Mi última actividad “política” en Italia fue asistir, en calidad de observador (con Jorge, Eduardo y Beppe Falavigna), a la llamada “Convención Contra la Represión” en Bolonia, que fue el canto de cisne de la ultra y del movimiento del 77.
Este evento, organizado por la ultra a partir del “Manifiesto Guattari”, quería poner en la picota al PCI y a su ciudad emblemática, pero sobre todo al mundo del trabajo. A la burguesía y al proletariado por igual. Quería expresar el rechazo juvenil a la ética con la que se había fundado la república italiana y se había modernizado el país. La falta de perspectivas, ligada a la idea de la universidad como estacionamiento social antes del desempleo, había creado una ruptura con el movimiento obrero… esencialmente de parte de quienes se identificaban con la izquierda y una cierta idea utópica de socialismo, pero nunca lo hicieron con las organizaciones de clase.
La consigna clásica “È ora, è ora, potere a chi lavora” (Es hora, es hora, poder a quien trabaja) fue sustituída, en el 77, por “È ora, è ora, lavora solo un’ora” (Es hora, es hora, trabaja sólo una hora). Revistas como Desire, que publicaba nuestra compañera Valeria Bonifati con su novio Salvo –estudiante de psicología en Bolonia- daba tips al improbable lector obrero para trabajar unos cuantos días al año y cobrar completo… para la estupefacción de Anna y Paolo, típicos pduppinos modeneses (y por lo tanto, en realidad, a la “derecha” del Pdup). Pero aquello no era un intento obrero de reorganizar el proceso productivo. Detrás de la consigna “Tutta la produzione, all’automatizzazione” (Toda la producción, a la automatización) no estaba el interés por tomar el control, sino por echar la güeva. El movimiento tomaba elementos del mundo del trabajo, pero para enfrentarlos: en ese sentido era post-obrero, y por lo tanto post-industrial, si no es que antiobrero, y por lo tanto luddista.
Los autónomos eran revolucionarios en el sentido de que querían abolir el sistema y veían que el Partido Comunista lo prolongaba. No lo eran, en el sentido de que no sabían qué querían, además de abolirlo. Se parecían demasiado, en eso, a los primeros Fasci di Combattimento: lo importante es el movimiento, revolution for the hell of it.
El caso es que los autónomos pusieron una enorme lista de exigencias al ayuntamiento de Bolonia para su evento. Que pusieran comedores a su disposición, que se les dejara hacer un enorme campamento en el parque principal, que les prestaran el Palasport para la convención y les abrieran todas las plazas para los mítines, que los bares y restaurantes les dieran descuentos… El ayuntamiento accedió a todo, comentando que a los dueños de bares y restaurantes les solicitaría que hicieran los descuentos, pero no se los podía ordenar y que la Plaza Grande había sido reservada con anticipación, para el día principal, por una convención eucarística.
Si los organizadores de la Convención contra la Represión esperaban, precisamente, una actitud represiva de parte de las autoridades comunistas de la ciudad, no la obtuvieron. Así, mientras los más militantes entre los “creativos” y los “violentos” largaban interminables y agrias discusiones sobre el futuro del movimiento en la sede del Palasport, en las calles los demás hacían una suerte de gran happening, con algunas consignas chistosas, que aludían a frases infelices de los comunistas: “Covo quì, covo là, covo tutta la città” (Guarida aquí, guarida allá, guarida toda la ciudad), “Zangherì, Zangherà, gli untorelli sono qua” (Zangheri (alcalde de Bolonia), Zanghera, aquí están los untorcillos).
El día de la manifestación final marchó toda clase de grupos. Varios de ellos (los “violentos”) en vez del puño alzado –que al fin y al cabo era cosa de obreros- hicieron el signo de la P-38, como si tuvieran una pistola en la mano. Eran los que se preguntaban, en las discusiones del Palasport, “si las Brigadas Rojas son compañeros que se equivocan o compañeros punto y basta”. Un discreto grupo de carabineros cuidaba las inmediaciones de Plaza Grande, donde se celebraba el famoso convenio eucarístico. Un grupito esperaba a que pasaran los demás, quedara vacía la calle –porque no había casi espectadores- y luego la cruzaba, feliz de que los muros le hicieran eco a sus consignas. Patético. Estaban marchando en el desierto: los boloñeses se habían encerrado en sus casas, los habían aislado. Los autónomos insistían que no: “Macchè provocatori, macchè isolati/ siamo in tanti, e sempre più incazzati” (Pero qué provocadores, ni qué aislados/ somos un chingo, y cada vez más encabronados).
La manifestación desembocó en una plaza grandota, pero que no era Plaza Grande. Allí se hizo un mitin. Apareció un travesti a arengar a la multitud, pidiendo que fueran a Plaza Grande a “acabar con la provocación católica”. Lo callaron con rechiflas. El principal orador fue el dramaturgo Dario Fo –laureado, años después, con el Nóbel de literatura-, que contó un par de chistes malos (los comunistas en su sede de base, preguntándose cuántas vueltas a la manzana habían dado los cuatro gatos del movimiento) y poco más. Los asistentes se dispersaron seguramente más confundidos que antes.
Dice Franco Berardi, Bifo, la cabeza pensante de ese movimiento, que “marzo fue colorido y feliz, creativo e inteligente. Septiembre fue plomizo y rencoroso, ideológico y agresivo”. Paradójico: en marzo fueron los putazos, las detenciones, las bombas lacrimógenas; en septiembre, sólo una marcha vacía en una ciudad que les hizo el vacío, que demostró que sabía ceder y mantener el orden, que les tiró el teatrito.
Como dijo, premonitoriamente, Guido Fabbrini, aquel movimiento sería la celebración de que no habría revolución socialista. La negación del futuro. O como escribió, años después, Ben Watson, lo que el rollo Deleuze- Guattari (delude gut-theory) provocaba eran sólo berrinches edípicos adolescentes.
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