Cuando se hizo demasiado evidente que cuatro éramos muchos para el cuarto de Helga, Janette y yo nos dimos una vuelta por París, adonde fuimos en un retacadísimo tren estudiantil. Pasamos los primeros días con Mike, el gran amigo de Víctor Monjarás, y Michelle, su mujer. Mike trabajaba en la embajada de México y Michelle en Air France. Vivían en el banlieu en una gran unidad habitacional no lejos del aeropuerto.
Dos días después fuimos a buscar a mi prima Terry (en realidad era mi sobrina, pero me llevaba diez años), quien vivía en Rue de l’Alma, en un departamento desde cuyo balcón se podía ver el Arco del Triunfo. Para nuestra fortuna, ella recién acababa de regresar de Rumanía, donde había ido a darse unos baños de lodo con su amigo el Conde.
El departamento era sin duda muy caro, y estaba decorado sin gusto alguno. En el refrigerador sólo había champagne y caviar, y Terry se puso muy contenta de que fuimos a comprar pan y huevos. Ella comía esencialmente en restaurantes a los que la invitaban el Conde u otros amigos. Nuestra primera conversación derivó en un consejo cosmético para Janette (Terry se había graduado de cosmiatra): “después de hacer el amor con mi primo, esparce su semen en tus mejillas: es magnífico astringente”. No creo necesario agregar que estaba bastante deschavetada.
París, por supuesto, nos maravilló. La ciudad y –en esa primera ocasión- también mucho los museos. El de arte moderno, el Louvre, el Jeu de Paume, que en aquel entonces guardaba, de manera muy acogedora, los tesoros del impresionismo. También hicimos la infaltable visita a
Un momento extraordinario sucedió mientras Janette y yo paseábamos por el Barrio Latino. Nos acercábamos a un pasaje techado cuando de allí salió corriendo, con una máquina de escribir que se acababa de robar en los brazos, nada menos que Antoine Doinel. Fue como París nos hubiera tragado y nos hubiera metido a una de sus películas más representativas, porque al que vimos no fue a Jean Pierre Léaud, el actor, sino al entrañable personaje cuya vida habíamos seguido en las pantallas. Era precisamente Antoine Doinel quien corrió frente a nosotros y nos rebasó, repitiendo -él a su vez-, un momento inolvidable de “Los Cuatrocientos Golpes”, la cinta que lo llevó a él, y a François Truffaut, a la fama. Janette me convenció de que tomáramos un refresco en el café del Boulevard Saint-Germain que estaba junto adonde estaban Léaud y el resto de la troupe cinematográfica. Durante todo el rato ella estuvo coqueteando abiertamente con el actor. Yo, en tanto, busqué en vano a Truffaut.
Más tarde conocimos al Conde, que resultó ser un señor cincuentón, afable, que quería pasar por alivianado y que tenía los dientes ennegrecidos. También a una telefonista española que Terry se había conchabado para hablar a México –llamadas interminables- y a Guy, el marido, que tenía un botecito anclado a la orilla del Sena.
Una noche, Guy nos invitó a dar un paseo en ese bote. Ver la ciudad desde ese ángulo y con esa libertad fue un privilegio, un grandísimo lujo en una pequeña lancha proletaria. También fue un muchacho español que estuvo tocando la guitarra. Terry se enojó con él porque no le dio jale.
Pasaron los días, Terry se nos hizo cada vez más pegajosa. Decidimos regresar. Ella, de buena onda, nos regaló unos francos.
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