En Marzo de 1978 viajamos a Oaxaca, donde Felipe, el hermano de Patricia se casaba con María Cristina, la amiga de Patricia. Dos anécdotas son recordables de ese viaje. Una, que pasábamos por el centro de la ciudad cuando nos topamos con un indígena harapiento tirado en la calle, y el hermano de María Cristina fue con un policía. Creíamos que para ayudar al hombre, pero no: fue para regañarlo porque dejaba que ese indio maloliente diera mal aspecto y no se lo llevaba detenido (más tarde nos enteramos que la familia de ella había investigado a la de Felipe, por si el segundo apellido, Young era en realidad Yung, delatando origen chino; para tranquilidad de aquellos, era en realidad Jung, y delataba origen prusiano). La segunda fue en el banquete, porque hacía un frío del carajo y un amigo norteño de Felipe, muy caballero él, le prestó su saco a una gringa escotada… que lo mantuvo puesto aun después de que llegara el novio, mientras el bigotón caballero norteño seguía aterido.
Después fuimos a Houston (y saqué nueva visa gringa, no sin problemas, porque no se explicaban por qué había yo, que trabajaba en Culiacán, ido a la embajada en la capital y no al consulado en Mazatlán). Sucede que el cuñado de Patricia se había llevado el Datsun a Houston (no sé si con el consentimiento de ella) y fuimos a recoger el auto. Estuvimos un par de días con Miguel Angel, el cuñado, y Elizabeth, la hermana. No parecían muy compatibles. Él estaba clavado con su especialización en cardiología y con las enfermeras buenonas; ella, en la nueva moda de hacer ejercicio con música, que pronto recibiría el nombre de aerobics.
Total, que tomamos el carro y manejamos hasta Nuevo Laredo (no sin problemas en la frontera, porque se preguntaban por qué un auto con placas de Sonora cruzaba por Tamaulipas), escuchando varias veces la canción número uno del hit parade, “Hotel California”. De ahí, otro tramo largo, con escala turística en Saltillo, hasta Gómez Palacio, Durango. Patricia se sentía cansada de manejar, pero quedamos en que lo haríamos los dos hasta la capital duranguense y en ella reposaríamos un día antes del trayecto más difícil: cruzar la sierra hasta Mazatlán.
Ese día, que era el cumpleaños 25 de Patricia, yo manejé, despacio y con mucho cuidado, pues tenía poquísima experiencia, por el tramo de la sierra de Victoria. Luego Patricia tomó el volante. Estábamos ya cerca de nuestra meta cuando de repente sentí un frenón y, en automático, me puse en la posición de emergencia que aparece en las cartulinas de los aviones. “Ya valimos madre”, pensé mientras me zangoloteaba y escuchaba el golpeteo enloquecido de las láminas… “así que esto es morirse”. De pronto los golpes cesaron y junto con la inmovilidad vino el silencio. Yo estaba en el peligroso asiento del copiloto y dije: “No te preocupes, no me pasó nada”. No obtuve respuesta. Volteé y no vi a nadie en el lugar del piloto. Luego escuché, de afuera, un quejido. Intenté abrir la puerta, pero era imposible porque el auto estaba ruedas arriba. Salí por la ventana y vi a Patricia tirada en medio de la carretera, en el sentido en que veníamos; el coche estaba volcado en sentido contrario. Fui hacia ella. Un autobús de pasajeros se acercaba. Hice señas y se detuvo. Bajó gente. Entre ellos, un tipo que se decía doctor, le aflojó las ropas a Patricia y la revisó someramente.
-Se rompió la columna –decretó-, no volverá a caminar.
Patricia, como en un susurro, me llamó y me dijo muy bajito:
-Es un pendejo. Sí siento mis piernas.
En el autobús también había un sacerdote, que le dio la extremaunción, puso su mano en mi hombro y dijo: “¡Resignación!”.
-No joda, padre –fue mi respuesta.
Un millón de pensamientos y sentimientos pasaron por mí durante esos minutos. El principal, que el antiguo novio de Patricia, que había muerto de cáncer dos años atrás, la reclamaba. “Mingo la está buscando”, me dije. Otra, el recuerdo de que tendría “una cruz” en mi matrimonio, en la lectura astral que me hizo mi amiga la gorda roquera en Módena.
Poco después llegó un hombre en un vocho. Llamó por radio a
Salimos juntos de Gómez Palacio, pero llegamos separados a Durango. Patricia, en la ambulancia; el auto, en la grúa y yo, en la patrulla de
Quién sabe cómo fue el accidente. Patricia no lo recordaba bien: sólo que salió volando y se dijo “ya estoy en el cielo”, pero que cuando del cielo aparecieron montañas se dio cuenta de que estaba cayendo. “Voy a caer como gato”, se dijo, y empezó a darse la vuelta en el aire, pero a mitad del movimiento entendió que no era un gato y se estallaría las vísceras, regresaba a ponerse de espaldas cuando la encontró el asfalto.
Patricia tenía rotas cuatro costillas y fisuradas dos vértebras. Los médicos también descubrieron que tenía escoliosis. En la noche quiso incorporarse y se le ponchó el pulmón; tuve que hacerla de enfermero y cuidar el neumotorax en la vigilia. También a mí me revisaron: muchas contusiones, pero ninguna de consideración. Como quien dice, nomás estaba madreado. El caso era que ambos habíamos sobrevivido a la curva (y quizá nos fue bien, porque un accidente así en el tramo Durango-Mazatlán nos hubiera muy probablemente, llevado barranca abajo).
A los pocos días llegó Don Manuel, preocupadísimo. Patricia estuvo una semana en el hospital, tras de la cual ella salió con su papá a México –reposaría unos días en casa de mis padres- y yo a Culiacán, porque ya me había atrasado en el regreso a clases. Quisieron comprarnos el coche en 5 mil pesos, casi como fierro viejo, pero me enterqué y arreglé que lo mandaran a Culiacán, donde sería reparado. Hablando a posteriori y haciendo cuentas, no era mala oferta.
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