Pero el cineasta Alain Robbe-Grillet me parece formidable, precisamente por su formación como novelista experimental. Por su capacidad de minuciosa descripción, por su método desestructurado de narrar con imágenes; por su habilidad para que nos topemos con la compulsión a la repetición. Y también porque fue un cineasta cachondo, libertino.
De él he visto tres películas (no cuento entre ellas “El Último Año en Marienbad”, un divertimento sobrevalorado en su momento, del que Robbe-Grillet escribió el guión). “Trans-Europ-Express”, que es una historia cotorrísima de cineastas que quieren hacer una película de narcotraficantes en un tren y en la que los personajes terminan por dominar a los autores. La ilusión y la realidad se entremezclan y no sabemos si Chuang Tzu sueña a la mariposa o la mariposa sueña a Chuang Tzu. “Le jeu avec le feu”, de la que quedan en mi retina muchas imágenes rojas y sensuales, pero de la trama sólo atino a recordar que se desarrolla en una suerte de burdel onírico. Y “Glissements progresifs du plaisir”, que es uno de los filmes que más me han gustado en lo absoluto.
“Deslizamientos Progresivos del Placer” es la historia de la habitante de una cárcel-convento, que ha llegado allí acusada del asesinato de su compañera de cuarto (la encontraron amarrada al poste de la cama, con unas tijeras clavadas en el pecho). En lo que se desarrolla la cinta, empezamos a dudar: posiblemente la muerta era un maniquí (hay muchas escenas eróticas entre la prisionera y el maniquí, o pedazos de maniquí); es lo mismo que cree la guapa abogada. La prisionera parece inocente en ambos sentidos de la palabra: no culpable y casta. Pero cada uno de sus movimientos tiene la dualidad: es una niña erótica. La actriz que la personifica es Anicée Alvina, la misma jovencita de “Amigos”, la película que enloqueció a los adolescentes mexicanos al inicio de los 70. Eso la hace todavía más evidentemente lolitiana.
La abogada poco a poco va cayendo presa de la sensualidad de la prisionera. Se va volviendo su cómplice. Hay deliciosas escenas eróticas entre ellas, como cuando la abogada es cubierta por huevos crudos y vino tinto, que mezclado parece rojo-sangre. O cuando la prisionera se pinta toda ella de rojo y, estrellándose contra las paredes blancas del convento, deja su impronta carnal. Es un juego de colores que magnetiza.
En vez del típico fade-out, Robbe-Grillet utiliza imágenes de objetos, o momentos de sueños para separar los párrafos cinematográficos. Las escenas se repiten desde ángulos ligeramente distintos, se acortan y se alargan, como poniendo puntos y aparte.
Por enésima vez cae una copa de cristal y se quiebra. Habrá un momento en que la abogada –sin el chongo es idéntica a la compañera de cuarto- está amarrada al poste. Hay un corte. Y luego la mano de la prisionera que le clava las tijeras en el pecho. Un close-up al rostro de la abogada y en off se escucha a la prisionera decir: “Eres bella, muy bella”. La abogada está agonizando.
Al rato llega el detective (nada menos que Jean Louis Trintignant) para decir que ha aclarado el anterior crimen y la prisionera no era culpable. Descubre la nueva escena sangrienta, que es exactamente igual a la anterior. Se quita el sombrero y se rasca la cabeza: “¡Oh no, volvemos a empezar!”.
La abismal diferencia en la resolución cinematográfica de Robbe-Grillet frente a cualquier artesano del porno-soft o cualquier intelectual con pretensiones metido a cineasta (no digo nombres, pero me viene a la cabeza Reygadas) se resume en dos palabras: talento artístico. En esas condiciones, no importa si no me interesan sus novelas.
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