El invierno se acercaba y el gas no llegaba al edificio en el que vivíamos. Hubo varias reuniones de inquilinos para armar una estrategia ante el casero y para distribuirnos las tareas condominiales. En las reuniones se hablaba de no pagar la renta hasta que hubiera gas y se decidió que cada nueve semanas a un departamento le tocaba limpiar escaleras y pasillos.Además de nosotros, ocupaban el edificio la familia del contador Borghesi, la pareja de una inglesa estilista –que rentaba también el local de abajo- con su marido italiano bien peinado y seis familias obreras. Con todos nos llevamos bien de inmediato, menos con los del departamento exactamente arriba del nuestro, los Mancini, un par de flacos narigones con una bebé pequeña, que nos odiaron desde el principio, pero sobre todo a Jorge Carreto.
Carreto había rentado un piano, para seguir practicando las lecciones truncadas en México, que repetía y repetía, siempre equivocándose en la misma tecla. Los de arriba se desesperaban y –como el vecino de Cortázar en Rayuela- se ponían a dar frenéticos escobazos en su piso (nuestro techo) para callarlo. Jorge llegó con ellos a un acuerdo en principio para dejar de tocar después de las diez de la noche. Lo curioso es que si, después de las diez, ponía un cassette de rock no pasaba nada, pero si era música de piano venían los escobazos. Los Mancini no distinguían un concertista de un principiante. Con el tiempo, la cosa empeoraría, ya que cada vez que la bebita se ponía a llorar, aquellos gritaban desesperados y golpeaban frenéticamente su piso, sin importar qué tanto ruido estuviéramos haciendo. Imagino que lo hacían incluso en nuestra ausencia.
Los amigos de las Bucciarelli nos alivianaron con un refrigerador usado y dos calentadores eléctricos, indispensables ya porque el frío comenzaba a calar. De día no había problema, pero sí a la hora de dormir, porque uno de los cuartos se quedaba sin calentador. Esas noches heladas se armaba la ronda de los calentadores: digamos que cuando nos íbamos a dormir, mi cuarto no tenía calentador. Aguantaba media hora, 45 minutos o hasta una hora –según el frío- y, entumido, iba al cuarto de Carrreto y tomaba el suyo. Él hacía lo posible por dormir con el friazo, pero igualmente terminaba yendo a la recámara de Mapes y tomaba el de él. Eduardo también intentaba aguantar mientras sus compañeros teníamos calentadores, pero acababa cediendo a las exigencias de su cuerpo e iba a nuestro cuarto por el aparato que le habíamos quitado a Carreto una o dos horas antes. Se reiniciaba la ronda, que terminaba cuando alguien caía rendido del sueño, a pesar del frío. Ese alguien solía ser el primero en despertarse, y hacerse de un calentador.
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