Poner
la casa no fue sencillo. Compramos colchones, almohadas, sábanas y cobijas (yo,
el doble), Franco y Otello nos regalaron una mesa vieja, para la cocina, y unas
sillas. También nos dieron una hornilla, que nos permitiría cocinar. Compramos
un tanque pequeño de gas y Franco nos lo conectó simultáneamente al boiler y a
la cocineta, con lo que al fin tuvimos agua caliente para bañarnos.
El
problema era el resto del mobiliario. A diferencia de lo que conocíamos con
anterioridad, en Italia no eran comunes los clósets, y la gente ponía su ropa
en armarios. Tampoco teníamos librero, ni escritorio. Ni dinero para comprarlos.
Así que abordamos el problema, pero de manera muy distinta.
Un día,
Mapes y Carreto faltaron a clases y comí con Janette en la trattoria Dina, una
de las pocas fondas baratas que había en la ciudad y a la que los mexicanos nos
volvimos asiduos. De regreso nos encontramos a Jorge, Eduardo y un cuate
chihuahuense que había estudiado inglés y había llegado a visitar a Mapes. En
el departamento había un montón de cajas de embalaje. Franco y Otello los
habían llevado a recogerlas a una fábrica de autos (quiero pensar que la Ferrari). Su intención –a
la que se abocaron apasionadamente, con el chihuahuense- era construirse su
armario-librero.
Estuvieron
chingándole a la carpintería lírica una semana entera, a menudo hasta altas
horas de la noche. En tanto yo –consciente de que no se me da el trabajo
manual- me dediqué, con Janette, a buscar maderas y ladrillos en las
construcciones cercanas, para hacer algo mucho más simple: un mueble grande
abierto, con ladrillos como columnas y pedazos de madera cubiertos de papel
tapiz como pisos, en el que colocamos la ropa, y otro chaparro, con dos maderas
muy largas y su respectiva fila de tabiques, que servía como librero. También
me hice de un triplay grande, que pinté de color café y coloqué sobre una base
de metal que me había regalado Franco. Ya tenía escritorio.
Eduardo
y Jorge, en tanto, serruchaban, ponían bisagras, hacían puertas, páneles y un
ruidero infernal. Supongo que querían que los ayudáramos, pero ni lo pidieron
abiertamente ni mucho menos nos ofrecimos. Al final, a Eduardo le quedó
bastante mono su mueble; el de Jorge era más grande y extravagante, una suerte
de catedral de madera barata bastante loca, y parecía notablemente menos
seguro. Había dejado un hueco en el que metió la cama: la cabeza quedaba debajo
del armatoste y a mí me daba cosa que un día se le cayera encima.
Cuando
hubieron terminado, se decidieron a limpiar aquello, que parecía el taller de
Pepe el Toro. Ese día íbamos Janette y yo a salir a dar un paseo, cuando Mapes,
con cara adusta, indica hacia un ladrillo mío que había sobrado y, con un gesto
mandón, sin palabras, exige que me lo lleve.
Mi mamá
me decía “polvorita”, por mi carácter explosivo. De un jalón se me sube la
bilirrubina y a los pocos segundos se me baja. Dice que lo heredé de mi papá.
Será la herencia, pero cuando tomé el ladrillo que se me sube la bilirrubina y
amenazo a Eduardo con tirárselo. En ese momento se me baja, pero a él se le
sube, blande la escoba que tenía en la mano y me amaga con ella. Janette y yo
salimos corriendo, entre mentadas. Cuando regresamos, horas después, Eduardo ya
no estaba. A diferencia de mí, es difícil que Mapes se encabrone, pero cuando
le pasa, le dura un buen rato. Esa vez su enojo fue tal que se fue a calmar tres
días a Roma. Cuando regresó, todo había vuelto a la normalidad. Creo que fue el
único enojo serio, pero bien efímero, que tuvimos Eduardo y yo en varios años
de convivencia.
En bicla por Via Emilia
Jorge,
Eduardo y yo también nos compramos unas biclas. Fuimos con Otello, a un tallercito
donde las vendían de segunda y tercera mano. Bicis de ciudad. Mapes y yo
compramos las más baratonas; Carreto, una un poquito mejor. Platiqué con
Janette y decidimos no comprar una para ella, a como estaban las cosas
financieras.
De la
casa –que estaba en la esquina oriente de la ciudad- a la Facoltà –que estaba casi
en el extremo sur- hacíamos media hora en bicicleta. Con el tiempo fuimos
descubriendo las mejores rutas, pero los primeros días nos íbamos por el peor
lugar pensable en la peor temporada posible: Via Emilia en noviembre.
La
Via
Emilia es una larga calzada en línea recta que une la ciudad de Rímini, en
el Adriático, con Piacenza y Milán. A lo largo de esta vía se desarrollaron
distintas ciudades: Bolonia, Módena, Reggio, Parma, a las que cruza por el
centro. En la medida en que uno se mueve hacia la periferia, Via Emilia se
convierte en la carretera libre que une a Módena con Reggio y con Bolonia.
El
protector de Módena es San Gemignano, un obispo que obró un milagro grandioso.
Cuando Atila asolaba la península itálica –y se decía que donde el Flagellum Dei pasaba no volvía a crecer
la hierba- Módena estaba en su itinerario. San Gemignano rezó para salvar a su
querida ciudad. El día que pasó Atila había una niebla tan densa que ninguno de
los Hunos notó que estaba atravesando Módena.
Pues
bien, el paso de Atila por la vieja Mutina ha de haber sido en noviembre, mes
en el que –como dice el cantautor Francesco Guccini- “fuman nubes bajas”. En
esa época del año todos los objetos pierden su contorno y parece que puedes
cortar la niebla en pedacitos.
Nosotros,
locos, regresábamos de la escuela por Via Emilia, pedaleando bien duro para que
se viera la luz trasera, activada por una dinamo. De seguro no se veía ni
madres y los trailers nos pasaban rozando. Como nuestra vuelta era a la
izquierda, nos deteníamos en la cuneta y, tras unos minutos de espera, al
momento de no divisar vehículo alguno –lo que no era sencillo, a pesar de que
todos llevaban faros de niebla- nos convertíamos en una sombra que cruzaba Vía
Emilia hecha la mocha.
Pasaban
los días y el frío empezaba a calar. Descubrimos pronto que no había necesidad
de refrigerador. Ponías una botella de vino en el balcón y al poco tiempo ya
estaba fría. Un par de huacales sirvieron para colocar allí los alimentos. No
lo sabíamos, pero dentro de algunas semanas más, el refri balconero se
convertiría en congelador.
En esos
días llegó a Módena la mamá de Carreto, a visitar a su hijo. Estuvo pocos días.
Se la pasó tejiendo, nos contó un par de anécdotas de su juventud, se clavó con
un disco de Mina y nos invitó unas pizzas. Cuando regresó a México, le dijo a
mi mamá que yo no tenía ni para un café.
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