El inicio de clases se acercaba, y la búsqueda de alojamiento en Módena se hacía cada vez más urgente. Fuimos varias veces allí, quedándonos en el Albergo della Libertà, un hotel baratón frente a la sinagoga. La ventana de nuestro cuarto daba a un callejón, el Vicolo Squallore.
Carreto y Mapes tenían un concepto de lo que querían rentar; yo tenía otro distinto. A mí me interesaban los departamentos céntricos, con servicios, aunque fueran pequeñitos. A ellos les atraían casas semiabandonadas en la periferia, y se imaginaban remodelándolas. Necesariamente, asumí que era yo una minoría de uno (Janette terminaría yéndose, sabíamos) y me tenía que acomodar a sus intereses, evitando solamente que cayeran en algún exceso.
En cualquier caso, la oferta inmobiliaria era mínima y cara. Una situación bastante apremiante. En uno de nuestros viajes de regreso a Perugia, Jorge Carreto exclamó, desesperado:
-Si orita me dieran un boleto de regreso a México, lo tomaba.
-Yo también –respondí convencido.
-Pues yo no –dijo Eduardo con tono desafiante, y acto seguido rompió en dos su boleto de tren (eran unos cartones chiquitos y gruesos); luego lo rompió en cuatro, en ocho, en dieciseis…
Pues bien, un día estaban Carreto y Mapes tomándose un café en uno de los bares del Z-2, y estaban tan desesperados que le preguntaban a todo mundo si sabía de departamentos en renta. Allí hicieron conversación con un plomero que estaba haciendo reparaciones a su edificio, y con su cuñado, de oficio mediador de Plaza Grande (coyote en la compraventa de oro, diríamos en México): Franco Brighenti y Otello Bizzini. Ellos serían un grandísimo aliviane durante nuestra estancia en Módena, particularmente en los primeros meses.
Franco y Otello de inmediato se dispusieron a ayudarnos. Nos acompañaban en nuestra búsqueda, y en más de una ocasión abogaron por nosotros usando el dialecto modenés. Sucede que los modeneses, pueblerinos y prejuiciosos, tenían reservas hacia nosotros, jóvenes greñudos de un país extranjero y semidesconocido. Las expresaban de la mejor manera que sabían: confundiéndonos con italianos del sur. Con maruchèin. Esta palabra dialectal, cuyo significado literal es “marroquíes”, era utilizada comúnmente para referirse a todo aquel nacido al sur de los Apeninos, y que era abiertamente despreciado y discriminado por los ricos y supuestamente muy civilizados norteños.
-Más vale que no sean maruchèin, porque ellos plantan jitomates en la tina –dijo una hipotética casera.
Al final, cuando ya las clases propedeúticas habían empezado, a través de Otello conseguimos un departamento adecuado (el uso de la primera persona del plural es un decir: quienes lo vieron y dieron el sí fueron Eduardo y Jorge). Estaba en un edificio novísimo, era amplio, tenía dos recámaras y un comedor cerrado que podía servir como tercera recámara, baño, cocina, terraza y hasta garage. Eso sí, estaba en la periferia absoluta de la ciudad (de hecho, la calle no tenía ni nombre) y faltaba nomás que conectaran el gas, indispensable para el invierno que se avecinaba. El contacto de Otello era otro mediador, Leoni, que trabajaba para el propietario, el notario Zibordi. Por supuesto, hicimos un contrato perfectamente chafa, a nombre de I Signori Messicani.
Estábamos en la espera de que nos entregaran el depa cuando nos llegó una intimación urgente de Edmundo Flores. Teníamos que regresar a Roma. Estaba por iniciar
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