En primer lugar, mis papás no estaban más viejos de como los había dejado, pero sobre todo de como los recordaba. Era como si hubieran pasado cinco años. A mi jefe lo jodía con el chiste de que en Italia le daban descuento en los cines porno, por ser mayor de 60 años. Otro que cambió notablemente fue mi hermano Edgar. Había yo dejado un niño –esa percepción tenía; en realidad era un adolescentito- y me encontré con un cuate bien ponchado, que practicaba un arte marcial llamado Oc-Yete-Kab (“karate maya”, me dijo) y que ahora logró que me tirara lentamente al suelo –entre risas- con la sola amenaza de sus puños, cuando por muchos años fue exactamente al revés: yo levantaba el puño y él poco a poco se escurría al suelo hasta recibir la cuenta de diez.
Acababa yo de llegar y me ofrecieron un vaso de vino. Acepté con gusto, convencido de que la diferencia entre los mexicanos y los importados era solamente de fama. Apenas lo probé, me dieron ganas de escupirlo. Mi paladar ahora podía distinguir que estaba horroroso. En los tiempos del proteccionismo sólo se vendían vinos nacionales (los extranjeros tenían precios prohibitivos) y nos habíamos acostumbrado al Santo Tomás, al Padre Kino, y demás marranilla que hoy consideraríamos imbebible. Aquello fue una gran decepción.
Otra cosa que me sorprendió fue la moda. Ya sabía yo que en México estábamos atrasados por algunos años. Pero no me había percatado de que la gente es un desastre para combinar la ropa. Mujeres gordas y chaparras con pantalones estampados de pata de elefante o con minifalda apretada a las caderas más anchas; hombres con la camisa toda arrugada y corbatas superangostas; y todos con los colores más chillones que pudieron haber encontrado. Ya me había hecho visualmente a los colores ocres, al maquillaje plomizo, a las faldas que ahora llegaban debajo de la rodilla, a que aún quienes no vestíamos bien supiéramos cómo enrollar coquetamente el suéter alrededor de la cintura. “México, capital mundial de la moda”, farfullé.
Resulta que también me afectó la altura de la ciudad de México. Al segundo día de mi estancia fui a dar un rol por Ciudad Universitaria con Jonathan Davis y Rafael Rangel, El Mob. Fuimos a la zona donde se estaba construyendo lo que entonces se llamaba “Villa Cerebro” (donde hoy están institutos de investigación y
“Miren”, nos dijo hablando muuy despaaacio, “las raíces le mandan señales al árbol para que vaya creciendo alrededor de la roca, para que no intente traspasarla, porque no puede”. Y cámara, simón, estábamos todos percibiendo esas señales, maravillándonos con esa raíz insomne.
De la admiración del árbol fuimos al Hicks de Copilco a tomarnos una chela. Y de repente me sentí mal, se me bajó la presión. Salí a tomar aire y no regresé. Me quedé sentado en la banqueta, hasta que el Mob y Jonathan me recogieron. Fue la altura, seguro.
No sólo CU crecía y se llenaba de cemento. Lo que había sido la avenida Melchor Ocampo, con su gran camellón florido en desnivel, ahora era un hueco gris, ocupado por trascavos, barrenas y grúas. Iniciaba la construcción del Circuito Interior y había polvo por doquier. También habían tumbado el camellón de Thiers, se habían llevado la fuente de los Tecolotes y aquella calle amplia pero coqueta era ahora una gran avenida con luminarias de neón. ¡Ah, el progreso!
Víctor me organizó una especie de fiesta de bienvenida. Su hermano Jesús nos contó sus anécdotas del 68. Se apareció Hermann con dos “rebozudas” (así les puso Víctor porque usaban rebozos mazahuas, una acabaría siendo su esposa), y también estuvo José Vicente Anaya. Daría varios roles con Víctor el rato que estuve por México, con resultados mixtos.
Raúl Trejo ya se había casado –de hecho pocos meses después de mi partida-, se sacaba de onda de que yo fumara y de que hablara con acento italiano –eso decía él; yo no lo notaba-. Un día fue a la casa con Tere, su esposa, y Edgar les dio una exhibición de su habilidad con los chacos. Quedaron impresionados (aunque la palabra más correcta debería ser asustadísimos). También yo lo visité en su casa (“qué loco, ya está casado”) y constaté que su biblioteca crecía desmesuradamente.
Pero lo que más me impresionó de mi país fue la calidez de la gente. La pasión con la que vivía –una pasión que no está en los ademanes, sino en la apertura real de los sentimientos, de razones y sinrazones: “pásame tu pedo, hermano, a ver cómo lo resolvemos” fue la frase en la que resumí esa actitud. Y eso me gustó muchísimo. Luego escribiría un ensayito sobre el asunto.
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