En el cuarto de Helga
Nuestro regreso a Perugia no fue sencillo. La primera noche nos quedamos en un hostal muy barato, pero gacho, que exudaba pobreza y estaba separado por sexos. Noté que ahí vivían muchos de los estudiantes africanos. Buscamos a Mársico –ingenuamente suponíamos que podía haber regresado-, pero su “casa de huéspedes” estaba llena e incluso le había rentado su propio cuarto a un neozelandés loco, que trastocó completamente la habitación. Ben ya compartía su mitad de cuarto. Tuvimos que buscar alojamiento con amigos de amigos.
Por esos días también Jorge Carreto y Pepsicola George estaban de regreso de su rol por Sicilia. Duhne siguió su viaje, o se regresó a México, y Carreto se fue a vivir con Helga Van Dongen. A ese cuartito también recalamos Janette y yo, en pleno plan de arrimados.
Habitamos los cuatro ese pequeño cuarto durante buena parte de lo que quedaba de aquel verano. Al principio, fue agradable y divertido. Con el tiempo, el reducido espacio creó tensiones. Helga fue extremadamente paciente, comprensiva y tolerante con la situación, y se portó por encima del cariño y la amistad. Un acto fallido nos habla de la circunstancia: teníamos el agua compartida –muy necesaria en época de calor- en la famosa garrafa griega, y a Helga se le cayó, rompiéndose en mil pedazos.
Hay una imagen viva que guardo de esos días. Jorge y yo contemplamos, desde abajo, a Helga y Janette descender por la escalinata de piedra de una de las calles perusinas. Una rubia; la otra morena. Ambas con amplias y frescas faldas largas coloridas: rojiza, la de Janette; azul, la de Helga. La imagen de la gracia en los años setenta.
También rolábamos bastante con los loquetes ingleses Ben y Charles. A Ben, en su obsesión con Joyce, le daba envidia mi formación católica. Tenía nostalgia de las noches que no pasó temiendo quemarse eternamente en el fuego frío del infierno. “I wish I was steeled in the school of Old Aquinas”, dijo, parafraseando al irlandés. Yo le decía que esa no era manera civilizada de forjar acero o alma alguna.
También tenía un conocimiento sorprendente de Shakespeare. Estábamos hablando de la relación entre América Latina y Estados Unidos y le comenté, así de paso, que los intelectuales latinoamericanos de principios de siglo tenían una visión romántica del subcontinente. Le dije que había un autor uruguayo, José Enrique Rodó, que escribió Ariel. Ben de inmediato replicó con una cita de La Tempestad: If thou more murmurst, I will rend an oak/ And peg thee in his knotty entrails till/ Thou hast howled away twelve winters”. Y explicó que Próspero mantiene la lealtad de Ariel, el espíritu aéreo, prometiéndole repetidas veces que lo liberará de la servidumbre, pero siempre difiere la liberación a una fecha indefinida. Lo que yo había tenido trabajos para entender, él lo comprendió con la mera referencia a un personaje shakespearano.
Jorge y yo fuimos a Módena, a empezar a buscar departamentos. Nuestro conocido Roberto Livi nos dijo: “Ustedes regresan de vacaciones en el momento en que todo mundo aquí se está yendo; la ciudad está muerta hasta septiembre”. De todos modos me puse a ver opciones y me interesó un departamento minúsculo en un gran edificio junto a la estación de trenes, pero nuestro plan era rentar entre los tres mexicanos uno algo más amplio.
En otra ocasión nos fuimos a Roma –Jorge fue con Helga, yo fui solo- a ver qué onda con la beca. Niguas. Nos quedamos en casa de María Luisa Puga. Flores quedó de presionar.
Umbria Jazz 1974
Lo que más alivianó nuestra estancia durante esos días fue el festival Umbria Jazz, ahora muy famoso, pero que en aquel entonces llevaba apenas su segunda edición. Había un concierto gratuito diario: en las plazas de Perugia, Città del Castello, Todi, Gubbio, Narni, y actuaban grandes jazzistas, como Charlie Mingus, Keith Jarrett o Gerry Mulligan. Para mayor bendición, había camiones que nos transportaban de Perugia a los distintos pueblos. Miles de jóvenes nos lanzábamos y era, además, un gran espacio de convivencia –por mucho que nos molestaran los “Niños de Dios”, que era una secta dizquehippie formada mayoritariamente por gringos, a los que no les aceptábamos ni el agua que nos regalaban-. El jazz que se tocaba era de primera, y algunos de sus exponentes estaban muy cerca de la vanguardia (La Vanguardia con mayúsculas eran Archie Shepp y Don Cherry, pero para mí fue en aquel Umbria Jazz que Jarrett comenzó a despuntar). Casi siempre íbamos en bola Helga, Janette, Jorge, Ben y yo.
(Aquí había un video del famoso solo de Keith Jarrett. Se podía ver mucho de la plaza central de Perugia, las escalinatas de la catedral, la galería Umbria y Corso Vanucci, que es la calle en donde está la banda. Pero lo quitaron de YouTube)
El rescate de Inge
Inge era una estudiante holandesa de la Universidad para Extranjeros, amiga de Helga. A pesar de los comentarios protectores de Jorge Carreto, se enamoró perdidamente de otro estudiante, un iraquí. Y se fue a vivir con él.
A las pocas semanas, Helga se enteró de que el iraquí le hacía la vida de cuadritos a Inge, celándola por todo. Más tarde, la encerró en el cuarto que compartían. En otras palabras, la tenía prácticamente secuestrada. Inge había decidido huir y le pidió ayuda a Helga –y, por extensión, a nosotros.
El departamento que ellos tenían estaba sobre Via Garibaldi, una calle a la que se accedía desde Piazza Fortebraccio, allí donde se asentaba el Palazzo Gallenga, sede de la Universidad Italiana para Extranjeros. El plan era, primero cerciorarnos de que el iraquí había entrado a sus clases; después ir por Inge, sacarla de ahí con todas sus cosas, tomar un camión que bajara por la parte posterior de la ciudad y acompañarla a la estación de trenes para que tomara uno que la llevara a Florencia, y luego a Ámsterdam.
Helga, Janette y Carreto se encargaron de sacar y llevar a la raptada a buena estación; yo, de comprobar que el iraquí había entrado a la Universidad y de echar aguas en caso de que saliera del Palazzo Gallenga (afortunamente, sólo había un gran portón).
Luego de que el hombre entró, me quedé esperando en la puerta varias horas. Por suerte era un estudiante responsable y no hubo necesidad de echar la carrera cuesta arriba para apurar a mis amigos.
Días después, precisamente en Piazza Fortebraccio, el iraquí se detiene y me pregunta, malencarado:
-Oye, ¿de casualidad no has visto a Inge?
-No, ¿por qué? -haciéndome el sorprendido-.
-¡Quién sabe adonde se fue esa pendeja! –y siguió su camino.
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