lunes, diciembre 28, 2009
Woldenberg: Desencanto y miedo al olvido
¿Qué sucede cuando muere una persona que aparentemente, pero sólo en apariencia, no deja obra perdurable? ¿Cómo rescatarlo del olvido que es tan parecido a otra muerte? ¿Cómo poder abrir los ojos a los demás y pedirles que miren realmente qué tipo de hombres pueden irse sin ser realmente vistos en todo su valor? Son preguntas y necesidades que se vuelven acuciantes cuando uno llega a cierta edad, todavía alejado de la vejez, y ve cómo algunos amigos van muriendo (“como se desgrana la mazorca”, se le ocurriría decir a Manuel, el personaje de El Desencanto, de José Woldenberg).
Muy probablemente es por eso que Pepe dedica el libro a cuatro compañeros muertos, en circunstancias muy distintas, que tenían en común su antigua militancia en el Movimiento de Acción Popular (MAP).
Pero esa no es la única, ni la principal, razón de ser del libro. En él, Woldenberg traza un recorrido personal y colectivo por la militancia (sindical, partidista, de Estado) y también por el mundo de las ideas, en el que ve cómo el inicial desasosiego respecto a la realidad del “socialismo real” (lo que el régimen soviético vendió por socialismo) se va convirtiendo en desilusiones, en un desencuentro profundo y en un desencanto que raya lo existencial respecto no sólo al comportamiento de la autonombrada izquierda mexicana sino, incluso, a la naturaleza humana.
Un trayecto a la vez personal y colectivo puede muy bien resumirse en una persona que es, al mismo tiempo, un individuo y una representación del propio grupo. La proverbial discreción de José Woldenberg quiere que el personaje central de El Desencanto sea un compañero al que llama “Manuel” para cambiarle el nombre. Sin embargo, el personaje escogido por Woldenberg es –nos queda claro para quienes lo conocimos- en primer lugar Manuel Martínez Peláez, biólogo, de Tlanepantla, rockero, organizador incansable, profesor del CCH y de Ciencias, fumador empedernido, hombre muchas veces de un entusiasmo que nos contagiaba a todos y otras tantas amargo como los caféseses expréseses que tanto le gustaban. Pero muchas veces es el propio Pepe, armado de la cabeza a los pies de una lógica implacable. Y otras tantas puede uno atisbar en el personaje características de otros compañeros de lucha y de vida –algunos vivos, otros desgraciadamente fallecidos-.
El narrador por su parte, es casi siempre el mismo Woldenberg, aunque a veces, cuando Pepe se ha apoderado del personaje Manuel y discute con el narrador, éste tiene puntos de vista diferentes –lógico, porque si no, no habría dialéctica-.
Esta verdadera “Historia de Manuel” es la del “mínimo común denominador de lo que una comunidad recuerda”. Por eso es tan apresurada que cabe en 500 páginas, incluyendo las reflexiones sobre los disidentes del “socialismo real”. Esa apretada comunidad está conformada esencialmente por quienes fuimos miembros del MAP, pero de seguro tiene reflejos en el tiempo –personas de generaciones anteriores y posteriores- y en el espacio –experiencias en otros países-.
Pepe habla de presentar "un testimonio vital que quizà arroje luz sobre una generaciòn", y más tarde cita a Paul Auster, con el sueño de "crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran". Creo que Woldenberg parte de su consciencia acerca la importancia de la empresa política que emprendimos, tal vez porque era nuestra, tal vez porque pudo haber hecho mucho más de lo que hizo. Es una tarea documentada, pero que -siento, junto con Woldenberg- debería serlo todavía más.
Es el rescate de un grupo de mexicanos que, en su gran mayoría, no sabían engañar ni querían engañarse. Que comieron mierda, pero no podían digerir demasiada. Políticos cuya integridad –más que cualquiera de los errores tácticos o estratégicos que cometieron, y no fueron pocos- los privó del acceso al poder. Por eso, el desencanto de Woldenberg no puede sino ser mayúsculo, ahora que la canalla domina la vida política del país.
Las partes mejor escritas del libro son las dedicadas a los disidentes de las diversas formas que ha tenido el stalinismo. Y, aunque en mi caso personal nunca haya tenido una fase "soviética" propiamente dicha (me gustaban más el modelo yugoslavo y, sobre todo, el ejemplo del Partido Comunista Italiano) y me sorprenda lo aparentemente tardío de algunos descubrimientos sobre las fallas del "socialismo real", también indican un movimiento gradual que yo tuve: pasar de la discrepancia sobre ciertas cosas (que casi podría resumirse en "contradicciones en el seno del pueblo"), al desacuerdo general con el sistema, a su rechazo, al reconocimiento de que se trata de una invención perversa. Pero las partes más entrañables son las que revelan a una persona con su historia, sus gustos, su modo de ser, pasar por esa suerte de purgatorio político-existencial. Y hacerlo dolorosa, airosamente: sin transigir con los cantos de sirena y sin dejar jamás su compromiso con un mundo más justo, más equitativo, más democrático, más humano.
Quienes no tenemos una visión religiosa de la vida –independientemente de nuestro mayor o menor grado de ateísmo- y muchos de los que si la tienen, sufrimos de una cierta angustia existencial. “He visto cosas que ustedes nunca creerían… todos esos momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en lluvia”, dice Roy Baty en Blade Runner, segundos antes de morir. José Woldenberg la describe con clara sequedad. Se refiere a una cierta angustia a que las vidas “desaparezcan sin dejar rastro… a pesar de la certeza de que tarde o temprano todo (o casi todo) será humo”.
Me encanta eso de “o casi todo”. Ese rayo de esperanza en la tiniebla dictada por la razón. Que algo de las vidas (de mi vida) no sea humo después de lo gozado, lo sufrido, lo aprendido, lo deseado, lo alcanzado, lo perdido. Después de lo vivido. Es una suerte de inagotable deseo de trascendencia terrenal.
Por cierto, lo que yo quiero hacer con el recuento cada vez más pormenorizado de mi vida (los biopics del blog) se acerca mucho a esa obsesión woldenberguiana. Él mismo se reía de las muchas cuartillas que gastó (guardándolas en disquetes, pero también en copia dura, por eso de la desconfianza generacional hacia las computadoras) en confeccionar una historia, detallada en extremo, del sindicalismo universitario. Estoy seguro de que lo recorría la sensación de que “esta experiencia no se debe perder; si se escribe, habrá al menos alguien en el futuro que la rescate”. Estoy seguro porque yo también la he sentido muchas veces. Porque hay tanto que contar.
Dice el propio Woldenberg que “la auténtica memoria siempre es individual”. Aunque la quiera anegar en la memoria colectiva, lo que Pepe intenta es que su experiencia personal no se pierda. Intenta perdurar. Es lo que, de mil maneras, hacemos todos.
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