Llegó por fin la época de exámenes. Nos enteramos que la regla era que todos los exámenes eran orales, individuales (de pareja, cuando mucho) y públicos. Incluso en el examen de matemáticas, el profesor te presentaba un problema y tú lo ibas resolviendo, explicando cada paso en voz alta. Al terminar, le pasabas tu libreta y ahí te ponía la calificación, que era sobre la base de 30 puntos.
Eduardo y Jorge decidieron presentar primero Economía Política, que era de los más difíciles. Elegí el camino contrario: iniciar por el que consideraba más sencillo, que incluía la elaboración de un trabajo: Historia de las Doctrinas Políticas.
El tema que escogí era uno que me interesaba desde hacía años: los orígenes del fascismo. Busqué libros especializados y literatura política de la época. Entre esos textos había una recolección de artículos periodísticos atribuidos a Gramsci, titulada Per la verità, con una introducción de nuestro maestro, Leonardo Paggi.
Yo había entendido, desde hacía tiempo, una cuestión fundamental acerca del fascismo: era un movimiento de masas. Por eso, era imposible acomunarlo con cualquier tipo de régimen represivo. Posiblemente muchos dictadores sudamericanos eran admiradores del fascismo, pero eso no significaba que fueran fascistas. Simplemente eran feroz y paranoicamente anticomunistas e imponían el poder de las armas, el terror y la represión. No intentaban otro tipo de orden, ni –en el fondo- pretendían instaurar un nuevo tipo de sociedad. Su intención era, si acaso, de “limpieza” genocida de aquellos ciudadanos infectados con ideas liberaldemocráticas o comunistas.
Al mismo tiempo –y esto era resultado de nuestras pláticas tanto con Carlos Mársico como con Claudio Francia-, me quedaba claro que el México del monopartidismo priísta tenía varias características comunes con el fascismo-movimiento. La centralidad del partido, por ejemplo. El discurso nacionalista teñido de lamentaciones por lo que pudimos haber sido y de una discreta, pero evidente, tesis de superioridad racial fallida: la de la raza cósmica (por la que habla el espíritu). La concepción –de moda en la época de Echeverría- que no queríamos ser ni capitalistas ni socialistas (“sino todo lo contrario”). La organización corporativa de obreros, campesinos y “sector popular” que incluía a empresarios. La gran maquinaria propagandística en trabajo constante.
Esos rasgos se asemejaban también a los que desplegó la argentina peronista –fue notoria la afinidad del general Perón con Mussolini-, y que en esos años ya mostraba su cara más oscura: la AAA (Alianza Anticomunista Argentina) que surgió del “Brujo” López Rega, nefasto consigliere de Estela Martínez, Isabelita, la viuda de Perón y presidenta de Argentina en uno de sus peores momentos. Mi preocupación era indagar si estaban en México los ingredientes para convertir el bonapartismo institucional mexicano en una suerte de neofascismo.
En realidad era un tema fascinante. ¿Cómo es que el director del periódico socialista se convierte en líder carismático de la extrema derecha? Por una parte, había que explicarse las razones del viraje paulatino. Por otra, su capacidad de convocatoria. Finalmente, el por qué pudo hacerse del poder sin mucha oposición.
En el trabajo, expliqué los que a mi juicio eran los elementos centrales de ese jugo tóxico: algunos son muy conocidos, como el concepto de “victoria fallida” de Italia, tras la Primera Guerra Mundial, con su coda de insatisfacción y revanchismo; otros –consideré- tenían mucho peso cultural. Por un lado, era evidente que ningún ancién regime podía sobrevivir a aquella guerra: la división tajante entre los “señores” y la “plebe” era algo que en todos lados habría de ser enterrada (aunque en Inglaterra se tardara más) y eso indicaba que el futuro de las naciones sería definido precisamente por “la plebe”, que se movería ¿hacia donde? ¿Quién la conduciría? Era necesaria, para cualquiera de las coaliciones sociales en pugna, la idea de cambio, de movimiento, de mirar al futuro. Por otro, la formación social italiana de la época estaba dominada por la retórica y por cierto enciclopedismo de relumbrón; era, por tanto, un espacio muy apto para la demagogia y para el transformismo político.
Si uno pone atención al programa de los primeros fasci di combattimento encontrará no sólo un lenguaje revolucionario, sino también una serie de reivindicaciones sociales gratas a los jóvenes, a los desplazados sociales, a los desclasados –figuras que pueden fácilmente confundirse, en la retórica, con la clase obrera-. Y un concepto central que las acompaña: el movimiento es más importante que su contenido. Revolution for the hell of it!
Junto a ello, otros conceptos interesantes. El de la reivindicación de las “naciones proletarias”, donde Mussolini incluía a Italia (y eso me recordaba al tercermundismo del discurso echeverrísta); el de la superación de las contradicciones entre capitalismo y socialismo; el de un cambio radical para volver al orden (un nuevo orden, que terminó en el caos sanguinario de la II Guerra): el de “las mil luces que esplenden juntas, sin dañar una a la otra” (Pound dixit). La glorificación de la juventud, de la velocidad y del porvenir… el culto a lo efímero.
Consideré, siguiendo un apotegma de Togliatti, según el cual si se falla en el análisis, se falla también en la respuesta política, que las fuerzas democráticas y socialistas no entendieron que –en el caldo retórico de la primera posguerra en Italia- el fascismo tenía una propuesta cultural atractiva, por más engañosa que fuera, y que intentaron dar viejas respuestas a un problema nuevo.
Expliqué también que, por su parte, debido al relativo retraso en la unificación italiana, era necesaria la intervención del Estado para crear una maquinaria productiva capaz de competir con las potencias liberales. En eso, se hermanaba con Alemania –y también con Japón-. Y que, en los albores del fascismo, distintos sectores de la burguesía se fueron dando cuenta de que, en primer lugar, necesitaban masas para contrarrestar la agitación socialista y, en segundo, que en la competencia por los mercados mundiales les convenía más un Estado interventor que uno liberal.
Finalmente, intenté vincular todo eso con la situación mexicana, en la que ya se avecinaba la sucesión presidencial. Acerté sólo a concluir que había “fascistas” dentro del PRI, pero afirmé que no eran mayoría, que en México existía un humus cultural que podría facilitar el advenimiento de un caudillo fascista, pero que el carácter institucional de la revolución y el tabú de la reelección eran un fuerte dique para que ello sucediera.
El examen fue exhaustivo. Pero Paggi estaba entusiasmado, sobre todo con la idea de que se quiso dar respuestas viejas a un problema nuevo (más tarde me enteré que el maestro era un crítico acerbo del “liberalismo” del PCI, y favorecía el “consociasionismo” ligado a la socialdemocracia alemana, y ese era un gran debate en sordina dentro del Gran Partido). En algún momento me preguntó cómo fue que distintos sectores de la burguesía se decidieron a apoyar el fascismo. Se me prendió el foco y recordé uno de los artículos de Gramsci del libro que editó Paggi, que se refería a la negativa de unos soldados sardos (de Cerdeña, no es pleonasmo) a reprimir a los obreros que habían ocupado las fábricas en Turín: ese tipo de actitudes sin duda los prevenían de una posible rebelión interna de las fuerzas del orden y hacía crecer en ellos su propensión a las squadraccie fascistas, que empezaban a esparcir el terror contra los jornaleros en la Emilia roja. El profesor sonrió complacido y me puso 30.
No sé si sobre decir que el tema del fascismo primigenio –y las distintas apariciones de huevos de la serpiente, disfrazadas de cegeacheros o pejefanáticos dizque de izquierda- me sigue apasionando.
En ese periodo presenté otros dos exámenes: Economía Política, donde el maestro me preguntó absolutamente todo lo visto en el año, y en la que saqué 28, y Teoría Económica, que nunca entendí a la perfección, y en la que obtuve 23.
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