Como ya no tenía que ir a clases, me impuse la obligación de estudiar ocho horas diarias para cumplir con los exámenes que me faltaban. El clima y la poca actividad de la ciudad ayudaban a conseguirlo, como promedio diario. Así que solía pasármela pegado a los libros y los artículos especializados de economía internacional.
Como sólo íbamos una que otra vez a la facultad (sobre todo a la ordenada y rica biblioteca), dejamos la saludable tarea cotidiana de pedalear al menos una hora diaria en la bici. Las cascaritas futboleras de la escuela, en las que se enfrentaba el Primer Mundo (emilianos, lombardos y trentino) contra el Tercer Mundo (sardos, venetos, mexicanos y griego) con los romanos jugando de comodín (y con ello, determinando el ganador, porque Beniamino era buenísimo) de bien poco servían para combatir eficazmente el sedentarismo, así que Mapes, Carreto y yo decidimos pegarle al tenis.
Nos compramos raquetas (yo, una Yonex “ligerísima” que no tardó en ser muy pesada cuando aparecieron las de fibra de carbón) y juegos de pants y chamarra idénticos, salvo en el color. El de Eduardo era azul, el de Jorge era negro y el mío era verde bandera. Así ataviados nos íbamos a las canchas de Módena Est, vacías en medio de un frío perro, a jugar nuestros partiditos de reta a tres juegos. Por el color de los uniformes, nos asignamos a los tenistas de moda: Mapes era Adriano Panatta, Carreto era Ilie Nastase y yo era Raúl Ramírez. Era divertido y no importaba que se nos congelaran orejas, narices y mocos (la cancha estaba cerca de las vías del tren y me gustaba imaginar que algún pasajero, al vernos, pensara que estábamos totalmente locos). Al final terminábamos cansados y contentos (Panatta y Ramírez más, porque nos las arreglábamos para hacer encorajinar a Nastase con alguna decisión arbitral y comentar jocosamente acerca del “enésimo berrinche del rumano”).
Jorge –tal vez porque era el que más nalga hacía sentado por horas interminables frente a sus libros- decidió también salir a correr diariamente a la orilla de un afluente del río Pánaro cercano a casa, y se metió a lecciones de tae-kwon-do (“chop-chop”, le decía yo, confundiéndolo con el karate), de donde llegaba agotado. Se picó bastante con el tae-kwon-do: ahora es cinta negra, chorragésimo dan y desde hace años imparte clases de ese deporte que tanta gloria le ha dado a México.
"Yo esquié con Tomba, la Bomba"
El clima, por supuesto, se prestaba mucho más para los deportes estrictamente invernales, pero Módena no tenía pista de hielo (alguna vez fuimos, en bola, a Sasso Marconi, y yo era de los pocos que sabía patinar). Lo que algunos hacían era viajar a esquiar al Apenino modenés o (si tenían mucha lana) a los Alpes italianos.
Las hermanas Bucciarelli tenían una casa en Séstola, el centro de esquí más importante de la provincia de Módena, e invitaron a Carreto y a Mapes un fin de semana. Allí quedamos Claudio Francia y yo de vernos con ellos.
Claudio consiguió que su hermano le prestara su auto (un modelo de lujo) y también que me prestara sus esquís. Colocamos los dos pares en el portaesquís del coche y emprendimos el camino a Séstola. A los pocos kilómetros nos encontramos con un piquete de obreros en huelga. Fieles a nuestra costumbre, los saludamos a puño alzado. Metros después nos damos cuenta y nos carcajeamos: ¿qué habrán pensado los compañeros obreros de los dos chavos que les responden con el saludo comunista desde un auto elegante y con esquís sobre el toldo? “Burgueses snobs de mierda”, por decir algo ligerito.
En Séstola, renté unas botas para esquiar, tomamos el teleférico y llegamos a la zona central de esquí alpino. Había dos pistas: una para principiantes y otra para avanzados –que, entiendo, tampoco era la gran cosa-. Claudio me enseñó los principios básicos y descubrí que esquiar en nieve es muy sencillo; lo difícil es frenar. Hay dos métodos: uno es ir paulatinamente separando las piernas, juntando las rodillas y acercando las puntas de los esquís, con lo que baja la velocidad; el otro es un movimiento de caderas y rodillas que crea una suerte de derrape. Cuando dominas este último método, lo puedes ir graduando y avanzar en zig-zag colina abajo.
Las Bucciarelli, Mapes y Carreto (ya era la segunda vez que mis amigos esquiaban) se lanzaron alegremente por la colina de principiantes. Claudio intentó que perfeccionara, en lo planito, mis métodos de frenado y, cuando sintió que había aprendido lo suficiente, nos lanzamos. La sensación de ir deslizándose por la montaña nevada, a una velocidad bastante grande, mientras te pega el viento helado y ves pasar a tu alrededor a una pequeña multitud multicolor y alegre, es maravillosa y vital. Entiendo por qué quienes pueden esquiar a menudo, lo hacen. Tomaba yo las pequeñas curvas de la colina bastante bien. Lo suficiente como para que Claudio considerara que había aprendido, acelerara y se alejara para siempre.
Seguí gozando la sensación de fresco desliz, con el aire frío y oloroso a pino y el cuerpo que se mueve casi sin esfuerzo… hasta que sentí que había acelerado demasiado y era hora de frenar. Intento el movimiento de caderas y rodillas y lo único que logro, torpemente, es variar la ruta. La compongo y trato de separar las piernas y juntar las rodillas: tal vez ya no acelero, pero la velocidad no baja y no baja. ¿Qué hago? Veo que a mi izquierda se acumula un montón de nieve, cambio levemente la dirección y cuando estoy cerca, me echo un clavado a lo mullidito. La salvé.
Reemprendo mi camino, otra vez la sensación agradable, pero de nuevo la aceleración y las dificultades para frenar. Cuando ya parece que lo estoy logrando, se aparece una reja y me estampo contra ella. Puff. Esquío despacito para el elevador rotatorio que me depositará de nuevo en la cima de la colina.
Arriba, mis cuates me informan que se van a la pista para avanzados. Yo ni de loco. Vuelvo a emprender el descenso en la de principiantes, con idénticos resultados: percibo la sensación agradable, siento que acelero demasiado, veo el montón de nieve y me lanzo… poco después intento frenar antes de la reja y me estampo. Lo diferente fue la subida, porque a la mitad se me desvió el esquí, perdí el equilibrio y caí. Se me hizo larguísimo, casi un Gólgota, el ascenso a pie, sobre todo porque tienes que hacerlo de manera lateral, con los esquis paralelos.
Total, que me quedé sentado tomando el brillante sol (y un brandy), sentadote en una silla, esperando el regreso de los cuates. Eran casi las seis (y me preocupaba por la devolución de las botas) cuando los divisé. Los italianos iban zigzagueando alegremente, Jorge iba tras ellos, en un zigzag algo torpe, y Eduardo –vestido con suéter y saco- los rebasaba rodando. Se volvía a incorporar, esquiaba otro poco, y volvía a rodar. Así hasta llegar abajo.
Mientras esperaba a los amigos, un grupo de niños se lanzó varias veces, de manera vertiginosa, por la pista para avanzados. Uno de ellos gritaba: “Sono una bomba!”. Como el año y el lugar coinciden, he llegado a afirmar que esquié con Alberto Tomba,
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