Llegando a Culiacán, Patricia y yo nos alojamos a un hotelito pegado al puente de Tierra Blanca. Barato y vacío. Desde ahí hablé por teléfono con Jaime Palacios, con quien debía yo contactarme para arreglar cuestiones referentes al inicio de mis labores y de quien esperaba ayuda para resolver algunos asuntos vitales: conseguir casa, en primer lugar. Palacios acudió rápidamente, me dijo que en dos días tenía yo que encargarme del grupo y nos acompañó en un tour en busca de casa, que se reveló muy breve: pronto estábamos desempacando nuestras escasas pertenencias en un departamento barato y vacío, en la avenida Niños Héroes, el malecón del río, en la colonia Las Quintas. Una de las primeras cosas que aprendí en Culiacán era que los lugares baratos y vacíos era propiedad de narcotraficantes o, de perdida, de gente que tenía esa fama. Jaime, amablemente, se ofreció como fiador en la renta del departamento.
Como no fue difícil la instalada, al poco rato nos llevó Palacios a dar una vuelta por la ciudad y a comer carnes en su jugo. En el camino siguió midiéndome políticamente. Afirmaba estar convencido de que la mejor forma de coadyuvar a la liberación de nuestro país del yugo de los explotadores nacionales y del imperialismo era a través de la militancia en un partido de izquierda que representara y defendiera verdaderamente los intereses de los trabajadores. Sin mucho pensarlo, le reiteré que estaba de acuerdo. El tampoco lo pensó mucho, porque de inmediato sacó de un fólder unas hojas de afiliación al Partido Mexicano de los Trabajadores. Diplomáticamente, le pedí que las volviera a guardar. “Si me afilio a algo, es porque voy a militar en serio”, le dije.
Mi rechazo no cambió para nada la actitud amable y abierta de Jaime. Cambió de tema y comentó que era dueño, con otros amigos, de la única librería digna de ese nombre en Culiacán. También se puso a hablar de beisbol. Cuando supo que a mí también me gustaba el beis, sentenció:
-Pues cada año hay un juego entre los del PMT y los del Partido Comunista. Tendrás que definir con quien juegas.
-Quien quita, a lo mejor soy el ampayer –contesté.
Luego fuimos a comprar una cama matrimonial, que sería nuestro único mueble por dos semanas. Llegamos a nuestro departamento en el camión de la mueblería.
Apenas hecha la noche, Patricia y yo salimos a pasear al malecón culiacanense. Allí ella me dijo: “Vas a ver, Pancho, tú y yo vamos a cambiar este lugar”.
Mi primera clase fue un fracaso total. La preparé mal. Quise hacer una explicación simplificada de la integración de los sectores en la economía y me salió un galimatías. Cuando estaba a punto de terminar volteé hacia el pizarrón todo garabateado y me dí cuenta de que aquello había sido un caos. Y no por esperado dejó de sacarme de onda que, al salir del aula, el alumno Zeledón, rodeado por varios compañeros, me pusiera un ultimátum: “Otra clase así, maestro, y lo vamos a correr”.
A continuación, decidí bajar mis pretensiones y basarme en el famoso Sunkel y Paz (El Subdesarrollo Latinoamericano y la Teoría del Desarrollo), por la noche le dí la clase a Patricia y le pregunté si había entendido. Me dijo que sí y me dije que si una dentista le entendía, cuantimás unos estudiantes de séptimo semestre de la carrera. Al día siguiente –con el grupo de la mañana-, yéndome paso a pasito, me fue mucho mejor. Lo mismo pasó con el de la tarde, formado por alumnos más activos. A las dos semanas, la opinión sobre el profesor novicio había cambiado: del “si sigue así…” pasó a la de “está joven, pero se ve que sí sabe”.
De hecho, yo sentía que tras el primer fiasco –y amenaza-, había sido puesto bajo vigilancia. En mi segunda clase con el grupo de la tarde vi sentado, entre los estudiantes, a un profesor de matemáticas y supuse que lo habían mandado a verificar mi calidad pedagógica. Resulta que él era físico de profesión y estaba estudiando economía como segunda carrera. Era el único otro profe chilango de la Escuela de Economía de la UAS, y me hice muy buen cuate de él: René Jiménez Ayala, Mi René.
Solía ir a pie a Ciudad Universitaria, que en esa época constaba de dos grupos de edificios separados por una larga explanada agreste y abandonada, atravesada por un ancho andador que muy pocos utilizaban. Una noche regresaba hacia la casa por ese andador y que me encuentro, pastando, a un burro. No le he de haber caído bien (ha de haber presentido que yo era profesor, o que era chilango), porque me persiguió un buen rato.
En esas primeras semanas en Culiacán conocí a mi suegro, don Manuel. Un día llegó en un camión de la Sahop, cargado con un comedor y un refrigerador. El comedor estaba bonito. El refrigerador, pesadísimo, que tuvimos que cargar entre cuatro –él, yo, el chofer de la Sahop y un hombre que pasaba por ahí y le ofrecimos 20 pesos-. En la subida del aparato me dí cuenta de que mi suegro, a pesar de su edad –contaba entonces con 65 años- era muy fuerte.
Don Manuel era un hombre sencillo, bueno, simpático y trabajador, ingeniero de profesión, era residente de carreteras y caminos federales –encargado de su mantenimiento- en la zona del sur de Sonora. Fuimos a comer con él al Chics –la versión culichi del Vips- y, sorprendentemente, apenas terminada la comida, anunció que se regresaba en ese instante a Obregón. Habían salido de madrugada, recorrido 700 kilómetros hasta Culiacán y ahora iban de vuelta. Me dijo –citando al Quijote- que prefería el camino a la posada. Así fue siempre: nunca se estableció en lugar alguno (no es casual que Patricia haya hecho cada año del bachillerato en una ciudad distinta), y a menudo daba la impresión de que iba en constante huida. Años después concluí que huía de su esposa, pero la amaba y no podía sino llevársela consigo en la eterna fuga.
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