Llegué a una congelada Módena, muy dispuesto a estudiar todos los textos de economía internacional que requería la materia, la siguiente en mi lista de exámenes, pero rápido lo interrumpí.
Alfonso Vadillo había decidido dejar la facultad y cambiarse a Roma, para hacer unos estudios en el Instituto Gramsci. Se estaba quedando con una gringa que tenía un gato castrado, que Vadillo detestaba, así que se lo robó y nos lo trajo de regalo. Era blanco y grande. Nomás por joder a Vadillo, Mapes le puso “Berlinguer” al gato, “porque lo caparon los gringos” (Berlinguer era el secretario general del PCI). El animalejo resultó ser una compañía divertida.
Pero no sólo trajo al gato, sino también malas noticias. Supo que nuestro amigo Carlos Mársico había tenido un terrible accidente en su casa de Perugia. Le sucedió cuando, en un día helado, estaba repintando una de las recámaras de su departamento. Había puesto un calentador de kerosene en el centro de la pieza, y en algún momento lo rozó con sus manos llenas de thinner; las manos y los brazos se incendiaron y él trató de apagar el fuego en sus pantalones, pero sólo logró que también su pierna se viera envuelta en las llamas. Carlos se revolcaba en el suelo, entre gritos, y acudió una de sus inquilinas de turno, una francesa, a quien se le ocurrió echarle un balde de agua al hombre en llamas, con lo que las apagó (pero también terminó pegándole la tela quemada a la pierna). Estuvo en cuidados intensivos y lo iban a trasladar a Roma.
Acompañé a Vadillo a Roma, y visitamos a Mársico al hospital. No teníamos idea de la gravedad del asunto –Alfonso incluso le había comprado un libro al que puso una dedicatoria chusca, y prefirió arrancar la página-. Carlos estaba como los hospitalizados de caricatura: los dos brazos y la pierna vendados y alzados. Lo acompañaban sus padres (la única vez que los ví y estaban afligidísimos). Él se dio ánimos para bromear con nosotros: “lo bueno fue que se salvó el pirrín y eso es lo más importante”, pero hubo un instante en que lo ví mirar mis manos –yo gesticulaba con ellas- con triste y verdadera envidia.
Mársico tendría que estar en terapia “por lo menos un año” para poder recuperar el movimiento de las manos, nos explicó la mamá, y nos dijo que Carlos no se daba cuenta de lo difícil que había sido para él superar los problemas que le dejó la poliomielitis que adquirió de niño (pero nosotros sí nos dimos cuenta de lo difícil que había sido para ella). Los dejamos mientras ella le encendía un cigarro al hijo, se lo ponía en la boca y se lo retiraba (cosa impensable en los hospitales de hoy, pero muy relajante, en ese momento, para Carlos). Era una imagen conmovedora.
Días después, la familia salió hacia Buenos Aires. Carlos tardaría menos del año en volver a usar sus manos (aunque dos dedos quedaron rígidos) y se daría, incluso, un rol por Sudamérica antes de regresar a Italia.
Yo aproveché que en Roma no hacía tanto frío para quedarme un par de días más. Alfonso Vadillo me presentaba con sus cuates como el hijo que había tenido Marlon Brando con una mexicana mientras filmaba Viva Zapata! Era un extraordinario mitómano. A una gringa le dijo que su nombre era Alfonso Pemex, el gran heredero petrolero de México. A varios italianos, que era descendiente de los emperadores aztecas, y hasta se quejaba amargamente de la renta “ridícula” que pagaba el Estado mexicano a su familia por permitir que los turistas visitaran las pirámides en las que estaban enterrados sus ancestros.
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