Lecciones de manejo para conductores nerviosos
Antes de aquel viaje a México había tomado la decisión de aprender a manejar. Ya iba yo con retraso respecto a mis compañeros (a diferencia de muchos, jamás me interesó la mecánica y Víctor me había intentado enseñar dos veces, que terminaron en fracaso: la primera, apreté el acelerador en vez del freno y cruzamos Thiers a ciegas; la segunda, un poli nos cachó y nos sacó cincuenta pesas). Hasta Raúl Trejo –flamante papá- ya sabía manejar. Él me comentó que había aprendido en
El curso constaba de una semana. Llegaba el instructor en la mañana, con un vocho de dos volantes (si el alumno se apendejaba, el maestro usaba el otro) y el curso duraba 5 horas: una al día, de lunes a viernes. El lunes, apenas aprendí a sacar el clutch y avanzar, el instructor me mandó al tráfico de Mariano Escobedo y Marina Nacional. El método para conductores nerviosos consistía en meterlos luego luego en el caos citadino. El martes dimos otro rol hacia Azcapotzalco; el miércoles fue tomar el Periférico a CU y de regreso (ya para entonces yo manejaba tranquilo); el jueves, lección intensiva de glorietas y el viernes, lo más difícil, que es estacionarse, sobre todo en espacios reducidos. Pasé el curso pero, fiel a mi costumbre de posponer todo trámite, me tardé cinco años en sacar la licencia de conducir.
Expectativas presidenciales
Poco después fue la toma de posesión del nuevo Presidente, José López Portillo. Recuerdo particularmente dos comentarios al respecto de parte de mis amigos. Luis Foncerrada se mostraba optimista: “Con Echeverría la economía creció, pero muy a lo loco; López Portillo va a poner orden”. Raúl Trejo era un poco más mesurado: “Lo que comentaba con los cuates es que al menos vamos a tener seis años en los que se podrá hacer política sin que te metan a la cárcel”. Ambos estaban equivocados.
Un rol a Acapulco (y algo más)
La de Foncerrada no habría de ser la única boda a la que asistiera en aquellas vacaciones. También se casaron Julián Tonda (con Lourdes Sánchez) y Hermann Bellinghausen (con Blanca Rico, quien luego desarrollaría una buena amistad conmigo).
En el interin entre las dos ceremonias, Jorge Carreto, Susana Duprat, Patricia y yo nos echamos un breve rol a Acapulco.
Primero pasamos por Agua de Obispo, donde teníamos planeado quedarnos una noche. Dimos una vuelta por el ríachuelo, que corría tranquilo entre rocas. Eran un día y un paraje agradabilísimos. Patricia y yo nos perdimos, convenientemente. Al regresar, nos topamos con que el tío de Carreto había llegado y nos veía con cara hosca, así que mejor nos fuimos directamente al puerto. En el camino, en el Cañón del Zopilote, escuchábamos la música de Santana en el carro de Jorge. Con esa música como soundtrack perfecto del momento, cruzábamos velozmente el territorio bajo las montañas y sentíamos la calidez de la mutua compañía. Me sentía feliz. Hay ocasiones en las que unos minutos de felicidad se vuelven determinantes. Lo he pensado muchas veces, años después.
Patricia y yo tuvimos que adelantar nuestro regreso, porque ella había dicho a las guardianas teresianas que se había ido a Iguala con una amiga, y tenía cita con ella, en México, para que la mentira cuadrara bien. En aquel viaje, me pareció que su carácter disconforme era la expresión de un inconformismo de base con “enorme potencial revolucionario”. Eso quise ver. Además, era diferente a otras chicas que había conocido. Por un lado, era dentista –una carrera que los de economía despreciábamos por mero prejuicio-, pero se decía de izquierda; por el otro, tenía una historia romántica detrás: su último novio, un tal Mingo, había muerto de cáncer unos meses antes de que nos conociéramos.
Poco antes de mi regreso, Patricia me dijo: “te quiero”. Tragué saliva. “Yo también te quiero” –respondí de botepronto. Quedamos que a mi próximo regreso ella me recibiría, pero “eso sí, estarás libre e independiente, y no en esa residencia de aspirantes a monjas”.
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