio Cortázar. ¿No será que la mujer ideal para muchos de nosotros ha sido, desde hace tiempo,
Cuando nosotros renegamos de la contradictoria realidad que nos rodea, a menudo salimos a la caza de un sueño, con la esperanza de hacerlo comulgar con el mundo objetivo. Y con nosotros. Nuestro culto a la suerte es prueba de este optimismo de utilería que está en el fondo de cada uno. Así, el sueño y la mujer –a veces confundidos como si fueran la misma cosa- se convierten en armas contra el cinismo, contra el desengaño con la vida; nos dicen, desde el otro lado del espejo, que cualquier cosa puede suceder. Y que sucede.
En esta filosofía de la vida, el hombre busca en la mujer una guía que lo lleve a la verdad, lo haga carne y lo conduzca a la fuente del conocimiento, que él supone que ella tiene en sus manos porque no la alcanza a descifrar. Dante en busca de Beatriz.
El problema radica en que la mujer de carne y hueso que conocemos no es (¿solamente?) boca de lo desconocido, sino un ser humano con circunstancia y todo, qie tiene pretensiones, traumas, arranques de furia o de melancolía; que efectúa sus luchas personales, duda, sueña, se rasca.
De ahí la angustia, porque esa imposibilidad de casar realidad con sueño lleva al incorregible enamorado, como a Breton, a ciertos subterfugios: el loco amor único y eterno a mujeres siempre diferentes. Amar a una mujer en este segundo, pero no a ella, con nombre y apellido e historia, sino a otra, hecha de pedazos de todas las que el hombre ha amado anteriormente, el “último rostro amado” del que habla Breton, el mismo que escribe: “el amor recíproco, tal cual lo encaro, es una disposición de espejos que nos devuelve bajo los mil ángulos que puede tomar para mí lo desconocido, la imagen fiel de aquella a quien amo”. De la mujer se toma lo ignoto, y luego se le califica como imagen fiel.
Resulta, con una visión así, comprensible que la política del frentazo amoroso tome visos de deporte nacional. Los hombres que se hacen baños de pureza con la imagen de la amada, a la que despojan de toda referencia con la realidad (hasta el día en que de verdad la ven y se espantan). La concepción que nos dice que las mujeres son como Nefertiti, la dueña del secreto de un amor que crece como planta, que poseen la poesía y la belleza y que sólo porque somos atrevidos nos acercamos a ellas, choca con las mujeres de verdad. Y en el ambiente de la izquierda, la mujer debe ser alegría, afán político. Militante de
Quedan, en términos generales, dos opciones. La primera consiste en aceptar el principio de realidad, acomodarse a él, ver a la mujer en su plenitud como humana y descartarla como sueño. La otra es esperar que para nosotros, como para Breton, haya un 29 de mayo de
Las opciones –a pesar de lo que a la mayoría enseña su propia educación sentimental- no son automáticamente excluyentes. Es imposible, ciertamente, aferrar espejismos, e intentarlo sólo puede provocar angustia. Es posible, en cambio, abrirse ante una mujer real. Y encontrar mil reflejos de lo verdadero. Y maravillarse.
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