A finales de 1977, el autobús entre la ciudad de México y Culiacán tardaba 23 horas en hacer su recorrido, así que llegué bastante magullado a la capital sinaloense. Fue sólo en Culiacán que me dí cuenta de que había una diferencia de huso horario con el D.F. Yo creía haber llegado a las ocho de la mañana, y eran las siete. De cualquier forma, tomé desde la terminal de autobuses un microbús que cruzó el centro, se internó por las calles empedradas de la colonia Tierra Blanca y desembocó en Ciudad Universitaria, donde yo suponía –correctamente- que se encontraba
Llegué a la dirección y me encontré de inmediato con un tipo treintañero, bajito, calvo, de lentes. Era José Guadalupe Meza Mendoza, el famoso Wally. Le mostré la tarjetita de recomendación firmada “Pino” y nos pusimos a charlar acerca de lo que había estudiado en Italia. Me dijo que sí habría chance para mí, pues los estudiantes acababan de correr al maestro de Estructura Económica de América Latina, pero que el Consejo Técnico de la escuela debía aprobar la contratación como profesor de tiempo completo, que sería interina por el resto del semestre. Si los convencía con mi desempeño, me extenderían el contrato. El Consejo Técnico se reuniría en un par de días.
El Wally tenía clase y al salir de su oficina, me puso en contacto con otro profesor, ligeramente más joven que él, Jaime Palacios, con quien platiqué largo rato de la universidad, de economía y de política nacional. Jaime me sacó, en principio, de algunas dudas que yo tenía con respecto a
“Los Enfermos de Sinaloa” eran un amplio grupo de estudiantes radicalizados, que se enseñorearon en
Los organizaciones progresistas contrarias a estos fanáticos les pusieron el mote recordando un opúsculo de Lenin “El izquierdismo: enfermedad infantil del comunismo”, pero los Enfermos lo tomaron como cumplido: “Estamos infectados del virus rojo del comunismo”, decían.
Como buenos ultras, los Enfermos se cebaron en contra de quienes ellos calificaban como reformistas: los miembros del Partido Comunista (“los pescados”) y los del grupo José María Morelos (“los chemones”). Al respecto, parafrasearon una frase anarquista (“con las tripas del último cura ahorcaremos al último rey”) y la usaron contra sus enemigos: “con las tripas del último pescado, ahorcaremos al último chemón”. No se quedaron en las puras palabras: en 1973 llegaron a asesinar en la sede central de
Pues bien, Palacios me aseguró que los Enfermos, como tales, ya no existían. Una parte de ellos se había integrado plenamente a
Jaime me dio un breve tour por la ciudad (allí pude ver una pinta inolvidable, que rezaba: “Mueran los burgueses y sus hijos los pequeño burgueses”), me invitó a comer a su casa, me presentó a su esposa Lorena y me consiguió alojamiento con su mamá, una señora que tenía una pequeña casa de huéspedes llena de estudiantes –y que cobraba caro para el servicio que prestaba.
Pasé los días siguientes cotorreando con los estudiantes de esa casa de huéspedes –jugamos un par de cascaritas de beisbol-, conociendo y conviviendo con otros académicos y esperando la resolución del Consejo Técnico, que fue positiva. La ciudad me gustó, por su tamaño y por su gente, afable, sincera y abierta. Se notaban ganas de trabajar entre los profesores de la escuela de economía. Había ambiente para hacer política, si se me antojaba. Quedé de presentarme a trabajar a inicios de enero.
En el camión de regreso tomé una decisión, un poco llevado por mis deseos de integrarme plenamente al grupo de profesores sinaloenses, pero un poco también porque sentí que la había tomado mucho antes de ser consciente de ello. Le propondría a Patricia que nos casáramos.
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