El atentado y la prensa La noche del 4 de agosto de 1974, el tren Italicus cumplía su ruta de Roma a Munich. Precisamente cuando salía de un túnel kilométrico entre Florencia y Bolonia, se detonó una carga explosiva depositada en el baño de un vagón de segunda clase, que quedó reducido a láminas retorcidas.
Hubo doce muertos, que –como señaló la prensa- eran una muestra casi perfecta de la demografía italiana: una monja, tres miembros de una familia, una estudiante comunista, un ferroviario, un pensionado, una científica y un político de la DC. También fallecieron tres turistas: un alemán, un holandés y un japonés.
Este señalamiento, y otras cuestiones de estilo, me señalaron la enorme diferencia que había entre los periódicos mexicanos y los italianos. Por una parte, la búsqueda de contexto, de significado: que las víctimas fueran una muestra representativa era como que los terroristas asesinaron a toda Italia. Por otra, la descripción cuidadosa, casi literaria: imágenes del tipo “el olor dulzón y nauseabundo de la muerte”, “una temperatura de horno crematorio en el vagón trágico” o “un relámpago de fuego deslumbró a los guardavías de San Benedetto Val del Sambro” te incitaban a seguir leyendo y, al mismo tiempo, te daban pistas (horno crematorio: extrema derecha).
Sentías que el reportero había estado allí, así fuera para recoger la palabra espantada de un turista herido: “Terrible”. En México, las notas periodísticas te daban la sensación –ajustada a la verdad- de leer una transcripción del boletín oficial, con lenguaje neutro y burocrático.
Aquellos en Italia fueron años de plomo y sangre, pero también años de mi primer romance con la buena crónica periodística.
La prensa especulaba. La bomba explotó exactamente a la salida del túnel. El tren llegó con retraso a Florencia e intentaba ganar tiempo. Si la bomba de tiempo fue colocada en Roma, debía explotar en la estación de Bologna (ciudad bastión del Partido Comunista); si fue colocada en Florencia, la explosión sería exactamente a la mitad del túnel. En ambos casos, la masacre se hubiera multiplicado.
A los pocos días, apareció un volante de la organización de ultraderecha Ordine Nero. Decía: “Giancarlo Esposti ha sido vengado. Hemos querido demostrar a la nación que somos capaces de poner las bombas donde queramos, a cualquier hora, en cualquier lugar. Donde y cuando nos parece. Les damos cita para el otoño: sepultaremos a la democracia bajo una montaña de muertos". Giancarlo Esposti era el autor material de la matanza de Brescia, quien murió dias después del atentado en un intercambio de fuego con las fuerzas del orden.
Las investigaciones dieron con una célula neofascista (muy ligada a la derecha legal). La capitaneaba Mario Tuti, “el geómetra de Émpoli”. Y sí, la bomba estaba diseñada para explotar a la mitad del túnel.
Seguimiento
Tuti y sus cómplices fueron arrestados y, como en otras partes, problemas en la integración del expediente les abrieron la puerta para que no fueran condenados por la matanza. Mario Tuti fue condenado a cadena perpetua, pero no por el Italicus, sino porque el día en que fueron a arrestarlo por ese crimen, recibió a la policía a balazos y mató a dos. Otros de sus camaradas fueron a parar a la cárcel por delitos menores, como el de posesión ilegal de explosivos o el de intento de reconstrucción del disuelto Partido Fascista.
Hay dos elementos que permiten especular acerca de una conspiración. Una mujer de Arezzo había informado a la policía que Mario Tuti era un terrorista y declarado a un juez que él planeaba hacer una matanza. La denuncia fue archivada y la mujer enviada al psiquiátrico por mitómana. El juez que tomó tal resolución era el yerno de Licio Gelli, gran venerable de la logia masónica P2 y eminencia gris detrás del poder político italiano de la época.
El segundo elemento es que, según relata su hija María Fida en el libro “La nebulosa del caso Moro”, el líder democristiano había apartado un lugar en el Italicus, ya que se reuniría con la familia en las montañas del Trentino. Aldo Moro ya estaba en el vagón, cuando se le hizo descender para firmar algunos documentos importantes. Perdió el tren. Moro no quiso, en vida, que el hecho trascendiera. Fue revelado pocos años después de su muerte, a manos de las Brigadas Rojas, en 1978.
Miedo de viajar en tren
El atentado al Italicus creó en todos quienes vivíamos en Italia una gran paranoia de viajar en tren, que duró cuando menos un año. El lugar de la tragedia estaba en una ruta que usábamos mucho. Era muy impresionante salir del túnel entre las montañas y pasar frente a los hierros retorcidos, los restos achicharrados del Italicus.
Una ocasión, poco después del atentado, viajábamos Janette y yo de Módena a Perugia. Íbamos en un compartimento de segunda, acompañados de tres mujeres: dos mayores y una joven. El tren pasó frente a las ruinas del Italicus, entró al túnel y una de las señoras empezó a rezar el rosario. Tras varías avemarías se detuvo un segundo y pidió perdón, explicando que tenía mucho miedo. La otra señora le dijo que no se preocupara, que ella venía de Padua y se había encomendado mucho a San Antonio por nuestra seguridad.
De ahí surgió una conversación algo desquiciante acerca de los milagros de San Antonio.
La señora que había ido a Padua comentaba que había tenido problemas de salud cuando estuvo en “estado interesante” (sic) de su hijo menor, por lo que el pequeño, a su vez, había tenido problemas al nacer, lo habían puesto en una incubadora y no le daban muchas probabilidades de sobrevivir. La señora pidió que le permitieran ponerle al bebé un ropón de San Antonio. Los médicos no accedieron. Entonces la mujer logró que le dejaran poner el ropón debajo de la incubadura y le prometió al santo que ella usaría una prenda similar por un año, en caso de que la criatura viviera.
-¡Mamá, me estás avergonzando con tus supersticiones! –gritó de repente la joven que había estado en silencio y con el rostro enrojecido.
-¡Tú cállate, que gracias a San Antonio es que tienes un hermano!
-¡Ay, los jóvenes de hoy en día, ya no creen en nada! –terció la señora rezadora.
Janette y yo seguimos calladitos.
-Es que antes había una fe maravillosa –dijo la madre, ya pasado el susto del túnel-, recuerdo que de niña nos sentábamos a comer, hacíamos una plegaria y se sentía una paz enorme, porque era Cristo que entraba en nuestros corazones.
-Pero ahora los jóvenes no hacen plegarias, sino que blasfeman –señaló la otra señora-. Fíjese usted que en mi pueblo, Orte, había un muchacho que estaba reparando el techo del Duomo. Y, en plena casa de Dios, sólo porque alguna cosa le salía mal, blasfemaba y blasfemaba. Pero Dios es grande. ¿Qué creen que pasó? Un milagro.
-¿Qué?
-Que un día se cayó del andamio. Y quedó de rodillas frente a la Madonna.
-Y no le pasó nada –dije yo, con mi bocota.
-Cómo no. Se rompió las dos rodillas, aunque no se murió.
-Pero se convirtió en un buen cristiano –repliqué, insidioso.
-No qué va, seguía blasfemando y blasfemando.
Hasta la devota de San Antonio comprendió que no había habido ningún milagro. Eso no impidió que las buenas señoras nos obstruyeran la salida del compartimento hasta que hubiéramos hecho la señal de la cruz. Lo hicimos.
-Ya ven. Ahora pueden bajar del tren con paz en sus almas.
3 comentarios:
al leer de bombas en trenes italianos me acordé del péndulo de Foucault y de la escena en que el "héroe" -ya no me acuerdo como se llama- lo chantajean con una bomba en un tren -aunque no recuerdo bien en que ruta- el caso es que sospecho que hay una relación entre la ficción calvina y la cotidianeidad de la época de sangre en Italia....
Fue una paranoia generalizada. El miedo a viajar en tren es parte integral de esa Italia de los Años de Plomo.
La escritora Elena Ferrante menciona el incidente en la última entrega de su Trilogía Napolitana (que en español titularon Las Deudas del Cuerpo -p. 350).
~Ricardo Colunga.
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