En la anterior entrega hice referencia al hecho de que el maestro Leonardo Paggi era antiliberal –en sus palabras, “antiliberista”-, en el sentido que consideraba que al Partido Comunista no le convenía adoptar las ideas liberales de manejo de la economía, ya que lo conducirían a una posición subalterna respecto a los partidos burgueses (la Democracia Cristiana, por un lado; los tecnócratas del Partido Republicano Italiano, por el otro). Por lo tanto, su visión de Gramsci subrayaba la crítica al historiador –y gran fundador del liberalismo italiano- Benedetto Croce, por centrarse en la historia de las ideas, “del espíritu” y no de las naciones y las clases sociales. Al mismo tiempo, Paggi señalaba que Croce había dejado el “liberismo”, sin dejar de ser liberal, cuando Keynes escribe “El final del laissez-faire” y el filósofo italiano concluye que se hace necesaria la intervención activa del Estado en la economía. Esto es importante, porque Palmiro Togliatti –el líder máximo del PCI en la posguerra- había reivindicado al Gramsci liberal, admirador de Croce, que hacía hincapié en el papel de la ideología para no caer en políticas economicistas.
Según Paggi, la ruta del PCI al Compromiso Histórico era buscando un gran acuerdo interclasista, en el que –a diferencia de la lógica corporativista- cada factor de la producción accediera libremente a la negociación, explicitando su fuerza. Un acuerdo distributivo, consociacionista, en el que el Estado fungiera como el garante de su cumplimiento.
La posición de mi amigo Claudio Francia era distinta. Para él, el PCI era el heredero natural del liberalismo italiano. Los liberales de fines del Siglo XIX se habían aliado a los socialistas para oponerse a la continuación del ancien regime. Los de la primera posguerra habían sido reprimidos o cooptados por el fascismo. Muchos de los primeros acabaron confluyendo en el PCI, en una visión muy particular del marxismo, teñida de liberalismo socialdemócrata. Según Claudio, fue esta impronta la que permitió al Gran Partido tener la hegemonía de la izquierda italiana en la segunda posguerra, la que lo convirtió en el gran aglutinador no sólo de la masa obrera, sino de importantes grupos de sectores medios: empleados, profesionistas, pequeños propietarios, empresarios. Era el impulso ideológico, más que el distributivo, el que daba fuerza a la organización, el que la ponía en la vanguardia de la defensa de las libertades, del laicismo, de la igualdad de oportunidades.
En el fondo, lo que preocupaba a Francia era la existencia –y cito una carta suya reciente- “de una base de pequeña y media burguesía (dicho sin ofender) e incluso de clase obrera… que se compacta alrededor del centro-derecha. Pero se compacta con la fuerza del estómago (quiero decir, no racional sino visceral) y que Berlusconi (con gran maestría) ha sabido tomar en sus propias manos. Es la base (compréndeme) que era con Mussolini, que por cuarenta años estuvo en la DC (tal vez porque estaba constreñida por la derrota de la guerra) y que ahora puede regresar a la luz del sol”.
Tal vez el fracaso de todos los intentos del centro-izquierda por mantenerse en el poder, con políticas liberales, dé parte de la razón a Paggi. Pero sin duda Claudio tiene razón en dos puntos fundamentales: era imposible entender el poder de aquel PCI sin su política cultural (en sentido amplio: la que acomunaba el mundo de los trabajadores con el mundo del pensamiento liberal); es imposible entender el retroceso político italiano de hoy sin la subsistencia del humus retórico, racista, nacionalista y amante de la jerarquía –facho- en la otra mitad de la población.
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