El 9 de enero de 2010 se cumplen cien años del nacimiento de mi padre.
Dicen que nadie es tan viejo como lo creen sus hijos. Con mi papá, eso se cumplía. Yo lo fregaba diciéndole que cuando él nació, todavía existía el imperio Austro-húngaro, Porfirio Díaz era presidente de México y todavía no inventaban el radio o el brassier. Era casi cuando amarraban a los perros con longanizas.
Abelardo Báez González nació en el pueblo de San Nicolás de Bari, municipio de Güines, provincia de
De su infancia sé muy poco. Que aprendió a nadar en el río, que su casa fue la primera del pueblo a la que llegó un radio. Decía que era un aparato enorme y que todo el pueblo se congregó para escuchar la primera transmisión: la pelea de campeonato mundial entre Jack Dempsey y el francés Carpentier. Apenas se escuchaba estática y debajo de ella se oían los campanazos: “Ya empezó el round”, decía la gente. “Ya acabó”, con el otro campanazo. También sé que su papá murió cuando él tenía nueve años. De esos tiempos me enseñó una foto –lamentablemente extraviada-: él, con diez u once años, casi a horcajadas sobre un taburete, los codos apoyados en las rodillas. Muchas veces me he descubierto en esa misma pose.
En 1924, casi toda la familia se trasladó a México, adonde habían ido a vivir los dos hermanos mayores: María Teresa, por razones de matrimonio y Alberto, quien había iniciado con un amigo vasco el negocio de construir e instalar cafeteras. En México, Abelardo vivió sólo dos años: a los dieciséis dejó para siempre la casa (entiendo que por una pelea con Alberto, quien insistía en que siguiera usando bombachos, y no pantalones de adulto).
Partió para América Central con el sueño adolescente de buscar oro. Lo primero que encontró fue paludismo, pero también algunas duras lecciones. Contaba que una vez un campesino le había ofrecido una especie de agua de borraja, bastante turbia, que él rechazó. Semanas después, cuando –presa de la enfermedad- era conducido por el monte, tirado sobre un burro con fiebres de 40 grados, él y su acompañante encontraron un campesino al que pidieron agua: el hombre sacó un guaje lleno de agua de borraja. Decía mi papá que aquel líquido alguna vez despreciado le salvó la vida.
No hablaba mucho de esa época. Estuvo sobre todo en El Salvador y Honduras, y tenía una opinión diferenciada. Los salvadoreños, decía, eran gente brava, que se oponía a un dictador enloquecido que decía que era mejor que los campesinos estuvieran descalzos, porque la tierra les daba energía. Similar impresión le dieron los nicaragüenses. Describía a los hondureños, en cambio, como tristes y resignados, tal vez por una imagen de allí que se le quedó grabada en la memoria: vio a un hombre, totalmente borracho, a las puertas de una cantina, que le gritaba a otro: “¡Mátame!” mientras se abría la camisa y sacaba el pecho antes de recibir los disparos que cumplirían su deseo. Pero fue a Honduras a la que, al dejarla, le regaló, con todos sus ahorros, una escuela rural, que pidió fuese bautizada “José Martí” y que en ella se liberase una paloma en cada aniversario del nacimiento del prócer cubano.
Terminó por establecerse en Costa Rica, y –ya que no lo encontró- dedicarse a la compra-venta de oro. Allí se casó con una señora salvadoreña que tenía dos hijas de un anterior matrimonio y vivió con ella dos años. Se separó y volvió a Cuba.
En su tierra natal, desempeñó varias labores. Una de ellas fue linotipista (“en el Central Manatí”, azucarero), pero después de haber trabajado un tiempo con componedor y regleta (es decir, cuando se armaban las publicaciones tomando letra por letra de una caja). Una de las reliquias que guardo como su herencia es un tipómetro de metal. Luego se dedicó a la venta de perfumes y, sobre todo, al sindicalismo.
Estando en Cuba, tuvo que casarse otra vez, forzado por las circunstancias. De ese brevísimo matrimonio nació mi hermana Martha, pero también algunos traumas que azotaron a mi papá durante muchos años –y que también afectaron a la niña-. El divorcio fue tormentoso.
Poco después, en el verano de 1947, en una casa de huéspedes de Camagüey, mi papá conoció a una mujer provocadora que, la primera vez que lo vio, exclamó a sus amigas: “¿Y este era el hombre tan guapo del que me habían hablado?”. Como respuesta, Abelardo fue hacia la silla donde estaba sentada ella, se paró detrás, le tomó los hombros y afirmó: “Me voy a casar contigo”. Tres semanas y varios ramos de rosas echados a la basura después, Abelardo y Nana se desposaron. Fotos de aquella época nos muestran en la playa a un Abelardo atlético que sostiene en el muslo a una sonriente Nana, parada sobre él y que le toma la mano para mantener el equilibrio.
Mis padres duraron poco en Cuba. Por un lado las presiones de la ex mujer y, por el otro, la cerrazón política que amenazaba la actividad de Abelardo en el sindicato de perfumistas, se combinaron para que la pareja decidiera emigrar a México, donde al fin y al cabo estaban casi todos los Báez –poniendo fin, de paso, a la carrera de mi mamá como abogada.
En la ciudad de México se instalaron en una casa de huéspedes en la calle de Salamanca, cerca de la plaza de toros (que se ubicaba donde ahora está el Palacio de Hierro Durango). Mi papá se empleó como agente de ventas. Le desilusionó que, a su juicio, la revolución mexicana –apenas había terminado su etapa armada cuando él, adolescente, dejó el país- no hubiera cumplido sus ofertas de igualdad social y modernidad.
Recorrió toda la república vendiendo perfumes, lociones, desodorantes, cremas de afeitar. Un tiempo, su sede central fue México, DF. En otro, Monterrey, NL. Era una tarea casi pionera. Contaba que en 1950, en Los Mochis, sólo había un hotel decente y un restaurante aceptable, que estaban uno frente a otro. Salías del hotel, te quitabas zapatos y calcetines, te arremangabas el pantalón, cruzabas la calle entre el lodo y en el restaurante te recibían con una palangana de agua, en la que te lavabas los pies, y una toalla, con la que te los secabas antes de sentarte a comer. Que en Ciudad Obregón corría un arroyuelo de detritus al lado del hotel. Que en Monclova se quedó dormido fumando, su cuarto se incendió y tuvo que pagar el equivalente a un mes de sus ingresos (y por eso, aunque fumaba mucho, nunca más lo hizo en la cama). Ese era el país al que el viejo insistía en perfumar.
Poco después de su traslado de Monterrey al DF, y de su ascenso a gerente de ventas de Shulton de México –puesto en el que duraría 18 años- nací yo, en 1954. Seis años más tarde lo haría mi hermano Edgar. Es momento de poner un alto a la biografía semicurricular y describir a la persona.
Mi papá no era muy alto –medía 1.69-, pero sí atlético y flexible. Tenía más de 50 años y podía hacer un arco hasta el suelo estirándose hacia atrás. A mediados de la cincuentena desarrolló una panza, que lo abandonó sólo en los años terminales de su vida. Era magnífico nadador. Fue galán –como se ve en la foto- y consciente de ello, pero, cosa rara en su generación, nunca fue mujeriego.
Compartía con su generación, eso sí, el machismo. No en el sentido de maltrato a la mujer, sino la clasificación de las mujeres según su comportamiento social: mayor o menor grado de “bondad” o “maldad” o de “limpieza” y “suciedad”, así como otra serie de estereotipos. Era del tipo a quienes les parecía perfectamente natural empujar a la secretaria a la alberca, durante la convención de la compañía en Acapulco… aunque tuviera la sensibilidad para contarlo, apenado, porque la pobre mujer no sabía nadar.
Puedo asegurar que amó a mi madre como a nadie en el mundo. Le divertía su carácter, le encantaba que ella estuviera “un poco loca”. Durante muchos años tuvo detalles románticos para ella -chocolates, flores, alguna joya, una cajita musical llena de frases de amor (“el que no ama ya está muerto”)- que se fueron diluyendo al paso de los años. Y siempre habló maravillas de su “Nanita”.
Los años, también, fueron minando el machismo de mi padre. Una vez que le pregunté quién mandaba en la casa, contestó, realista y con filosofía: “Bueno, tu mamá decide las cosas pequeñas, como dónde van ustedes a estudiar o cómo se va a gastar el dinero, y yo decido las cosas importantes… como quién debe ganar la guerra de Vietnam o quién debe ser el nuevo tapado”.
Su educación formal llegó a la primaria. Sin embargo, era un hombre preparado, un autodidacta. No leía muchos libros pero, como Hegel, consideraba la lectura del periódico como su plegaria matutina. Devoraba con apetito todas las secciones. Era discriminante: a la casa llegaba Novedades hasta que a mi papá le pareció demasiado tibio, se pasó al Excelsior de Scherer, aguantó un tiempo –entre quejas- la versión de Díaz Redondo del Excelsior, se pasó –algo tardíamente- al unomásuno (le parecía demasiado pequeño) y, antes de su muerte, acogió con gusto renovado el enorme El Nacional dirigido por José Carreño Carlón.
También leía muchas revistas. Una vez los curas nos preguntaron qué revistas se leían en casa. Les comenté a mis papás que yo había respondido que Siempre! (mi jefe puso cara preocupada)… y que también leían Selecciones y Contenido (sonoro suspiro de alivio de mi papá). Otra cosa que Abelardo leía mucho eran las enciclopedias. De repente agarraba un tema y sabía todo acerca de Buenos Aires, las guerras púnicas o la glaciación.
Le gustaba vestir bien. Para los hombres de su generación, el traje era sustituto del diploma o el título. Al hombre de corbata le decían “señor”, cuando no “licenciado”. Cuando llegaba a casa de trabajar se quitaba saco y zapatos y los cambiaba por una bata y pantuflas (“chinelas”, decía él), pero no se quitaba la corbata. Era una obsesión. Que sus hijos saliéramos “malvestidos” le ha de haber resultado bastante traumático. Hace unos meses, estaba en el Foro Sol durante el Clásico Mundial de Beisbol y mi hijo Camilo –quien venía de trabajar- bajó a la altura del dugout, celular en mano, para encontrar a un amigo que estaba en esa zona del parque. La imagen que vi -el nieto de Abelardo, de traje, en el estadio de pelota, durante un juego México-Cuba de campeonato mundial- hubiera hecho feliz al viejo.
Y es que a mi papá le encantaba el beisbol. Cuando yo era niño, íbamos decenas de veces al año al parque. En los años de gloria de Fernando Valenzuela, se quedaba hasta largas horas de la madrugada viendo la transmisión desde Los Ángeles, gritándole desde la tele al novatito Steve Sax que no cometiera errores. En
Lo que no le gustaba era ir al cine. Le contrariaba estar en la oscuridad ante una pantalla. La última película que vio en una sala fue “El Padrino”, adonde fue casi arrastrado por mi mamá. Su comentario fue que estaba buena, pero no mucho mejor que cualquier capítulo de “Los Intocables” en la tele. No volvió en 20 años. La única vez que salió feliz fue después de ver “
Iba al teatro con mi mamá, a ver sobre todo comedias, pero supongo que lo hacía por complacerla y porque a menudo, después, hacían lo que verdaderamente le gustaba: bailar. Abelardo y Nana hacían una extraordinaria y grácil pareja, sobre todo bailando música tropical. Durante mi infancia, salían a cenar y bailar –muy bien vestidos- una noche cada dos semanas.
Mi papá no era bebedor, aunque tomara una copa casualmente. Las muy pocas veces que se excedía, tenía muy mal vino. Le daba por ser grosero y agresivo.
Si decimos “grosero”, en el caso de mi padre, queremos decir prácticamente un sinónimo de “altanero” o “arrogante”. Abelardo solía tener mucho cuidado al hablar y no decía “malas palabras”, más que cuidadosamente colocadas en un contexto claro para que su significado fuera enfático. Como mi mamá era mucho más mal hablada que él, a veces la reñía por eso, y cuando mi hermano y yo queríamos molestarlo, salpicábamos de leperadas nuestra conversación (“ya no seas tan pinche grosero, puto cabrón”), hasta que Abelardo explotaba con un “¡Coño!” y se iba, mientras uno de nosotros decía: “ya ves pendejo, sí dice groserías”.
Habrá sido la arrogancia o que algunas cosas de la modernidad le molestaban, pero mi papá detestaba los restaurantes tipo americano. Odiaba las mesas de formica, los manteles de plástico, las manteletas y las servilletas de papel (y maltrataba a los pobres meseros que no le conseguían una de tela). Decía que para eso mejor comía en una fonda, donde al menos sí hay comida de verdad… y el servicio no es de plástico.
Tal vez era una de las aristas de su relación de amor-odio con Estados Unidos. Admiraba su tecnología, su riqueza, su organización, su liberalismo y sus Grandes Ligas. Odiaba prácticamente todo lo demás, empezando por la política. Siempre los vio como el imperio entrometido que evitaba la liberación de América Latina (una visión totalmente de Rodó).
En Cuba, militó en el Partido Ortodoxo, de tendencia nacionalista y antiimperialista. Fueron miembros de
Asistíamos a las reuniones de los Báez, pero mi papá guardaba sus distancias y criticaba, en privado, el excesivo gusto de algunos de ellos por el dinero –lo tuvieran o no-. Yo percibía que lo respetaban y que preferían no meterse con él.
Tuvo pocos amigos duraderos, casi todos ellos encontrados en el trabajo. De ellos recuerdo a Frank Pérez, Hugo Albo, Frank Campos, Jorge Pirod, Hilario Villacián. Fumó siempre. Trabajó mucho. Fue desprendido, generoso. Vivió bien pero murió sin ahorros ni patrimonio personal. No practicaba la religión, pero creía vagamente en Dios y tenía su dosis de pensamiento mágico. Y los sábados le gustaba desayunar “un par”: dos huevos fritos, con tocino, frijoles y chile chipotle.
Para mí, por supuesto, lo más importante fue su actitud como padre y como ejemplo. Era muy cariñoso y le gustaba compartir conmigo (en eso tuve cierta ventaja sobre mi hermano, que lo agarró ya un poco cansado). Como ir él y yo a remar los sábados, muy tempranito, a Chapultepec (nunca habrá tortas como las que comí a media remada, con un refresco Pep), o las idas al estadio de futbol o de beis, o su pasión y apoyo en
Durante mis vacaciones de primaria, me llevaba con él en sus viajes a provincia para visitar farmacias. En todo momento me pedía que me fijara, que viera las condiciones en las que vivía la mayoría de los mexicanos (“ese caballerango es tu compatriota”; “esa campesinita es tu compatriota”) y hacía que me identificara con ellos y con la necesidad de cambio.
De acuerdo con sus convicciones acerca de lo que sería el futuro, mi madre y él nos inscribieron en la escuela que, pensaban, nos facilitaría las cosas. De acuerdo con su época, guardaba apariencias, pero al mismo tiempo explicitaba en privado que las estaba guardando.
Nos hizo entender que el dinero es un medio, y nunca un fin. Nos inculcó el valor de la verdad, el de la honestidad, el de la justicia, el de la bondad. También –al menos en mi caso- un poco de soberbia.
En la casa, él y yo hacíamos un equipo contra el que formaban mi hermano y mi madre. Éramos “la izquierda”: los de la perra “Lucero” contra los del perro “Tiliche” (al que llamábamos, por contra, “Pantuflo”); los de deportes y noticias contra los de series en la tele; los que hablábamos mucho contra los que no paraban jamás de hablar.
En mi adolescencia, la diferencia generacional formó un hueco (yo, post-68; él, pre-cámbrico). Pero igual iba a mi cuarto iluminado con focos verdes y azules y se sentaba en una esquina a escuchar un disco conmigo. Con el tiempo descubrí que le gustaba “South California Purples”, de Chicago, y lo escuchábamos en silencio cada vez que él se daba una vuelta por ahí.
Es tiempo de regresar al “currículo”. En
No le gustaban los problemas. Tendía a huirles. Fue huyendo de aquel trabajo y refugiándose en la lectura y en la tele. Quejándose ante la elección del Papa: “Está jodido. Antes tenía yo la edad de las estrellas de cine; luego, la de los presidentes, y ahora hasta el Papa polaco ese es más joven que yo”. O “¿Cómo pueden esos gringos votar por el vejete loco ese de Reagan?”, decía. “Pero es más joven que tú”, lo jodía yo. “Sí, pero yo no soy un reaccionario loco ni quiero ser presidente”. O, feliz porque a los 71 años por fin era abuelo: “Un tipo en la calle me dijo: ‘apúrese, abuelo’; lo tomé por un cumplido”.
Esa huída y ese refugio se fueron convirtiendo, cada vez más, en pasividad, en una tranquila espera, aderezada por breves y acertados consejos en momentos de crisis personal. Luego llegarían el cáncer de páncreas –que nunca le revelamos plenamente-, la petición a Taide de que me cuidara; a mí, de que cuidara a mi hermano, la consunción y la muerte, el 16 de enero de 1991, un par de horas después de que su odiado Bush Sr. iniciara
Edgar se lo imaginaba llegando al más allá: “Disculpe, mi estimado, ¿ésta es la cola?”, y luego, al ver llegar a iraquíes en oleadas: “¡Gringos locos!”.
Tras su muerte, lo que más encontramos hurgando entre sus cosas fueron papeles de trabajo. Muchísimos. Una cantidad inenarrable. En ellos se podía ver la evolución de un trabajo arcaico de ventas hacia algo parecido a la mercadotecnia, y esfuerzos personales por aprender inglés (estaba negado), economía (llegó a dominar los conceptos elementales de la teoría neoclásica respecto al mercado) y finanzas. También se podía entender la carrera contrarreloj que había tenido que emprender para ponerse al día, cuando las cosas fueron pasando de los autodidactas armados de voluntad y sentido común a los especialistas escolarizados; una carrera que no podía sino terminar perdiendo. Y se veía que realmente amaba su trabajo.
Mi padre fue un caballero. Un señor. Un mensch. Le doy a él y a la vida las gracias por ello (y nunca perdonaré a los Atléticos y a los Rojos que la última Serie Mundial que pudo ver haya durado solamente cuatro juegos).
3 comentarios:
La imagen de mi Lalo la tengo tan fresca como si hubiera sido ayer que lo vi! me compraba pan todos los domingos y no dejaba que nadie se los comiera, siempre le quitaba el juego de beisbol por mis caricaturas, tiliche y yo jugabamos en su cama y se reia tanto!!
¿Qué bárbara, Bárbara! ¿Le quitabas el juego de beisbol a tu abuelo para ver las caris? ¡¡¡¿¿¿Y él se dejaba?!!!
Querido cuñado: que belleza de biografia sobre tu papa, me hizo recordarlo tal como lo conoci,y me siento orgullosa de el y de haberlo conocido. Gracias por la grata lectura. Ademas ayuda a sus nietos a conocerlo, especialmente los que no lo conocieron en persona.Saludos!!!
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