Patricia y yo hicimos con rapidez los trámites para el matrimonio, que fijamos para los primeros días de enero de 1978. Cuando les avisamos a mis padres que nos casaríamos, mi papá sacó una botella de champaña que “era para tu graduación”. Luego Patricia salió para Estados Unidos, donde estaba su mamá, que había sufrido el enésimo ataque al corazón.
Pocos días antes de la navidad me encontré al Pollito, un cuate de la adolescencia. Me dijo que estaba organizando una fiesta en su casa para despedir a los Rosillo, que se iban a vivir a Guadalajara. Fui con Pablo Medina Mora y otros amigos. La fiesta en realidad no estuvo muy buena, pero yo bebí como cosaco y, animado, subí a eso de las dos de la mañana a uno de los cuartos a invitar a Rafael Pérez Medinilla “para recordar buenos tiempos”. Quién sabe por qué pero no atinaba al número correcto del teléfono de Rafael en el dial. En eso que llega el Pollito y, muy digno, me dice que no puedo estar en el cuarto de su hermana.
-¿Cuál es el pedo, si ella no está aquí?
-Te digo que te salgas –me dijo con su eterno tono amable.
Que empiezo a salir y que, polvorita, de repente me encabrono y empujo al Pollito, que fue a dar contra el árbol de navidad.
-Me temo que tengo que pedirte que te vayas –dijo al incorporarse.
-De mejores casas me han corrido –respondí, yo también muy digno.
Emprendí el camino, desde la calle de Río Nilo al departamento en Reforma, pero como a media cuadra me dí cuenta de que estaba tan borracho que no podría llegar. Regresé y, con la cola entre las patas, le pedí a Pablo que me diera aventón a mi casa. De ahí le hablé por teléfono a Felipe, el hermano de Patricia (esta vez los dedos sí pudieron encontrar el dial) nomás para decirle que quería “un chingo” a su hermana.
Pocos días antes de la fecha fijada, Patricia regresó de Houston. Yo la esperé en el aeropuerto con un ramo de rosas. Tras salir de aduanas, antes de saludarme, se quedó platicando con un amigo de su hermana que había encontrado en el avión. Ahí estaba yo, como un pendejo, ramo en mano, esperando que terminara su conversación. Estuve, polvorita, a punto de azotar las flores contra el piso y largar todo (volteé un segundo a ver la cara confundida del Flais, que me había acompañado) pero me contuve. Patricia me pidió disculpas e invitó al cuate a nuestra boda (no fue, pero envió un buen juego de cubiertos como regalo, prueba de que había notado la embarazosa situación).
La ceremonia fue sencilla, en casa de mis padres. Mis testigos fueron Eduardo Mapes y Julián Tonda. Los papás de Patricia no pudieron asistir porque la señora seguía enferma y el señor estaba cuidándola. La fiesta estuvo bien. Durante muchísimos años, Raúl Trejo me ha reclamado que no lo haya invitado y yo le he respondido, creyéndolo sinceramente, que no es cierto, que sí lo invité y que él no fue porque se había ido a Acapulco. Haciendo un esfuerzo de memoria –y también entendiendo que también existen recuerdos tan reales como inventados, a manera de pretexto, por el cerebro- recuerdo ahora que en esas fechas Raúl se había separado de su ex esposa Tere (tengo la imagen de la pequeña Claudia, su hija de un año; me acuerdo que le dije a Tere que era una niña inteligente y que ella respondió con sabiduría: “Ojalá sea lo suficientemente inteligente para ser feliz”). Supongo, con mucha pena, que, a pesar de que Raúl era mucho más cercano, decidimos no invitar a ninguno.
Pasamos la noche de bodas en el departamento de Reforma y, al día siguiente, a manera de luna de miel porque eran 26 horas de viaje, tomamos el tren para Culiacán, en un camerino. Amanecía en la sierra de Nayarit cuando vimos pasar un objeto brillante, con luces azules y verdes -el único OVNI que he visto en mi vida- y lo tomé como un buen signo propiciatorio. A veces, quién sabe cómo, llega el pensamiento mágico y –mezclado con el optimismo- lo engatusa a uno.
1 comentario:
La verdad, doctor Báez, no me acordaba de ese episodio. Si hubo reclamos fueron hace muchos años. En descargo tuyo debo decir que luego me invitaste a otras ceremonias y festejos. Un abrazo. RTD.
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